viernes, 30 de diciembre de 2016

el paso del tiempo nos deja temblando

     Como ya he contado aquí alguna vez, después de la Nochebuena en familia tengo por costumbre volverme a Madrid para pasar unos días solo en casa. Ejercicios espirituales, ya se sabe. Y a fuerza de repetirlos por las mismas fechas, esos viajes se producen generalmente bajo las nieblas mesetarias de adviento, con poco tráfico y con la misma música en el coche de los últimos seis, ocho, diez o más años. ¿Qué me lleva a insistir en esas canciones? Hay varios discos que siempre están ahí. Uno es el ya clásico Half the perfect world, de Madelaine Peyroux, esa mujer por la que siento debilidad; otro, el imprescindible Música para los amigos que reunió Fernando Trueba en los buenos tiempos de Calle 54; tampoco puede faltar esa joya que Herbie Hancock grabó en 2008: River, the Joni letters, con Wayne Shorter al saxo y las voces de Norah Jones, Tina Turner, Corinne Bailey Rae y la propia Joni Mitchell, tan recordada. Esas canciones dan continuidad al viaje, a los viajes. No falla: si a la altura de, pongamos por caso, Martín Muñoz de las Posadas suena el Nocturne de Charlie Haden, eso quiere decir que es Navidad y que todo está en orden, que la cosa funciona. Y es entonces cuando surge la pregunta: todo en orden, sí, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Un año más, dos, tres, cinco? Levanto el pie del acelerador para facilitar el adelantamiento a un bonito Audi TT gris plateado. Es rubia. Treinta y tantos años. Viaja sola, como yo. Eso me lleva a echar la vista atrás y recordar mis treinta y tantos. "¿Adónde van las palabras que no se quedaron?", decía aquella canción. Y entre bromas y veras, se me viene la copla XVII de Manrique: "¿Qué se hizo aquel trovar,/las músicas acordadas/que tañían?/ ¿Qué se hizo aquel danzar,/aquellas ropas chapadas/que traían?" Ironizo, claro está, pero la procesión va por dentro. Casi bulle. Todo ello -los viajes con niebla, los días solo en casa, este post que parece escrito hace tres años, "esta música" que "ya la toqué mañana"- forma parte de lo mismo, del paso del tiempo, de la herida del tiempo, de todo eso que nos deja temblando unos segundos, unos kilómetros, casi la mitad de una canción. Se ha acabado el disco. Mañana será otro año. Feliz 2017.

Herbie Hancock Feat Corinne Bailey Rae - River.mp4 - YouTube

viernes, 23 de diciembre de 2016

1.702 (y siete canciones)

     1.702, ese es el número de páginas vistas que ha tenido este blog en el último mes, tal como informan las estadísticas servidas en tiempo real por Blogspot. No sé si en términos comparativos es mucho o es poco, pero a mí me parece una enormidad; algo semejante a un pianista que diera un concierto al mes y completara cada vez el aforo de una sala con 1.700 butacas. O sea, como poner el cartel de 'no hay entradas' en el Teatro Real de Madrid. O cada dos meses llenar el Gran Rex de Buenos Aires. Parte de esa audiencia se la debe este blog a María Jesús Prieto, Concha Menéndez, Justi Sánchez Díaz, Enrique Salas, Carlos García o Carmen Agúndez, que con tanta fidelidad como paciencia comparten en Facebook estas confesiones de los viernes. También, cómo no, mi gratitud a quienes desde EE.UU, Rusia, Ucrania o Francia me visitan con asiduidad; al persistente y misterioso lector que suele entrar desde Isla Mauricio; a los silenciosos orientales que dejan su leve huella digital de madrugada; a quienes lo leen desde México, Argentina, Colombia, Perú... Viendo ese número -1.702- no he podido evitar bailar los dígitos y convertirlo en 2017. Me parece pues obligado felicitar la Navidad y el Año Nuevo a los lectores de este blog. Y particularmente a las 'lectrices', que son la mitad del cielo. Y quiero hacerlo con música, con algunas de esas canciones que me gustan siempre, a cualquier hora. Aquí os dejo siete. Tratádmelas bien. Salud y Feliz Año. Que las musas nos acompañen y la belleza nos sorprenda cada día.

Madeleine Peyroux - Dance Me To The End Of Love Los Angeles Video Clip Hv.f4v - YouTube
Billie Holiday - I'm a Fool to Want You (subtítulos en español) - YouTube
Diana Krall - Fly me to the moon - YouTube
Luz Casal - Lo eres todo para mí. - YouTube
Iva Zanicchi - TESTARDA IO (Live 1975) - YouTube
Simple Song #3 ● Youth ● Paolo Sorrentino - YouTube
Silvia Pérez Cruz-Cucurrucucú paloma - YouTube


viernes, 16 de diciembre de 2016

la niebla es cine

     Al final de La llegada -Arrival- la protagonista dice: "Si pudieras ver tu vida de principio a fin, ¿cambiarías algo?" Esa es una pregunta que todos nos hacemos alguna vez, y de hecho aparece a menudo en las entrevistas a los famosos. La respuesta suele ser: 'No, creo que no cambiaría nada.' A mí me pasa todo lo contrario: si pudiera empezar de nuevo, cambiaría no pocas de las cosas vividas, elegidas o aceptadas sin más. ¿Estamos conformes con el año en que nacimos, con la familia, el país, la ciudad, los estudios, la profesión, el trabajo, los amores? Aunque si nos ponemos exigentes quizá habría que darle la vuelta y responder a esta otra pregunta: ¿de todo lo vivido hasta ahora, con qué te quedarías? Si bien, hay que advertir que ese ejercicio tiene sus riesgos, pues la respuesta puede llevar a la melancolía, o directamente a la depresión. También puede ser que estemos tan encantados de habernos conocido que nos lancemos besos al pasar delante del espejo. Hay gente para todo. Aunque existe una zona intermedia, una entente más o menos cordial, que es el terreno del pacto, del tratado de no (más) agresión: consiste en reconocer la derrota, sí, las pérdidas irreparables, pero admitiendo la existencia de tesoros y prodigios que indultan una vida irregular o no todo lo brillante que nos hubiera gustado. Woody Allen lo ejemplifica muy bien en la famosa escena de Manhattan, cuando, tumbado en el sofá, va diciendo algunas cosas por las que merece la pena vivir: Groucho Marx, el 2º movimiento de la sinfonía 'Júpiter', esas peras y manzanas de Cézanne... y, sobre todo, el rostro de Tracy. Y ahí entramos en un terreno muy favorable: si existe Tracy, todo lo demás pasa a segundo plano. Es entonces cuando uno especula con lo fácil que hubiera sido no conocerla, no haber estado allí en aquel preciso instante aquella noche, o haber cambiado de planes en el último momento, o recibido una llamada, o cualquier otro azar. Siempre recuerdo aquello del maestro Enrique Morente: "estamos vivos de milagro." Bueno, pues para cualquiera de nosotros conocer a Tracy también fue un milagro; había una posibilidad entre un millón. Lo sé, las preguntas inquietantes siguen ahí, pero, a falta de respuestas satisfactorias, mirar a Tracy hace que el mundo se ilumine. Hay cosas que siempre vuelven a casa por Navidad, como algunas canciones recurrentes de Tony Bennett, de Madeleine Peyroux, de Melody Gardot, o esta de Abbey Lincoln que está sonando ahora. Pero también vuelven las preguntas sin respuesta, o 'la pura pena de no saber por qué'. Para eso no conozco otra solución que hacerle un gesto a Tracy, abrigarse bien y salir juntos a pasear por la ciudad bajo la niebla. Ahí empieza siempre otra película.

Abbey Lincoln ... Throw It Away [ Abbey Sings Abbey 2007] - YouTube

viernes, 9 de diciembre de 2016

good bye Lenin

     El anuncio de la Lotería de Navidad de este año utiliza el recurso de la mentira piadosa. Es algo muy antiguo que consiste en ocultar una realidad haciendo pasar por verdadero lo que es pura invención. Con ello se pretende, supuestamente, evitar un dolor innecesario. En la vida cotidiana hacemos uso de esa táctica a menudo: suavizamos la dura realidad, maquillamos la crudeza de un mal resultado, dejamos para otro día el dar una noticia que va a causar dolor, preocupación. Aunque no siempre está clara la línea divisoria entre la mentira piadosa y la interesada, la que nos conviene; si bien, no faltará quien arguya que la caridad empieza por uno mismo. No seré yo quien se oponga ferozmente a ese argumento. En la película alemana Good Bye Lenin veíamos cómo un buen hijo se las arreglaba para que su madre, proletaria insobornable, no descubriera lo sucedido en su amado país, la RDA, tras haber permanecido largo tiempo en coma. Viendo esta película, ¿quién no se pone de parte de ese animoso joven con buen corazón? Yo tengo que admitir que a veces, cuando la fealdad del ambiente se vuelve irrespirable, echo de menos poder contar con alguien, con un equipo bien organizado, capaz de hacerme creer por unas horas, unos días, que la realidad es otra bien distinta. Ese recurso sería como una variante de los tratamientos paliativos, de la acupuntura, el shiatsu, la talasoterapia, la marihuana terapéutica, el masaje balinés, etc. De tal modo que al despertarme por la mañana oiría en la radio que el recuento manual de votos en los estados de Wisconsin, Pensilvania y Michigan estaría a punto de dar un vuelco electoral de consecuencias imprevisibles; asimismo, según los observatorios de opinión más acreditados, todo parecería indicar que los traficantes de odio -fanatismo, racismo, homofobia, xenofobia, misoginia- se encuentran en franca retirada de las redes sociales; en otro orden de cosas, las energías renovables y la lucha contra el cambio climático estarían a punto de ganar una batalla decisiva; por si algo faltara, el Gobierno podría anunciar muy pronto que levanta el castigo al cine y a la cultura en general, rebajando el IVA cultural (21%) al nivel de Francia (5,5%). Todo iría de maravilla hasta llegar al final del informativo, casi una hora después, cuando, en el resumen de prensa, se recogería el titular de La Vanguardia: "El barcelonismo se rinde ante el fútbol deslumbrante del Madrid." ¡En La Vanguardia?, me interrogaría a mí mismo, estupefacto. Sólo entonces caería en la cuenta: una de dos, o era 28 de diciembre o alguien me estaba haciendo Good Bye Lenin. Con las señales horarias de las 8.00, el sueño habría terminado. Fue hermoso mientras duró.

viernes, 2 de diciembre de 2016

el misterio del guante rojo

     En el capítulo anterior alguien me había enviado por whatsapp la foto de un guante rojo de mujer abandonado a la entrada del metro. Hechas la averiguaciones pertinentes, sabemos que dicha foto fue tomada el martes 16 de noviembre a hora temprana en la entrada de la estación de metro de Chueca, en Madrid. Teniendo en cuenta que el metro abre sus puertas a las 6.00 h, la pérdida de ese guante hubo de producirse ese mismo día entre las 6 y las 7.45 de la mañana, y por tanto entre el final de la noche y la amanecida. ¿Y quién anda a esas horas por esas calles? Gente borrosa y apresurada que mira al suelo camino del trabajo. También están los que salen del turno de noche -seguratas, camareros, reponedores, policías-, cansados pero ya sin prisa, deseosos quizá de tomar un buen café caliente y un croisant en algún bar madrugador. Aunque también hay que tener en cuenta que esa hora indecisa coincide con el cierre y salida de los cuartos oscuros, de los clubes más o menos secretos, y hay ángeles aún no desvanecidos que fulguran, anfibias criaturas de carne y sueño, de sonrisa dulce y azulados párpados que van de retirada en busca de un resquicio por el que desaparecer. Pero antes de desvanecerse como hilo de humo, esas hadas de larguísimas piernas caminan por las calles mojadas con sus andares musicales tocados por la gracia. Qué misteriosas criaturas, transgénicas orquídeas, lujo efímero que excede a la noche. Yo las veía fugazmente algunas veces, cuando trabajaba por allí, en Fuencarral, junto a la Gran Vía. Son seres como de otro mundo, más allá de Orión. Hay que admitirlo: cuántas cosas suceden para nadie, cuántos prodigios desapercibidos en el ámbar de un semáforo, minutos antes del amanecer. Entre dos parpadeos aparece y desaparece un ángel. Visto y no visto. Pero una mirada suya, lo sé, tiene algo que intimida, como un fulgor frío que hiere, que te hace bajar la vista al cruzarse contigo en la calle. Y es ahí, en ese incierto espacio, donde pudo tener lugar el misterio del guante rojo, quizá arrojado con desdén a la boca del metro, o quizá regalado con dulzura a un mendigo, a un borracho... que ya no estaba allí.  

viernes, 25 de noviembre de 2016

las gafas perdidas, un guante rojo...

     Me había puesto las gafas para leer un whatsapp cuando en ese momento entró una llamada en el móvil. Un amigo. Sin dejar de moverme por la casa y hacer pequeñas tareas rutinarias, charlamos durante dos o tres minutos, no más. Esa fue la última vez que vi las gafas. Las eché en falta casi inmediatamente después. Es algo que me sucede a menudo, pero siempre aparecen al poco de iniciar la búsqueda. Esta vez ha sido distinto: todos en casa las hemos buscado sin dejar rincón ni estantería por escudriñar. Y así ha transcurrido un mes. Cada día que pasaba, el misterio iba en aumento. ¿Pero cómo es posible!, nos preguntábamos con incredulidad. Creo que si en lugar de unas gafas hubiera desaparecido una joya o algo de valor, todos en casa habríamos desconfiado de todos. Ante lo infructuoso de las batidas, abandonamos la búsqueda y me compré otras semejantes. Caso cerrado. Sin embargo, el sábado pasado, también al mediodía, reaparecieron sin necesidad de buscarlas. Estaban en el bolsillo interior de una americana que no me pongo desde hace años porque pienso que me queda grande, y además nunca sé cómo combinar, ni en qué casos ponerme, ni para ir adónde, ni con quién. ¿Cómo pudieron llegar mis gafas hasta ese bolsillo interior en la parte más oscura del armario? Sólo llevadas por mi mano, claro está. Ni que decir tiene que yo había buscado a palpas en los bolsillos de todas las camisas, de todas las chaquetas y prendas de abrigo colgadas en el armario. En todas menos en una, deduzco. Y tiene su lógica: esa chaqueta estaba libre de cualquier sospecha y quedó exenta de cacheo. Aunque, bien mirado, era el lugar perfecto para esconder algo, para hurtarlo a mi búsqueda, ya fuese una llave suelta o una foto inconveniente, un fajo de billetes o un número de teléfono en una servilleta de papel. A veces tiene uno la impresión, o mejor la sospecha, de que las cosas no desaparecen porque sí, sino porque desean perderse de vista, al menos por una temporada. Poco antes de que reaparecieran esas gafas me había entrado otro whatsapp, esta vez con una foto hecha a la entrada de una boca de metro: un guante rojo de mujer aparece en el suelo, impecable entre la suciedad, pero dispuesto de tal modo que más que perdido diríase dejado ahí a propósito, como una señal que sólo su destinatario sabría descifrar. ¿Y quién me envió esa foto? Pues el mismo con el que estuve charlando un mes atrás durante un par de minutos. Todo está secretamente relacionado de algún modo. Y no descartemos la idea de que el azar solo es otra lógica cuyas reglas aún no conocemos. Las leyes invisibles de la causalidad rigen nuestras vidas.

viernes, 18 de noviembre de 2016

ni pena ni miedo

     Esa divisa del poeta chileno Raúl Zurita -"ni pena ni miedo"-, excavada en el salitre del desierto de Atacama, con una longitud de más de tres mil metros, quisiera yo hacerla mía en estos tiempos de tribulación en que el retroceso avanza por todas partes, en todos los órdenes. La semana pasada, tras conocerse los resultados electorales en EE.UU, el Nobel de Economía Paul Krugman escribió: "Resulta tentador llegar a la conclusión de que el mundo se va al infierno, pero como no se puede hacer nada al respecto, ¿por qué no limitarse a cuidar del jardín?" Y en verdad es tentadora esa idea de la renuncia (que el propio Krugman rechaza), del abandono ante lo inevitable. Después de todo, si la suerte está echada... para qué librar esa batalla perdida de antemano. Incluso tendría su estética. No sé si estaremos aún a tiempo de reaccionar frente a ese mundo de pesadilla que ya se deja ver sin recato ni disimulos. Los patrocinadores de esa irresistible ascensión se sienten fuertes, seguros de su empresa, y mientras aquí nosotros languidecemos de melancolía, hace tiempo que ellos están entrando a saco en el templo. Y además con todas las de la ley. En una escena de esa maravillosa película que todo aficionado al cine debería ver ya mismo, Historia de una pasión -A Quiet Passion-, Emily Dickinson se lamenta amargamente ante su hermana: "Vinnie, ¿por qué el mundo se ha vuelto tan feo?" Y más feo que se va a poner. Si las cosas son lo que parecen, la que se nos avecina es de una fealdad intolerable. Pero, mira por dónde, quizá esa necesidad de defender un mínimo de elegancia estética, y por tanto moral, nos lleve a algunos diletantes estetas hedonistas a tener al fin un gesto teatral y hermosamente inútil (o no) frente la barbarie. Me estoy poniendo estupendo, lo sé, y me encanta, casi que me excita la libido de este jueves 17. Es mediodía y el cielo de Madrid que veo a mi izquierda, tras la ventana, resulta un escándalo de puro azul limpísimo, guilleniano. Mientras escribo, suena una vez más Marin Marais, la banda sonora de Tous les matins du monde. Nada que ver pues con esa basura, con esa distopía tan amenazadora. Y bien mirado, quizá este post haya sido un malentendido por mi parte, una falsa alarma. Y además, ¿quién dijo miedo? Ni pena ni miedo. Así las cosas, si hay que elegir una canción, qué mejor en estos días que una de Leonard Cohen recreada en Omega por el gran Morente: "Primero conquistaremos Manhattan / después conquistaremos Berlín."    

viernes, 11 de noviembre de 2016

instrucciones de uso para una día de lluvia

     El pasado martes 8 dejé escrito aquí un borrador inacabado que, leído ahora sin más, resultaría de una frivolidad irritante, incluso parecería una deliberada provocación por mi parte, casi como aquello tan célebre que anotó Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación." Hecha la pertinente advertencia, esto fue lo que escribí, tal cual: Sales de buena mañana para hacer unas gestiones y a eso de las once ya tienes todo resuelto. Es así como te encuentras con tres horas libres de cargas con las que no contabas. Esta lluvia mansa de noviembre invita a abrir el paraguas y pasear por la Gran Vía hasta Callao. Y aquí el relato se bifurca: si vas solo, que es lo normal, el paraguas es todo tuyo y tú gobiernas el paso, el ritmo, la dirección, las pausas ante los escaparates, dónde tomar un café, el tiempo que permaneces curioseando en una librería; pero si te has encontrado con alguien, pongamos con una vieja amiga (que ya es casualidad), y te has ofrecido gentilmente a acompañarla, tienes que ajustar tu paso al suyo, coordinar la cadencia de los andares, atender las inflexiones de su voz, mirar por ella. Esa es una tarea sutil y delicada que rara vez sucede, y que casi nadie practica ni disfruta. El paraguas amplio (jamás plegable) ha de situarse a la altura precisa y con el punto justo de inclinación para crear esa campana de intimidad que favorece el diálogo, el bienestar compartido. Es un combinado de geometría y musicalidad, de miradas oblicuas y pequeños detalles. Cruzáis un semáforo y al llegar a la otra acera percibes, percibís, que algo ha cambiado: apetece seguir paseando juntos un rato más. Y si suena el móvil, se le ordena callar. O mejor, silenciarlo previamente, igual que hacemos en el cine. Y ello estaría justificado, pues algo como de película es lo que sucede en ese pasear bajo el paraguas a media mañana de un lunes lluvioso. La sensación cinematográfica se percibe de pronto al pisar la primera franja amarilla en un paso de cebra. O al veros reflejados en la luna de los escaparates al pasar, conviviendo unos instantes con los maniquíes...Y hasta aquí llegó el amable paseo dejado en suspenso, interrumpido acaso por una llamada inoportuna o por falta de inspiración. No sé cómo sería ese final. Quizá se despidieron en la boca del metro y cada uno se fue por su lado. O acaso procedía un café y entraron en un Starbucks. O en una panadería, como hacen Jack Nicholson y Helen Hunt al final de Mejor imposible. A la salida, habría dejado de llover. Sube la música y empiezan a entrar los títulos de crédito. El plano se va abriendo, se va abriendo... The end.


viernes, 4 de noviembre de 2016

rojo sobre negro

      En estos casos suelo contar lo de un compañero mío que tenía por norma dejar pasar el tiempo hasta que se acercara el momento de presentar la idea, el concepto creativo, la campaña. Si disponía de 48 horas, esperaba a los últimos 45 minutos para tomarse tres cafés dobles, fumar ansiosamente un cigarrillo tras otro y, con gesto atormentado, garabatear en el último momento unas pocas líneas definitivas. Recurro a esto para ir llenando el espacio en blanco y hacer como que escribo, antes de admitir la realidad: que hoy no tengo tema, ni ganas de salir a buscarlo. Podría acudir a borradores no publicados, o refugiarme en espacios de confort. También podría hablar de política y despacharme a gusto, pero hace tiempo que decidí no pisar más ese terreno, por las mismas razones que dejé de fumar: me sentaba mal y temía sus consecuencias. Con la política me ocurre otro tanto: si digo lo que realmente pienso, ello no me traería nada bueno, ni agradable. Mejor dejarlo estar y mirar hacia otro lado. Mirar, por ejemplo, hacia algún instante prodigioso, de esos que la vida nos depara ocasionalmente a los mirones. Pongamos por caso lo sucedido durante unos segundos el pasado lunes, a media tarde, en plena calle, junto al Café de La Paix, en París. Como quien ha salido de la pantalla de algún cine cercano -a la manera de La rosa púrpura de El Cairo-, aparece una figura portentosa de casi dos metros de estatura: un negro con traje negro, negro sombreo de ala ancha y algo así como un foulard rojo vivo anudado a la cintura. Una mezcla de atleta, modelo y bailarín de Broadway. Estacionado en la acera, levanta el brazo izquierdo en señal de aviso a un coche que se aproxima. Yo no había visto a nadie, lo juro, levantar un brazo de ese modo, con tal soberanía. El coche se detiene a su altura. Nuestro hombre abre una puerta suavemente y salen dos niños y una mujer, blanca, rubia, bien vestida. Mi mujer y yo observamos la escena desde la otra acera. Todo sucede como en un tempo diferente, en una atmósfera de irrealidad o ensueño. Acto seguido, los cuatro echan a andar. El hombre lleva de la mano a uno de los niños. Sus movimientos, sus andares, son a la vez elásticos y majestuosos, eurítmicos, coreográficos, como si en lugar de caminar se deslizara por la pista de baile o de hielo. Por dos veces volví la vista hacia él. A lo lejos, su alta cabeza, su sombrero, sobresalían aún entre la multitud.

    

viernes, 28 de octubre de 2016

pequeñas cosas

     Frases, ideas, notas, viñetas, versos, fragmentos y otras breverías constituyen un mosaico cambiante, un caleidoscopio que me acompaña siempre. Yo mismo lo genero al fijar la atención en esto y no en aquello, al marcar un párrafo o anotar algo. Sería un buen tema para tratar con el psicoanalista (que no tengo) y averiguar por qué se queda uno con esta parte y no con las demás. Aunque tal cosa nos llevaría a una divagación de largo recorrido, y no están los tiempos para eso. Mucho antes de que se impusiera el tweet de 140 caracteres ya nos había recomendado el aforista Jerzy Lec que "seamos breves", porque "el mundo está superpoblado de palabras." De palabras y de casi todo lo demás, cabría decir hoy. A lo que iba: si echo un vistazo a los papeles y notas que menudean por aquí, me encuentro con una frase definitiva que Augusto Monterroso pone en boca de la esposa de un intelectual: "cuando no se le ocurre nada escribe pensamientos." Todo lo contrario a la respuesta dada por Eduardo Mendoza en una entrevista reciente: "hay que saber callarse a tiempo; yo en eso estoy trabajando." No es fácil callarse como sabe hacerlo Mendoza. Quizá sea querencia de mirón pero no puedo callarme ahora el título de un libro  que me persigue desde que supe de su existencia: Te miro para que te quedes. De haber sabido que su autor, Andrés Barba, tenía en mente ese título, le habría sondeado a fin de permutárselo por uno de mi propia cosecha. Con ese título tendría yo para escribir durante toda una temporada otoño-invierno, y más allá. En fin. Me consuelo con traer aquí el título de una canción de Bob Dylan, It takes a lot to laugh, it takes a train to cry ("Cuesta mucho reír, basta un tren para llorar") que Ray Loriga ha recordado en un emocionado artículo. Sigamos. De Raúl Zurita -poeta enorme al que leo en estos días gracias a mi cuate Paco Layna- se me han quedado en la memoria dos versos que suenan a grafiti: "han destruido tantas cosas que/ solo los sueños parecen despertarnos." Sin embargo, de todo lo que he anotado últimamente, nada contiene tanto en tan poco espacio como este lema de Daimler (Mercedes Benz) comentado por el sutil Vicente Verdú: "claridad sensual"; o sea, eros y logos, ligereza y densidad, racionalidad y emoción. Y ya que tenemos el 1 de noviembre a vuelta de página, nada resulta más propio que acabar con un epitafio como este de Tennessee Williams, tan poético, que hace de la fragilidad un explosivo: "Las violetas en las montañas han roto las rocas." Pero, tranquilidad, queridos míos, porque también aparece por aquí este diálogo: "Un día vamos a morir, Snoopy." "Sí, Charlie, pero los otros días no."

  

viernes, 21 de octubre de 2016

mientras los demás duermen

     Si damos por bueno que lo que no se recuerda es como si no hubiera existido, y que no todo lo recordado existió realmente, entonces ¿dónde empieza y acaba la responsabilidad de cada uno? Y eso nos lleva a una cuestión que antes o después nos sale al paso: ¿cuándo prescriben los actos (y las omisiones) en la conciencia? Si la pena máxima son 30 años de prisión, no parece justificado mortificarse por algo que sucedió hace una eternidad. Quizá deberíamos ser más compasivos con nosotros mismos y perdonarnos aquello cuya penitencia ya cumplida exceda al daño causado. Una mala noche la tiene cualquiera. Y unas copas de más, también. ¿Quién, en la alta madrugada, no ha apuñalado por la espalda a su mejor amigo? ¿Quién, en la fiesta de Navidad de la empresa, aprovechando la confusión, no ha besado apasionadamente a la mujer de su jefe y le ha propuesto una fuga loca a la Riviera Maya? Si cada uno tuviese que responder de sus deseos más inconfesables, habría que establecer de inmediato el infierno en la Tierra. Aunque, si bien se mira, ¿qué otra cosa son las pesadillas sino el castigo a nuestros secretos anhelos movidos por la codicia, la envidia, la lujuria, el rencor? Por otra parte, cómo no sentir desasosiego al saber que cada cierto tiempo aparece alguien que ha pasado la juventud en la cárcel por un delito que no cometió. Pero también, ¿por qué pecados ajenos cumplo yo penitencia con mis horas insomnes? El mundo no está bien hecho: mis desvelos nocturnos están pagando el karma de otro, de otros. Al principio me resignaba a ello como algo inevitable; pasado un tiempo, para resarcirme un poco, me aficioné a dejarme llevar por fantasías que, de conocerse, perjudicarían seriamente mi reputación. Así pues, ante un castigo que no responde a delito ninguno, mi justicia poética consiste en fantasear con atrocidades y perversiones que sonrojarían al más desvergonzado de los libertinos. No voy a entrar en detalles escabrosos, claro está, pero confieso que mangoneo a mi antojo en los escrutinios electorales, hago saltar la banca de los casinos, vacío cuentas en paraísos fiscales, arruino de la noche a la mañana a los Donald Trump del mundo. A cambio, financio causas justas y lleno las arcas de Médicos sin Fronteras, Amnistía Internacional, Acnur, Save the Children, Greenpeace... Aunque también, ay, convertido en el hombre invisible, me deslizo como una sombra trémula en las alcobas de las bellezas más deseadas. Y de ese modo tan grato, tan dulce, espero a que el sueño me llegue mirando a las estrellas.

viernes, 14 de octubre de 2016

musas

     Es curioso, en lo que va de semana he escrito suficientes posts como para irme un mes a Isla Mauricio sin tener que ocuparme de la confesión de los viernes en este blog. ¿Afán acaparador, síndrome de la despensa llena? No, no lo creo; soy más cigarra que hormiga. ¿Laboriosidad japonesa? Eso sería algo contra natura en mí. ¿Entonces? Supongo que las musas andan sueltas y vienen a rondarme todas a un tiempo. Las musas de otoño son las preferidas de la madurez, las más voluptuosas y tentadoras, como tardías chicas de Ipanema que viniesen a sugerirnos ideas un poco locas, desacostumbradas, o nos soplaran al oído melodías muy dulces que a veces, ay, son cantos de sirenas. Pero ¿a quién no le tientan los cantos de sirenas? Y más aún a estas edades del hombre. ¿No es de una gozosa promiscuidad juvenil escuchar seis u ocho cantos a la vez y tratar de transcribirlos? Aunque también, en este caso, pudiera tratarse de un recurso para mirar hacia otro lado y evitar así la mala conciencia por las cosas dejadas en blanco, a medio hacer, abandonadas... Recuerdo haber leído que el prolífico Vázquez Montalbán escribía de pie, y que tenía en su estudio varias máquinas de escribir en otros tantos atriles por las que iba pasando de una a otra con toda naturalidad. Por ejemplo, dejaba a Pepe Carvalho haciendo la compra a media mañana en el mercado de La Boquería y en la olivetti más próxima completaba un artículo para la revista Por Favor; en la siguiente, el compromiso semanal con Mundo Obrero; dos pasos más allá, le esperaba la columna de El País. No sé si su poesía también entraba en ese trasiego. Habrá quien considere que así no se puede escribir, que no es serio, pero yo pienso todo lo contrario: claro que se puede, y además, esa manera alterna y discontinua, ese escribir a brincos, da mucha agilidad y a menudo produce sinergias insospechadas. Pasar de rosa al amarillo, o de las musas al teatro en horas veinticuatro, aviva el seso tanto como (supongo) tener activos tres amores a la vez, varios domicilios, cuatro o cinco pasaportes, distintas dedicaciones. Si de escribir hablamos, nada me resulta tan excitante como mantener abiertos en el ordenador media docena documentos e ir pasando de uno a otro con esa desenvoltura de quien entra y sale alegremente de los bares. Qué gozo interrumpir un largo correo de mucha complicidad para contestar a otro recién entrado, o añadir algunos versos al borrador de un poema, o rematar este post, o empezar uno nuevo. ¿No es este vaivén un regodeo en la concupiscencia? Y si además llegan de pronto todas las musas del otoño... Entonces esto se convierte en una orgía.

viernes, 7 de octubre de 2016

brindis

     Son más de cien metros de acera en los que se alinean las mesas de sucesivas terrazas al costado del parque. El pasado sábado, al mediodía, pude ver y oír a mi paso hasta tres brindis en diferentes mesas. Y esa insistencia me llevó a la divagación: ¿bebemos para brindar o brindamos para beber? Ya sé que plantear esto así es como tener que elegir entre azul y buenas noches, artes o letras, felicidad o placer. El brindis es la expresión de un deseo compartido, aunque rara vez se oye alguno ingenioso, original, conciso, bien formulado; normalmente suele despacharse con el rutinario '¡salud!' y poco más. No hay que confundirlo con el casi siempre espeso, previsible y repetitivo discurso pronunciado a los postres. En cierto modo, el brindis es al discurso lo que el microrrelato a la novela. Tampoco es un aforismo, ni un saludo de cortesía, ni una felicitación navideña. Si acaso, cuando el brindis es íntimo -cosa de dos- pudiera estar emparentado con la dedicatoria. Y me alegro de haber llegado a este punto, porque si es verdad que en los brindis me defiendo, y suelo salir del paso decorosamente, he de admitir que en el espacio de las dedicatorias me muevo muy a gusto. Yo he escrito muchísimas dedicatorias de libros (propios y ajenos), y puedo asegurar que nunca he repetido dos iguales, al menos a sabiendas. En cada una de ellas he intentado siempre hacer un guiño, un gesto de complicidad o una más o menos velada insinuación amorosa. Si yo fuera más listo, más precavido, me habría quedado con una copia de cada dedicatoria regalada, y ahora estaría en disposición de publicar El libro de las dedicatorias, y hacerme rico y famoso. Sería todo un clásico editorial, casi como las 1080 recetas de cocina de Simone Ortega, pero en el género de las dedicateses. Porque, vamos a ver, ¿quién no se ha visto alguna vez en la necesidad de escribir unas palabras con intención, dos o tres líneas dedicadas a alguien en las que nos va el prestigio, la imagen, acaso una noche loca o algo más? Pues bien, en esos casos en que, como diría Brummel, un hombre se la juega en las distancias cortas, acudirían en su ayuda las dedicatorias del libro. Entre ellas, las más audaces y las más sugerentes, ambiguas, emotivas, apasionadas, discretas, brillantes, intemporales, poéticas o sonreídas dedicatorias para dar y tomar. Brindemos pues por ese libro que, quién sabe, quizá algún día me anime a escribir.


viernes, 30 de septiembre de 2016

tango

      Dice Borges que "el tango nos da a todos un pasado imaginario", y añade, en su conferencia de octubre de 1965, en Buenos Aires, ahora recuperada casi milagrosamente: "Oyendo el tango sentimos que, de un modo mágico, hemos muerto peleando en una esquina del suburbio." Tanto si es un relato, un poema, una charla, una entrevista... Borges siempre es Borges. Pero, dejando eso ahora, un pasado imaginario es lo que nos ofrece la gran ficción, ya sea el teatro de Shakespeare, la novela rusa del XIX o el cine negro. ¿Quién de nosotros no estuvo en esa partida de póker cuando Lee Marvin le arroja a la cara el café hirviendo a Gloria Grahame en aquella película? Asimismo, yo juraría haber peregrinado a Camelot, en Britania, hace casi mil años, y asistido al Festival de Woodstock en el 69. Cada uno tiene el pasado imaginario que se merece, los recuerdos -vividos o soñados, da igual- que se han ido generando y ya forman parte indistinta de su memoria. Mi amigo Luis Ángel Lobato -poeta y cinemático- me regaló hace años una cita memorable de Ray Bradbury: "Solo me quedaba el recuerdo y yo no podía confiar en la memoria." Y eso nos lleva, nos acerca al menos, a un espacio inquietante: el de los implantes de memoria que todos recordamos desde Blade Runner. Esos implantes pueden injertarse en el cerebro mediante las más diversas técnicas, ajenas a la cirugía: sueño, voluntad, contagio, criptomnesia... La capacidad de incorporar a la memoria episodios de un pasado imaginario es un don, como disponer de una terapia, casi un antídoto, contra el olvido. Qué importa si esa fortuna la ganamos con nuestro esfuerzo o jugando a la ruleta en un casino de película. Y además, hay amores tan intensos en la vida que solo se los encuentra uno en los libros, o en la oscuridad de una sala de cine. Y viceversa: a veces hay que ponerlos por escrito para que sean ciertos, para que se hagan realidad esos amores que la vida nos depara. Sí, creo que es bueno hacer acopio de recuerdos, aunque algunos nunca sucedieran (o no de todo), pues conviene que cuando llegue el invierno tengamos leña de sobra para mantener vivo el fuego. En fin, no quisiera yo ponerme aquí estupendo, ni demasiado simbólico, ni elegíaco. Llegados a este punto, nada como cederle la palabra a Borges: "En un instante que hoy emerge aislado,/sin antes ni después, contra el olvido,/ y que tiene el sabor de lo perdido,/de lo perdido y lo recuperado" (...) "...el tango crea un turbio/pasado irreal que de algún modo es cierto,/el recuerdo imposible de haber muerto/ peleando, en una esquina del suburbio."

viernes, 23 de septiembre de 2016

esperando a que suene Bill Evans

     Han sido necesarios más de veinte años para llegar a este salón. Sin duda es un logro esta combinación de espacio, luz y silencio. Lo sé. Pero sé también que nada ocurre dos veces de la misma manera: el tiempo hace que todo cuanto sucede en él sea irrepetible. Las motas de polvo suspendido que ahora brillan en esa franja de luz, tendrán mañana otra disposición; la música de Bill Evans que tengo en espera para empezar a sonar -I Will Say Googbye- encontrará un silencio algo distinto a éste sobre el que fluir dentro de unos meses o años. Una mano de pintura en las paredes, las plantas que habrán crecido en la terraza cubierta incorporada a este salón, el nuevo equipo de sonido, los estores que sustituyan a los actuales, cien o doscientos libros más en las estanterías, la erosión de las aristas, el desgaste de las cosas, las incorporaciones... Todo ello hará que, pasado un tiempo, no suene igual esa música que en seguida va a sonar aquí. Y quien dice música dice todo lo demás. Las alegrías y las decepciones por venir, la calidez o claridad de la nuevas lámparas, mi vista cansada con una dioptría más... modificarán un punto la percepción de los colores, los matices de la luz, el juego de las sombras, la idea misma de bienestar. Con el tiempo, el salón de una casa vivida constituye la mejor biografía de sus moradores. A un Sherlock Holmes actual le bastarían unos minutos curioseando en este salón para averiguar quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí. Aunque tampoco se requiere ser un lince de la perspicacia para ello: cuadros, libros, discos, fotos, recuerdos, regalos, decoración, detalles... Para qué más, si está todo aquí. Ni siquiera necesitaría nuestro detective entrar en este ordenador y escudriñar entre mis búsquedas de las últimas semanas, meses. La factura más reciente de los móviles -con el desglose de llamadas, hora, coste, duración- anda por aquí, a la vista, junto al ticket de compra de ayer en AhorraMás, la cita médica del próximo lunes a las 08.40, los últimos movimientos de mi tarjeta de crédito, el albarán del taller donde llevé el coche la semana pasada, un talón (que yo desconocía) 'válido por una noche de hotel para dos personas', la oferta 2x1 de un spa que incluye -¡oh, cielos!- ese prometedor 'masaje sensitivo inolvidable'. En fin, cosas con las que mi mujer me sorprende, me sigue sorprendiendo. Pues bien, todo eso y más está en este salón. La pregunta ahora es: ¿qué quedará de todo esto, y qué nuevas sorpresas aparecerán aquí, pasados veinte años? Vivir para contarlo. Y para escucharlo.

Bill Evans - A House Is Not A Home - YouTube

viernes, 16 de septiembre de 2016

tanteando las horas

     Hay que tener cuidado con el momento que uno elige para tomar una determinación o publicar un desahogo. Me refiero a esas decisiones que luego traen consecuencias, tales como aparcar el coche diez minutos en 'carga y descarga', mandar a tu jefe a que le den por ahí o poner en Change.org una petición incitando a la desobediencia civil o al amor libre. Hay muchas más, claro está. Este blog, sin ir más lejos. Dependiendo del día y de la hora que yo elija para escribirlo puedo obtener como resultado una sonrisa casi unánime o una severa reprobación. Porque en este reducido espacio también sucede como en aquel poema de Ángel González: "Ayer fue miércoles toda la mañana./Por la tarde cambió:/se puso casi lunes,/la tristeza invadió los corazones." ¿Y quién está a salvo de un casi lunes por la tarde? Por eso yo voy tanteando los días y las horas hasta ver si el post encuentra el tono (y con el tono el tema) en el que discurrir sin mayores obstáculos. Dispongo de toda la semana para ello, es cierto, aunque a veces no es fácil encontrar una hora entera limpia de ruidos, de interferencias. Sé que si me canso de esperar y elijo el momento equivocado, puedo perder de golpe la mitad de las visitas que viene recibiendo este blog; o peor aún, decepcionar a las amistades más queridas. Hay martes revirados desde primera hora en que más me vale caminar deprisa y guardar silencio. Aunque también hay mediodías luminosos en los que estoy dispuesto a declarar la paz en la Tierra y el amor universal. Es entonces cuando, bendecido por la luz, intento escribir unas líneas ligeras llenas de buenos propósitos. Pero son tan gratos esos minutos, esa cerveza rubia fría, que lo que realmente apetece es poner algo de música, bajar los párpados y dejarse uno llevar a la deriva. Luego vienen las noticias y lo echan todo a perder. Ahora bien, confiar el post al día siguiente tiene sus riesgos: nunca sabe uno si el miércoles será de ceniza o de pereza. O de un espíritu nublado, torvo.¡O de iracundia! Estos son los peores: cuando se nos enfurece el ánimo podemos escribir el texto más vibrante, el más elocuente... del que no tardaremos en arrepentirnos. Hay que andarse pues con mucho tiento a la hora de pulsar las teclas. De lo contrario, lo que iba a ser paz y amor, concordancia y aquiescencia, resulta un sermón desabrido, una monserga. Así pues, parece aconsejable bordear las provocaciones del Gobierno que nos salgan al paso. No es tarea fácil: hay tantos charcos en los que meterse... Pero ese es un terreno en el que mejor no entrar; siempre se sale perdiendo.

viernes, 9 de septiembre de 2016

el cuento de nunca acabar

     Lo mejor de buscar algo que guardaste hace tiempo es lo que va apareciendo en esa búsqueda. Al final, lo buscado solo es la disculpa para encontrar otras cosas. Una idea queda clara: viendo lo que guardamos a lo largo del tiempo, se puede trazar un retrato certero de la personalidad y la vida de cada uno. Un cajón lleno de papeles, postales compradas en museos, entradas de teatro, de conciertos -Serrat en Las Ventas, Miles Davis en el Palacio de los Deportes-, alguna carta o foto, programas de mano, pequeños catálogos de exposiciones, una caja de cerillas con un número de teléfono (sin nombre), varios marcapáginas, tarjetas de restaurantes, recortes de prensa, viñetas de El Roto, una cita de Mark Strand garabateada en un papel: "Acabamos lamentando la pérdida de algo que nunca llegamos a poseer." Pero he escrito 'marcapáginas', y eso es lo que motivó mi búsqueda: un marcapáginas en el que aparecía impreso un pequeño texto que me pidió un compañero de trabajo para regalárselo a su sobrino, acompañando a un cuento infantil. En ese texto mínimo pretendía yo decir que la vida de cada uno está tejida con miles, millones de hilos, y que con cada hilo se puede dar una nueva puntada, añadir una frase, una página, continuar el relato. En el cajón con recuerdos y papeles hay mil historias iniciadas, y otras tantas (más, muchas más) por continuar, por explorar. Todo es susceptible de ser revisitado, acrecido, puesto en circulación. Lo 'durmiente' solo espera el beso o el soplo que lo despierte, lo reavive. La cazadora roja y las gafas negras de Miles Davis aquella noche en el Palacio -viernes,13 de noviembre del 87- están pidiendo un poco de memoria viva, algo que evoque y active el espíritu del momento. El teléfono apuntado en esa caja de cerillas es un relato no escrito que, puestos a imaginar, podría dar comienzo aquel mismo viernes 13 a la salida del concierto, y seguir durante toda la noche y más allá, hasta el amanecer, ocho meses después, riendo a carcajadas en una fuente del Paseo del Prado, junto al Botánico. Quiero decir que todo puede y debe continuar, que los miles de hilos del envés de la trama siempre anhelan abrir nuevas rendijas por las que introducirse. Todo está dicho, es cierto, pero a medias. Escribe Eduardo Galeano refiriéndose a Sherezade: "Si el rey se aburría, estaba perdida. Del miedo de morir nació la maestría de narrar." Y bien sabemos todos que narrar es vivir. Leo la frase que buscaba en ese marcapáginas, dice así : "...ten en cuenta que el cuento queda a veces a medio contar; cuenta conmigo, amigo, para seguir contándote el cuento de nunca acabar."


viernes, 2 de septiembre de 2016

los tres pies al gato

     ¿Se puede estar y no estar a la vez en el mismo sitio? ¿Y en dos o más tiempos simultáneamente? El más elemental sentido común nos dice que eso es imposible, sin embargo por momentos no puedo evitar la sensación de estar y de no estar todavía. Yo no sé nada de mecánica cuántica (y la paradoja del gato de Schrödinger me exige un serio esfuerzo de comprensión) pero algo me dice que la simultaneidad de escenarios o mundos paralelos no debe descartarse sin más. Y también que una cosa y su contraria pudieran estar sucediendo entre dos parpadeos. He vuelto, sí, es evidente, y de hecho estoy ahora escribiendo en esta misma mesa, en el mismo salón, rodeado de los mismos muebles, estanterías, libros, cuadros; pero hay algo de mí que no ha llegado aún, y no sé si viene de camino o se ha quedado lejos, perdido en el bosque, o quizá se ha declarado en rebeldía y se niega a reunirse conmigo, con la parte de mí que ahora está sentada ante el ordenador. Es como cuando alguien enviaba con antelación el pesado equipaje para luego poder viajar más cómodamente, sin impedimenta. Bueno, algo así, pero a la inversa, porque en este caso la impedimenta soy yo. Es una sensación extraña que me lleva a mirarme desconfiadamente en el espejo, casi que a buscar mi sombra. ¿Qué parte de mí no ha regresado conmigo? ¿En qué momento y dónde se escabulló, se hizo perdidiza? ¿Acaso durante aquella siesta, a la sombra de unos árboles frondosos, no lejos de Cóbreces, ya cerca de Novales? También pudiera ello haber sucedido en alguna página de Peregrinos de la belleza, por ejemplo en el capítulo donde su autora, María Belmonte, habla de Axel Munthe, en su Villa San Michelle, en Capri, hacia 1900, descrita así por Henry James: "Una creación de la más fantástica belleza, poesía e inutilidad como no había visto reunidas nunca." Aunque quizá el secreto de esa fuga, de esa parte de mí extraviada, pudiera estar en las palabras del propio Munthe: "La casa era pequeña, las habitaciones pocas, pero había loggias, terrazas y pérgolas para contemplar el sol, el mar y las nubes (el alma necesita más espacio que el cuerpo)." Mira por dónde, va a estar ahí la clave: en el espacio que el alma necesita. Y quiérase o no, si hablamos de espacio estaremos hablando también de tiempo. En estos días, los déjà vu se suceden de manera inquietante. Es como estar viviendo en un tiempo de subjuntivo.

 El Gato de Schrödinger - YouTube

viernes, 29 de julio de 2016

silencio y pliegues

                                                                                                                     a Jesús Capa

     ¿Dónde encuentra acomodo el silencio? Para dar respuesta a eso habría que precisar de qué silencio hablamos. Hablamos del silencio que aparece después de haber borrado todos los signos, todos los fonemas, de haber barrido las palabras caídas, los pétalos, las hojas, las señales. Hablamos pues del silencio sobrevenido tras hacer mudanza y deshabitar la casa. Cada voz ausente deja un pasillo abierto; cada palabra o forma retirada abre un resquicio por donde un silencio nuevo se introduce. La pluma del ave al desprenderse y caer deja en el aire un estruendo incruento. El arco del violín, detenido un instante -dos, tres- al borde mismo de las cuerdas, deja en suspenso el discurrir del mundo, la continuidad del relato. La mano en la boca que tapa el grito, impide que la arista de un diamante se pronuncie. Imaginemos un duermevela interrumpido por una mariposa que aletea. ¿Qué sucede, qué tipo de silencio se produce bajo un párpado? No es preciso insistir: hay tantos silencios como estrellas remotas, lágrimas, calamidades, bellos endecasílabos. ¿Pero adónde el silencio? ¿Acaso hay para él mejor acomodo que un pliegue, que la curva de un lienzo, la caída del lino al dejar atrás un hombro, una cadera de mujer? Al igual que el amor o los trenes, el silencio busca siempre un recorrido. En ocasiones no es más que un viaje entre dos labios, dos ingles, la mitad de lo que tarda un deseo en ver la luz. Y bien mirado, ¿quién le pide cuentas al silencio? ¿Y de qué? Puesto que hoy me despido aquí por un mes, puedo permitirme alguna licencia. De acuerdo en que hay que dejar por escrito algunos nombres. De acuerdo en que hay que recomendar varios libros, alguna película, dos o tres cantes de Morente o de Silvia Pérez Cruz. Pero, dicho esto, en la iglesia de San Francisco, en Medina de Rioseco -Tierra de Campos- cuelgan lienzos sin palabras, bastidores sin nadie, maravillas que se asoman a Zurbarán, a Grecia, blancos de Creta entre barros de Juni, poemas de Claudio Rodríguez -"¡con todo el aire y el cielo encima!"-, limpias ideas, pensamientos. Todo eso está ahí, sucediendo. ¿Por cuánto tiempo? Dice Luis Rosales que "el silencio de dos nunca se junta." Yo creo que todo está amenazado, que la provisionalidad del vivir pende de unos pocos hilos, y que en cualquier momento todo puede venirse abajo. Pero, entretanto, creo también que la ropa tendida fulgura a la manera de la nieve. Cierro los ojos. Quiero creer. Escucho. El mundo se derrumba. La belleza emerge. Silencio, corazón.



viernes, 22 de julio de 2016

tiempo de penumbras

     Aquel tórrido verano escribí un poema humorístico que acababa así: "42 grados a la sombra. Madrid, 20 de julio./ La ola de calor no cesa."  En algún momento el poema avisaba de que cuando las temperaturas suben de ese modo "...va en aumento el riesgo de las perpetraciones:/es el tiempo de los peores crímenes y de los adulterios/ mascados a conciencia./ Hay que ser pues precavidos/ y alejar los alacranes de la mente." Hablaba en él de la quietud, y de un "cautelar silencio apenas horadado por el ventilador/ que gira y zumba como la mente fría de un psicópata." Han transcurrido más de quince años desde entonces; esta es otra casa, y yo también soy otro, pero el ventilador que me acompaña es el mismo que aparece en el poema. El mes de julio en Madrid tiene sus ritos, sus constantes. Tantos veranos consecutivos aportan una experiencia aleccionadora. Aprende uno, por ejemplo, a ahorrar esfuerzos, a comer más ligero, a darse duchas breves de agua fría. El silencio crea un hábitat favorable, como una higiene que evitara la contaminación que toda actividad genera, algo semejante a un fluido, un conductor que facilita el discurrir del tiempo sin obstáculos. Y así, el silencio de la mañana es limpio y delgado, respirable; al mediodía adquiere una amplitud de girasol; luego, a medida que la tarde avanza, el silencio pesa como un carro cargado de horas. Pero lo que en estas semanas tiene más presencia es la penumbra; o mejor dicho, las distintas penumbras que se van sucediendo a lo largo del día. Podría describir no menos de diez penumbras diferentes con las que convivo. Y ello se explica porque he alcanzado -qué remedio- un verdadero virtuosismo en el manejo de persianas, estores, cortinas, combinaciones diversas de sombra y de luz. A partir de las 11 empiezo a graduar penumbras, casi como haría un técnico de sonido ante los mandos de la mesa de mezclas. Es importante dar en cada momento con el ambiente deseado, con el cóctel de luz y de sombra mas propicio. Qué bien entiendo a los operadores de cine, a los directores de fotografía: son meticulosos, maniáticos, casi obsesivos -todo el día midiendo la luz, fotómetro en mano-, pero gracias a eso la cosa funciona. Y la casa también. Las penumbras nos permiten sobrevivir: constituyen el soto umbrío donde se escucha el rumor de la fuente que mana y corre... Hay una zona de la penumbra, es cierto, que se asoma al umbral mismo de la oscuridad; un paso más y es la propia oscuridad quien se adentra en la penumbra y la oscurece al límite. Entre una y otra, por ese desfiladero sinuoso serpentean las fantasías, las ensoñaciones, como sirenas silenciosas. Es la hora de la siesta.

viernes, 15 de julio de 2016

hazme un favor: búscame un libro

     "¡Hazme un favor: búscame un libro para el viaje, anda!", levantó la voz mi mujer, mientras se arreglaba ante el espejo del cuarto de baño, con ese apresuramiento típico de última hora. Me tomé un par de minutos de reflexión.Viajar a Londres por placer y sin marido marca las coordenadas de la búsqueda. Tras descartar los dos o tres primeros títulos que me salieron al paso, sonreí con calma y un puntito de suficiencia. Lo tenía; había dado con él. Acudí sin prisa al estante ocupado por la letra H. Y en efecto, allí estaba Helene Hanff con su maravilloso 84, Charing Cross Road. Extraje el delgado volumen, lo miré despacio, con gratitud, me tomé como unos veinte o treinta segundos y, sabedor de mi hallazgo, me dirigí con parsimonia al cuarto de baño. "Este es el libro", afirmé con seguridad irrefutable, mostrándoselo a ella y moviéndolo un poco, como quien esgrime el pasaporte o los salvoconductos, y con la autoridad moral que da el no pedir nada a cambio. Mi mujer asintió con una sonrisa de conformidad no exenta de admiración, casi elogiosa. "¡Hay que ver qué bien se te dan estas cosas! Para esto eres único", admitió, concesiva. La frase podía interpretarse en un sentido halagador, sí, aunque también en el contrario, como esos elogios irónicos que llevan dentro un cierto reproche. Es aquello tan sabido de: 'no, si cuando quieres...' Aprovechando el clima favorable, me permití ponerme estupendo y, mirándola a través del espejo, aventuré: "¿Sabes? Creo que yo podría dedicarme a elegir los libros idóneos en cada caso para mujeres ricas o atractivas, o ambas cosas. ¿No te parece?" Con el brillo en los labios recién pintados de rouge, la sonrisa que me llegó desde el espejo fue perturbadora; la viva mirada oblicua, también. Pero no había tiempo que perder y enseguida convinimos que ese era un buen tema para este blog. Puestos a fantasear, trato de imaginarme ahora cómo sería la mujer para la que yo eligiera, por ejemplo, Verano, de J.M. Coetzee, o Diario de invierno, de Paul Auster, Último encuentro, de Sandor Marai, Los enamoramientos, de Javier Marías, El segador de cañas, esa pequeña joya de Junichiro Tanizaki, o, en fin, la poesía reunida de Wislawa Szymborska. Cada libro escogido requiere de la persona idónea -mujer en este caso, en este juego- que lo merezca en cada momento. La cuestión sería: ¿estamos a la altura de los libros que nos regalan, o que regalamos? Por la parte que me toca, hago lo que puedo para no desentonar, para no desmerecer en exceso la inolvidable 84, Charing Cross Road, regalo de una amiga generosa y muy querida. Ahora lo entiendo: creo que ella me regaló ese libro, no porque yo lo mereciera entonces, sino para que intentara hacerme merecedor de él. Y en esas estamos: se hace lo que se puede, Chus.

viernes, 8 de julio de 2016

compañero de viaje

     Uno de los tópicos más exitosos y reaccionarios que conozco es aquel que afirma que quien a los a veinte años no es un revolucionario es que no tiene corazón, y quien a los cuarenta sigue siéndolo es que ha perdido la cabeza. Nada se dice al respecto de quien se acerca o ha cumplido los sesenta. Al parecer, a partir de esa edad nos volvemos más conservadores, temerosos ante los cambios que puedan venir, aunque estos sean para bien. Es aquello tan triste y claudicante de lo malo conocido y lo bueno por conocer, etc. Yo supongo que lo mío es insensatez o mala cabeza, pero me ocurre exactamente lo contrario: a medida que cumplo años me voy volviendo más beligerante y menos complaciente con ciertas cosas. No sé, quizá estoy pagando ahora el no haber sido revolucionario en su día. A mí se me pasó la primera juventud leyendo a Baudelaire, escuchando a los Rolling, a Serrat, enamorándome sin remedio de las chicas más guapas del mundo. El romanticismo no me dejaba espacio para la militancia. No me lo dejó entonces, y ahora, entre unas cosas y otras, se me ha hecho un poco tarde para eso. De todos modos, no doy el perfil del buen militante, pero a cambio creo que puedo ser un 'compañero de viaje' alegre y animoso. Y hablando de compañeros de viaje: es muy improbable que yo imite sus pasos, pero siento una gran simpatía por el escritor norteamericano Ambrose Bierce, el inspirador de la novela de Carlos Fuentes Gringo viejo. Como es sabido, Bierce, ya al final de su vida, lo dejó todo y se lanzó a la aventura, cruzando la frontera de México en diciembre de 1913. Asimismo está documentado que poco después, en Ciudad Juárez, se unió al ejercito de Pancho Villa como observador, cabalgando alegremente con sus cuates bigotones hasta Chihuahua. Es allí donde 'su rastro se desvanece', dice poéticamente la Enciclopedia Británica. Un documento de la época asegura que 'un gringo viejo' fue ejecutado por fusilamiento en el sitio de Ojinaga. Corría el año de 1914. No conozco un final más romántico que este: una despedida por todo lo alto, con disparos al aire, lupitas, tequila y guitarrones, para luego desaparecer con elegancia y misterio, entrar en la leyenda, inspirar rancheras, películas, novelería... ¿Alguien da más? Creo que a nuestro don Ramón María del Valle-Inclán le hubiera encantado un final así en Tierras Calientes. En vísperas de su partida, el 1 de octubre de 1913, Bierce escribe a un familiar en Washington: "Adiós. Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano y me han fusilado" (...) "entiende que yo pienso que esa es una muy buena manera de abandonar esta vida."

viernes, 1 de julio de 2016

isla Mauricio (carta a un desconocido)

     Por primera vez alguien ha entrado en este blog desde la República de Mauricio, un pequeño paraíso en medio del Índico, a unos 900 kms de Madagascar (véase la Wikipedia). Sucedió el pasado martes 28. Me pregunto qué desocupado lector andará estos días por esas afamadas playas, bronceándose como un dios y bebiendo daikiris al atardecer. Quizá sea un afortunado de la Primitiva -'no tenemos sueños baratos'- que, huyendo de la campaña electoral, buscó un lugar donde no llegara la contaminación acústica de los mítines, las redes sociales, la iracundia de los tertulianos más ardorosos. Y nuestro hombre eligió Isla Mauricio como podía haber elegido las Seychelles o las Chimbambas. Hasta ahí todo va más o menos bien. Pero la cosa se complica cuando intentamos imaginar cómo llegó el ocioso internauta a entrar en este humilde blog. ¿Qué andaría buscando? Quizá navegaba por las calientes aguas del porno y al avistar confesiones de un mirón creyó haber dado con las vivencias eróticas de un voyeur. Aunque también pudiera darse el caso de que se trate de un secreto visitante de este blog que curiosea en él cada semana desde el lugar del mundo en que se encuentre, ya sea por placer o por negocios. Eso explicaría algunas entradas que se producen desde los sitios más remotos o insospechados. Me gusta la idea de que un bon vivant viajero me vigila y sonríe, a sabiendas de que yo nunca descubriré quién es ni desde dónde entrará la semana próxima. ¿Burkina Faso, Islandia, Barbados, Singapur? Volviendo al lector del martes 28, sólo se me ocurre un desahogo rencoroso, fruto amargo de la envidia: ¡Qué cabrón, cómo te lo estarás pasando en ese paraíso de playas extendidas y cuerpos gloriosos ofrecidos al sol, a la brisas marinas! Entretanto, aquí no salimos de nuestro asombro, haciéndonos preguntas tan ingenuas o insondables como por qué la corrupción cotiza al alza, y otras semejantes. De modo que, mientras nosotros languidecemos viendo caer a la Selección en la Eurocopa, tú te lo montas en Mauricio como un marajá a la sombra de la palmera inclinada, contemplando el vaivén de las olas con un gintonic al alcance de la mano. Luego, para reponerte del esfuerzo, pasarás al gabinete aromatizado donde tiene lugar el masaje tántrico de cada día, previo a la cena en la terraza, a base de marisco frío y champaña Veuve Clicquot Ponsardin. Así pues, desconocido lector, yo en tu lugar me tomaría mi tiempo antes de regresar a la patria. Aquí las cosas no pintan demasiado bien: parece probable que nos aplicarán nuevos recortes; que la cultura se seguirá considerando un lujo sospechoso; que el informe anual de Cáritas se tratará de silenciar una vez más. Asimismo, pasadas ya las elecciones, se dice que las eléctricas 'estudian' subir la factura de la luz con efecto retroactivo. ¿Cómo lo ves, amigo? Ni te muevas de ahí.      


viernes, 24 de junio de 2016

lo que queda en suspenso

     'Todo lo que queda en suspenso deviene en lírico', leí hace mil años. Y en suspenso quedan las conversaciones interrumpidas, los proyectos abandonados, los sueños que se desvanecen en la memoria; también algunas catedrales y no pocos amores: las catedrales quedan 'inconclusas'; los amores se malogran o pierden mil días de fuego, años de luz. Hay un relato breve de Augusto Monterrosso titulado Sinfonía concluida -poco más de dos páginas, pero de un tirón, sin puntos ni comas hasta el final- en el que un viejo organista encuentra en el archivo de su iglesia, en Guatemala, algo extraordinario: la partitura de los dos movimientos que le faltan a la célebre Sinfonía inacabada de Schubert. El buen hombre se embarca hacia Europa con intención de acreditar su descubrimiento ante la comunidad melómana de Viena. Sin embargo, la acogida no resulta tan entusiasta como cabía esperar, salvo por "una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español" (...) "¡Son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno en el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento". Pero, pese a la emoción, estos persuaden al organista de que, "si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert", lo más sensato era ocultar aquel hallazgo, pues la gente se había acostumbrado a razonar que "nada lograría superar la calidad de los dos primeros [movimientos] y que la gracia consistía en pensar que si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo". Y frente a eso, ni la más sublime de las partitura puede competir, bien lo sabemos. Pero cuántas sinfonías inacabadas dejamos en nuestra vida, en nuestras obras o amores. Todo cuanto queda en suspenso -o se pierde, desaparece- adquiere un temblor, un no sé qué inefable ante lo que nada puede hacerse, salvo la rendición sin condiciones. Pensemos por un momento en los amores malditos o imposibles que cada cual haya tenido la suerte y la desgracia de tener y no tener. Cada uno de ellos es un peliculón en potencia, una historia más grande que la vida. Quizá la dimensión de un individuo pueda valorarse por la grandeza dramática de sus amores imposibles. Otro tanto cabría decir de la capacidad creativa de un autor: no debemos enjuiciarlo (sólo) por aquello que hace sino por cuanto cabría esperar de él. Por la parte que me toca diré que el poema del que siempre me he sentido más orgulloso fue uno que, además de quedar inacabado, lo perdí, se fue a la nada sin remedio. A ningún otro poema le he dedicado tantas y tan fecundas horas como a aquel. Era largo, ambicioso. Estaba inspirado en una película de Josef von Sternberg -Capricho imperial (1934)- que yo vi una tarde remota en la Filmoteca de Madrid. Me fascinó.

Capricho imperial - Buscar con Google

viernes, 17 de junio de 2016

a propósito de Facebook (o el placer de callar)

       En Facebook caben todos los excesos y también lo contrario: el ascetismo extremo. Si existiera un manual del buen uso de las redes sociales, debería decirse en él que Facebook es algo semejante a un bufé donde cada cual se sirve a su gusto y medida. Por tanto, ha de tenerse en cuenta la hora y el apetito del usuario, pero también las posibles alergias, las intolerancias del propio organismo, las reacciones o ardores que a cada uno le provoca esto o aquello. En tiempos de hambrunas están justificados los banquetes de cinco horas, las grandes tracaladas de amigotes. Con Facebook sucede algo parecido: en caso de mucha necesidad, el usuario se puede dar un atracón y pasarse semanas enteras entrando a todos los trapos y comentando hasta la última tontuna que le salga al paso. Pero, superada esa fase, hay que elegir el tipo de relación que uno desea mantener, las amistades que está dispuesto a cultivar, aquello que descarta de antemano y lo que comparte con gusto. También tiene uno que decidir si va a ser miembro activo o pasivo, y en en qué medida. Yo mismo empecé adoptando una actitud generosa, un perfil expuesto y despreocupado. Pero lo cierto es que no se puede estar en todo y atender a todos todo el tiempo sin perder la compostura y el buen humor. Hace unos meses me enfadé y escribí una especie de 'hasta aquí hemos llegado'. A partir de entonces mis apariciones en fb se limitaron a colgar cada viernes este blog y poco más. Aunque de un tiempo a esta parte me muestro más relajado, menos ríspido, incluso me animo a compartir alguna foto, algún artículo, cosas de amigos. Pero en la distancia algo se aprende. Se aprende, por ejemplo, a no meterse uno en todos esos jardines que ahora eludo con gustosa displicencia. Qué placer tan insospechado el de abstenerse, el de no pronunciarse. Callar en ciertos casos puede ser de lo más voluptuoso, sobre todo si es en medio del griterío. Cuando los impacientes te interpelan para que te pronuncies, para que manifiestes dónde y de parte de quién estás, es un placer maravilloso dar por respuesta una sonrisa enigmática. Y más aún en tiempo de elecciones. Impacientar al adversario produce una secreta satisfacción que ha de ser necesariamente buena para la salud mental. Y es que hay quienes parece como si, tras arduos esfuerzos intelectuales, eligieran la majadería más gruesa de la mañana para colgarla a la vista de todos, algo así como diciendo: '¡Jódete, que te la he metido doblada!' Con estos es con los que más disfruto no respondiendo. Para ellos cultivo un silencio que viene a decir: 'Nada, chico, ni por esas vas a obtener el privilegio de alterarme, ni que te obsequie con un un merecido desplante.' En fin, sonrisas y bagatelas.

viernes, 10 de junio de 2016

cuando todo podía suceder aún

      Me ocurre lo mismo que al narrador y protagonista de la novela, que no quiero salir de las diez hectáreas y las trescientas páginas de El jardín de los Finzi-Contini. Se está demasiado bien allí, pasando las mañanas en la biblioteca del professore Ermanno, jugando al tenis con Alberto, conversando dulcemente con Micòl bajo los árboles centenarios. No hay duda: es el lugar perfecto para quedarse uno a vivir... largas temporadas. Tan es así que, a medida que se acerca fatalmente el final, retrocedo varios capítulos, avanzo hacia atrás, con ese gesto característico que tenía Micòl de avanzar volviendo la cabeza hacia el pasado. Todos tenemos nuestros refugios preferidos donde dejarnos llevar por la querencia en caso de peligro, exilio interior, enfermedad o melancolía incurable. Hay quien cabalga toda la noche hasta llegar a Camelot, donde reina la nobleza del Rey Arturo y sus caballeros cristianos. Otros preferirán quedarse con Justine -"Sabes que jamás cuento una historia dos veces de la misma manera. ¿Acaso eso significa que miento?"- en la Alejandría de El cuarteto. Tampoco faltará quien prefiera restablecerse de los males del alma en el Sanatorio Internacional de Berghof, en los Alpes suizos, donde se levantan las más de novecientas páginas de La montaña mágica. Y eso es, quizá, lo único que yo echo de menos en El jardín de los Finzi-Contini: novecientas páginas. Alguien, algún jardinero paciente -¿Alessandro Baricco?- debería hacerse cargo de Il giardino e ir recreando esas seiscientas páginas que yo echo en falta. Y ya de paso, ¿qué tal si le cambiamos el final, dejándolo de tal modo que quepa en él el beneficio de la duda? Quizá el propio autor, Giorgio Bassani, tuvo algún momento de vacilación cuando se vio ante la encrucijada de 'salvar' a los Finzi-Contini... o ser fiel a la memoria, a la historia reciente: "Entonces, cuando todo podía suceder aún, debí haberlo hecho." ¿Por qué no imaginar lo que pudo haber sido de ellos, de esa familia, si el autor hubiera alterado lo sucedido en apenas un párrafo? Basta con sustituir una ficha por otra, una sola, para cambiar el curso de los acontecimientos. Quizá Micòl y los demás podían haber burlado al destino en noviembre de 1943, y, en lugar de ser conducidos a ese tren que los llevó a Alemania, habrían tomado un barco que, tras un largo y azaroso periplo, los llevaría a... a la Argentina, por ejemplo. Y de ese modo sus vidas habrían continuado en otra novela, en la imaginación de otro autor. Así las cosas, ¿por qué no reaparecer -ya bajo otra identidad- en La historia del amor, de Nicole Krauss? Más aún: ¿Y si el propio Bassani hubiera dejado un manuscrito desconocido en el que contara qué fue de los Finzi-Contini tras evitar in extremis la deportación al campo de exterminio, desmintiendo así su Epílogo en la afamada novela?


viernes, 3 de junio de 2016

la vida de los otros

      Gracias al periodista y escritor norteamericano Gay Talese, hemos sabido que el dueño de un discreto motel en Denver (Colorado) espió la vida sexual de sus huéspedes durante treinta años, tomando buena nota de cuanto veían sus ojos a través del 'mirador' practicado en el conducto de ventilación de cada una de las habitaciones. Supongo que, además de tomar apuntes, el tal Gerald Foos gozaba como un perro, relamiéndose, ya fuera solo o en compañía de su esposa, la cual a veces se incorporaba a la investigación. Me los imagino observando y haciendo pronósticos de lo que pudiera suceder esa noche en la 14, en la 5, en la 19. Quizá en la 8 la joven secretaria y su jefe pudieran depararles algún momento estelar. Quién sabe, acaso Lolita y Humbert Humbert pasaron por allí alguna vez, dejando un recuerdo indeleble en el amigo Gerald. Treinta años y veintiuna habitaciones dan para mucho. Y así, nuestro estudioso de los comportamientos íntimos reunió "cientos y cientos de páginas manuscritas", asegura Talese. Las cifras resultan mareantes: treinta años contienen casi once mil noches. ¡Once mil!, una tras otra. Bastaría con los libros de registros, debidamente anotados, para constituir toda una casuística sexual en treinta volúmenes. Semejante estudio de campo, bien manejado, podría dar lugar a un Premio Pulitzer, o a una película porno 'de culto' que se convertiría en objeto de estudio en los departamentos de sexología más prestigiosos. Pero todo este vaivén nos conduce a las preguntas de siempre: ¿A qué obedece ese eterno afán por mirar a los otros sin ser visto? ¿Qué se obtiene con ello? Y es ahí donde se encuentran, se enfrentan, dos hemisferios: el de los que miran y el de los mirados. Hay algo perturbador en el acto en sí de mirar, y parece que el mundo contuviera la respiración cada vez que miramos en silencio, con alevosía, sin consentimiento. Porque ese codicioso mirar tiene voluntad o ánimo de apropiación, de apoderarse de lo ajeno. Lo que hacía el tipo del motel era acaparar momentos, escenas, aprovisionarse de realidades pertenecientes a la vida de los otros. La intimidad es sagrada, desde luego, y por tanto inviolable. Quizá por ello mismo, la tentación de mirar por el ojo de la cerradura puede llegar a ser irresistible. Sin embargo, es mucho más poderosa la mirada en sí que el objeto mirado, más rica, más perturbadora la imaginación que la torpe y cansina realidad. La prueba está en los millones de lectores de novelas y relatos, de cinéfilos reincidentes. Nuestro hombre en Denver, en lugar de ir al cine o ver una serie de TV, cada noche, con lo que sucedía en las habitaciones del motel Aurora, se montaba una película.



viernes, 27 de mayo de 2016

días bajo sospecha

     De cuando en cuando surge un día que no se corresponde con el mes en curso ni con el orden meteorológico. Son esos días no adscritos que desbaratan la secuencia temporal y salen por peteneras desde primera hora de la mañana, desorientando así a la naturaleza y a los maniquíes de los escaparates. Días ininteligibles, de origen incierto, ajenos a la actualidad en la que se inscriben. Sale uno a la calle y de inmediato percibe algo raro en el aire, en la luz. Pudiera tratarse de un jueves de hace seis meses, o años, que se hubiese traspapelado y ahora reapareciera a contratiempo; pero también pudiera darse el caso de un lunes exento, extraído de un puente que tardará años en llegar. En esos días caben sucesos del todo improcedentes, telediarios que interrumpen las conversaciones dejándonos mudos, pero también actos de insospechada justicia poética: un testigo clave que sale del coma contra todo pronóstico y decide tirar de la manta; pruebas desenterradas por la lluvia que reabren casos de crímenes que quedaron impunes; un amor que regresa después de tantos años de haberlo dado por desaparecido... Todo ello está en las expectativas de esos días desubicados o anacrónicos que no encuentran acomodo. Hay un libro de relatos muy hermoso de la angloamericana de origen bengalí Jhumpa Lahiri: Tierra desacostumbrada. Una cita de Nathaniel Hawthorne abre el libro y da lugar al título: "...echarán raíces en tierra desacostumbrada." Pues de igual modo que los personajes de Lahiri salen adelante en un país lejano, en una cultura que no es la suya, así también en esos días extraños, sospechosos, siguen abriendo los comercios, funcionan los cajeros, se sirven desayunos en los bares con rutinaria normalidad. Aparentemente, todo sigue igual: las panaderías abren a la misma hora; los trenes del metro mantienen su frecuencia; el recreo de los colegios respeta su horario habitual; el menú del día no ha variado de precio. Todo igual en apariencia, sí, pero percibimos que algo no termina de encajar en la trama del relato: es como si el día estuviera siendo suplantado por otro. El cielo nublado de hoy facilita el cambiazo: alguien se ha sacado de la manga el naipe con el que hacerle trampas al calendario. Días así son idóneos para intentar que en ellos se desarrolle una ficción, pero no cualquier ficción sino una que no parezca tal, y ante la que todos den por hecho que se trata de un suceso real como la vida misma, de una página arrancada al periódico. Aunque ello me suscita una cierta inquietud, no vaya a ser que la memoria del tiempo, por así decirlo, se quede con la ficción y, pasados unos meses, o unos años -en uno de esos días-, el relato se cumpla fatalmente en la realidad, y, al cabo de una semana, la policía esté llamando a mi puerta para hacerme unas preguntas... rutinarias.


viernes, 20 de mayo de 2016

un ramo de flores

     Ese era el post que yo quería escribir hoy, el de este ramo de flores diversas que desde hace días inunda el salón de una fragancia casi estupefaciente que se extiende por el pasillo y las habitaciones como la luz del mediodía o como la música que se propaga y ocupa el aire por entero. Un ramo abundante y expansivo, casi enorme, que parece representar la proclamación de la primavera, la exuberancia, el esplendor. En fin, que este post lo reunía todo para ser el más poético de cuantos he escrito. Pero corren malos tiempos para la lírica -casi nunca han sido buenos- y la actualidad irrumpe como cosechadora en floristería. Ello me obliga a posponer el regodeo en las fragancias, la mirada extasiada, el canto a la belleza efímera y a los placeres sensoriales que tenía previsto explayar aquí para celebrar la loca primavera de lluvias y destellos, de insurgencias. Dicho lo cual, tampoco negaré que en lo que voy a contar ahora hay algo de vanidoso sentido de la anticipación. Veamos. Como mirón que soy, observo y tomo nota de cuanto sucede a mi alrededor; analizo las tendencias y las estrategias coincidentes de los medios; pongo en relación causas y efectos; evalúo los resultados; trato de extraer conclusiones. ¿Y bien? Muy sencillo: pronostico que en breve será recurrente en los mítines más animosos, y también en el silencio de muchos, el popular desahogo 'ladran, luego cabalgamos', al que algunos añadirán la coletilla 'amigo Sancho', y casi todos atribuirán a Cervantes. Y ahí estará el error: en ningún lugar del Quijote aparece, tal cual, ese 'ladran, luego cabalgamos'. Pero curioseando por ahí, entre cabalgadas y ladradurías, el azar ha querido que me diera de bruces con estos versos de Goethe: "Cabalgamos por el mundo /en busca de fortuna y de placeres /mas siempre atrás nos ladran,/ladran con fuerza.../Quisieran los perros del potrero /por siempre acompañarnos/ pero sus estridentes ladridos/ solo son señal de que cabalgamos." Curioso, ¿no? De modo que -como le ocurría a aquel personaje que hablaba en prosa sin saberlo- en las barras de los bares de España va a haber no poca clientela citando sin saberlo nada menos que a Goethe, en versión libre, eso sí. La creatividad tiene estas cosas: aquí somos capaces de refutar a Wittgenstein entre caña y caña sin el menor esfuerzo. Sin embargo, un ramo de flores como el que tengo delante es de los reservados a las grandes divas en las noches de gloria. Se lo regalaron sus alumnos a mi mujer -que es una estrella en lo suyo, dicho sea de paso- tras la fiesta de graduación, aunque soy yo quien más lo disfruta y aspira. Me siento, sí, como el marido o el amante de Ainhoa Arteta, Cate Blanchett, Anne Sophie Mutter... ¿Qué pensaría Goethe de todo esto?

viernes, 13 de mayo de 2016

lo que no está escrito

     No sé si es pereza o sentido de la economía y el ahorro, pero cada vez que me surge una idea para desarrollar en una posible narración, se me vienen a la memoria las palabras de Borges: "Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos." Y concluye: "Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario." Si damos por buena esta sabia lección, no tiene mucho sentido escribir algo que vaya más allá de las veinte o treinta líneas, cincuenta ya me parecen una demasía. Quizá tenga relación con ello el hecho de que de un tiempo a esta parte rara vez leo obras que exijan más de una o dos tardes de lectura. Volviendo a la cita de Borges, tengo por ahí algunos posibles relatos comprimidos en unas pocas líneas. Uno de ellos desvelaría la existencia de una exclusiva agencia de modelos especializada en dobles de celebrities, una suerte de club donde se hacen realidad las fantasías de sus acaudalados socios. En él, las grandes estrellas de Hollywood, top models, etc, tienen su doble, al menos uno, para encuentros íntimos o fiestas privadas, siempre bajo la máxima discreción y con estrictas cláusulas de confidencialidad. La cosa se complica cuando son las propias estrellas quienes, sabedoras de la existencia del club, quieren entrar en el juego y hacerse pasar por sus dobles, a fin de disfrutar del  incomparable placer de la suplantación (suplantar al suplantador en este caso). Aunque a menudo son las celebrities quienes acaban imitando a sus dobles, a fin de parecerse más a sí mismas. Sin embargo -paradojas del destino- en no pocas ocasiones la auténtica estrella es considerada por su cliente como una dudosa imitación. Lo cual viene a confirmar algo ya sabido: que hay imitaciones que superan al original. De hecho, hoy resulta de lo más cool lucir una genuina falsificación de Prada o de Cartier. Un hábil realizador publicitario puede hacer un falso anuncio de Scorsese o Tarantino y el resultado sería incluso mejor o más reconocible que si lo hubieran rodado los propios cineastas. Pues bien, en ese relato que no he escrito, las copias de Charlize, de Keira, de Irina,de Clive Owen, de Vincent Cassel, etc, superan a los originales. Asimismo puede concluirse que unas pocas líneas, a manera de resumen, siempre serán más eficaces y sugerentes que las cincuenta o más páginas que, con buen sentido, renuncio a escribir.

viernes, 6 de mayo de 2016

lo hago por vicio

     Cuando yo era creativo de publicidad sentía una secreta excitación ante desafíos en los que había que intentar la cuadratura del círculo y sorprender a todos sacando un conejo de la chistera, aunque, como es sabido, la auténtica sorpresa está en sacar una chistera del conejo. Pues bien, mira por dónde, ahora me veo en la situación de tener que inventarme un post en el que justificar algo difícilmente justificable. A saber: la pérdida de la virginidad, o sea de la blancura, del espacio incontaminado y libre de toda sospecha comercial que hasta hace nada ha lucido este blog desde el día de su aparición, en enero de 2013. Y sin embargo, ahora, 160 entradas después, ya lo estáis viendo: he pasado de hacerlo por placer a hacerlo también por dinero. Aunque, dadas las tarifas publicitarias, difícilmente pasaré de 0'001 € por cada nueva visita. Pero eso es lo de menos, lo que cuenta es que me he vendido al Capital, a los anunciantes. ¿Por qué lo has hecho, corazón mercenario? La respuesta es muy sencilla. Lo hago por saber qué se siente al ejercer el oficio más antiguo del mundo. Lo hago por tirarme al barro, y que mi alma bloguera pueda decir, como sor Juana Inés de la Cruz, aquello de Yo, la peor de todas. En otras palabras: lo hago por vicio. Así pues, entregado sin recato a la mercadotecnia, hablemos de pasta, de 'monetarización', a ver si nos entendemos, y de paso nos forramos. ¿De cuántos clics dispones tú, lector, lectriz? Multiplícalos por diez o veinte amistades a las que sugerir un mero cliqueo en el anuncio que a nada compromete. Luego sumamos y restamos, dividimos entre los que somos, calculamos gastos e ingresos, echamos cuentas, y con lo que quede, si es que algo queda, la próxima vez que nos veamos nos tomamos un vermú y unas aceitunas. La operación es de alto riesgo, lo sé, pero ¿quién dijo miedo? Vivimos tiempos de emprendedores capaces de ingenierías financieras que cortan la respiración. La aventura, el riesgo, las emociones fuertes estimulan y rejuvenecen casi tanto como las fantasías más inconfesables y los amores clandestinos.Treinta segundos a 220 kms por hora es un puro vértigo sostenido que descarga tanta adrenalina en el cerebro como cuando suena la primera llamada de teléfono y una voz susurrante reclama tus servicios. O como cuando aparece el primer anuncio en tu blog y alguien hace clic en él. No sé, quizá debería anunciarme -anunciar a este mirón- en las páginas de Relax. Pero esa es otra historia. Hoy solo quiero dar la bienvenida a los anunciantes. Y a quienes hagáis un guiño en el anuncio, que Dios os lo pague, en sueños, con una buena novia o con un amante bandido.

viernes, 29 de abril de 2016

más topónimos, por favor

     A petición de algunos lectores, voy a intentar una segunda entrega de topónimos que a ser posible no desmerezca a la primera. Los nombres hay que merecerlos y estar a su altura; si uno se llama, pongamos, Gustavo Adolfo o Eleanora debe atenerse a las expectativas y a las consecuencias. Asimismo, si alguien decide hacer un viaje a la felicidad, yo le tengo que proponer Valparaíso, donde las avenidas que llevan al mar ostentan las más altas palmeras, y las mansiones lucen fachadas de color palo rosa, vainilla, limón o lapislázuli, cada una rodeada de su propio jardín romántico, con pavos reales, estatuas, cenador y columpio. Mas si en el viaje de ida, contemplando el atardecer desde la cubierta, el viajero pierde la cabeza por una mulata candonga de ojos verdes, carne de membrillo y andares ondulantes, en ese caso el destino de su pasión ha de ser Antofagasta, donde los ventiladores de las alcobas de los hoteles alivian el calor de los cuerpos en la penumbra de la siesta ardorosa. Aunque, si por algún motivo de celos o de honor, hay que salir de allí a toda prisa, lo más aconsejable es continuar esa siesta a la sombra de los flamboyanes en algún dulce bohío de Guanabacoa o de Camagüey, con la mecedora en perezoso bamboleo. Y si el viajero desea poner tierra por medio y olvidar unos amores contrariados o extenuantes, entonces debería abrir su mente y orientar sus pasos hacia la ruta de la seda -más allá de la deslumbrante Persépolis-, en dirección a Samarkanda, aunque sin llegar nunca a ella, pues Samarkanda es un estado del espíritu, una categoría tan evanescente como la legendaria Xanadú, donde se alzaba, dicen, el palacio de verano del Gran Kan. O como la no menos fabulosa Shangri-La, que en sus resonancias tibetanas combina la espiritualidad del gong y el hilo de humo azul del opio que conduce al nirvana. Y de ahí a las ciudades invisibles de las que habló Italo Calvino -Cloe, Tamara, Euphemia...- no hay más que una tarde de lectura. Claro que, sin necesidad de irse tan lejos, el viajero siempre podrá volver a hacer la travesía clásica del mito al logos: atracar en Cefalonia a pleno sol, navegar por el Dodecaneso, escuchar a María Callas en Halicarnaso. No existe en todo el planisferio una toponimia más dionisíaca que la que se extiende por el mar de Jonia y el Egeo, de Samotracia a Heraklión. de Naxos a Mikonos, del estrecho de Corinto al de los Dardanelos. Y nunca olvides que "Si vas a emprender el viaje a Ítaca (...) Pide que tu camino sea largo./Que numerosas sean las mañanas/de verano en que arribes a bahías/ nunca vistas, con ánimo gozoso./Detente en los emporios de Fenicia,/y adquiere las hermosas mercancías:/madreperla y coral, ámbar y ébano,/perfumes deliciosos y diversos..." Cavafis te espera, marinero, en algún tugurio infame de las malas calles que bajan al puerto, en Alejandría, por las que es fácil y agradable perderse al anochecer.


viernes, 22 de abril de 2016

el santo al cielo

     A veces ocurre que en medio de la lectura de un párrafo se abre un paréntesis con nada dentro, un espacio en blanco en el que se desvanecen las palabras recién leídas. Es algo semejante a una desconexión, a un sumidero por el que se nos va la luz y la lectura queda interrumpida, en suspenso. Aunque yo recuerdo que durante los apagones siempre pasaban cosas. Cuando se iba la luz, la repentina oscuridad nos traía un poco de miedo (del bueno, del que gusta), además de incertidumbre, expectación, suspense. A veces, en esa oscuridad recién llegada tenían lugar algunos juegos, risas nerviosas, sustos, creo recordar que también algún toqueteo adolescente. Pero todo aquello sucedía en ese intervalo, desde el momento en que se producía el apagón hasta que alguien encendía la primera vela o volvía la luz a las bombillas. Y ahí acababa todo: todo lo que había brillado en lo oscuro. Las cosas volvían a su ser y la normalidad se reanudaba. Bueno, pues algo parecido sucede cuando, tras esas desconexiones mentales, de pronto se hace la luz de las palabras y la lectura reanuda su curso. No tenemos la menor idea acerca de dónde hemos estado, ni cómo ni por cuánto tiempo: igual han podido transcurrir cinco segundos que cincuenta, o cien, incluso más. ¿Qué ocurre en ese limbo, ese estado aéreo en el que entra nuestra mente cuando se nos va la luz? Yo sospecho que ahí suceden maravillas no declaradas, fugaces brillos de metales insólitos, microsueños que escapan a los detectores de actividad, algo así como los ultrasonidos que el oído no percibe. Quizá ese espacio exento y libre de escrutinio sea territorio de ángeles, soleada azotea para las patinadoras del aire… Algo así. Qué bien se ha de estar ahí toda una tarde, una temporada sin tener que rendir cuentas ni dar frutos ni recogerlos. Esas interrupciones que a veces se abren en medio de un párrafo son como el anticipo de algo desconocido, aunque prometedor, que acaso esté por llegar: viajes insospechados que unos sensores sean capaces de descifrar y hacernos ver, sentir, vivir... como se viven las ensoñaciones, las películas de amor o de vampiros, los cuentos de hadas, de brujas, de princesas frías que sueñan con leopardos. Llegados a ese punto entenderemos al fin el significado de la expresión ‘se me ha ido el santo al cielo.’ Solo entonces sabremos si realmente en el cielo está el paraíso. Aunque si es un paraíso de ficción, también vale.

viernes, 15 de abril de 2016

topónimos

     Ella me pide topónimos, y yo, marido complaciente, no soy capaz de negárselos. Podría pedirme cosas más sencillas, pero no. Las profesoras de Lengua y las musas primordiales tienen estas cosas arbitrarias, que igual pueden pedirte perfectos endecasílabos como paseos al atardecer a la orilla del mar. Dicho de otro modo: por la noche te proponen lujosas hipérboles e hiperestesias y al día siguiente, al desayuno, prosas profanas. Así pues, retomemos ese paseo a la orilla del mar... de Mármara, por ejemplo, un "mar que encierra tres veces el mar", como dice la canción. Y navegando por ahí llegamos a Estambul, la palabra mágica que desprende ensueños y evoca serrallos y sultanes. No existe en la toponimia ciudad más fragante que Estambul, pero de una fragancia nocturna y algo narcótica. Muy cerca en ese imaginario está Sebastopol, la capital más enérgica del mapamundi. Su carácter militar salta al oído; en ella se cruzan sables y galopan caballerías que unas veces son cosacas y otras del Imperio Austrohúngaro. Directamente emparentado con Sebastopol está Pernambuco, donde, por una extraña transposición cultural, se habla el ruso en lugar del luso, y por sus avenidas circulan carruajes a la manera del San Petersburgo zarista, aunque los cocheros son mulatos nativos que lucen libreas color azafrán. En la misma área de fabulación se encuentra Bucaramanga, ciudad festiva y parrandera como ninguna, donde se practica un parloteo chisporroteante de palabras hechas pedazos y vueltas a reconstruir, pero ya con las sílabas cambiadas de orden, como si las letras hubieran sido volteadas en el bombo de la lotería y salieran patas arriba, creando así un caleidoscopio de sonidos rompecabezas: el bucaramango. Algo muy semejante sucede en Kipingamarangi -paraíso de los loros y las pastelerías- que, aunque parezca un nombre traído de la región de Bóbilis-Bóbilis, en realidad es una de las miles de islas que salpican el Pacífico Sur; allí los nativos se inventan las palabras al tuntún, como si introdujeran todos los fonemas en una especie de maracas del habla y, tras una buena agitación, saliera un idioma inusitado y jitanjáforo. Y tras la juerga polinésica de los palíndromos y los daikiris, regresamos a la sensatez, volvemos a casa, a esos topónimos que nos son tan familiares. Pero por muy alto y muy limpio que apunten las agujas de Madrigal de las Altas Torres, yo prefiero ver caer la tarde en la llanura que se extiende a ojos vista desde Villalba de los Alcores. Qué bien se está mirando desde ahí, desde ese nombre con sus cinco eles, qué buen silencio... apenas pespunteado por el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas. En fin, que se nos ha echado la noche encima. Otro día, querida, te traeré Islamabad, toda de ámbar y sedas de oriente; los tambores lejanos de Tombuctú a la luz de la luna; la apetitosa Antananaribo, con su intenso olor a plátanos maduros... Y para recuperarnos de tan exóticos excesos: Marienbad.




viernes, 8 de abril de 2016

acertar por error

      Nada es comparable al placer que nos produce acertar por error, esa gozosa travesura del destino. Te distraes leyendo en el autobús, o escribiendo un whatsapp, y ello te obliga a bajarte una parada más allá, pero a cambio, al poner el pie en tierra, ¡bingo!, por poco no pisas un billete de 10 viajes sin estrenar. O te encuentras con una antigua compañera de trabajo a la que no habías vuelto a ver desde hace ¿ocho años? En un minuto de atropellada conversación tratáis de poneros al día de vuestras vidas; al final os dais un abrazo y los números del móvil. '¡Nos llamamos, eh!' Gracias a ese encuentro tan fortuito como improbable te acabas de enterar de que 'estás igual que siempre.' Pero toda esa alegría no existiría de no haber sido por unos segundos de distracción. Y así, lo que fue un error, un descuido, se convierte en un premio, o propicia una oportunidad. Hay que salir en busca de las cosas, es cierto, pero también estar en disposición de dejarse encontrar por ellas. El escritor y guionista Ennio Flaiano escribió que "los mejores momentos los hemos tenido por equivocación. No estaban dirigidos a nosotros." Por eso es bueno dejarnos ver, estar visibles ('vivibles' he tecleado por error) y a merced de las casualidades que puedan salirnos al paso. No se trata de mostrarse uno como la bella Friné ante los jueces* (que tampoco estamos para tales esplendores), pero sí adoptar la actitud de quien se ofrece con gusto a la fortuna, o se hace el encontradizo. Serendipia es, más o menos, encontrar lo que no buscas, pero no coincide del todo con ese 'dejarse uno encontrar'. Cuando buscamos afanosamente algo (sin saber bien qué), diríase que esa obcecada búsqueda llevara a lo buscado a ocultarse, a protegerse. En esos casos, solo cabe mirar para otro lado, hacerse el distraído, y conseguir así que lo buscado se confíe, se deje ver. O incluso nos salga al encuentro. Es entonces cuando no queda más remedio que acertar. Aunque también ocurre en ocasiones que por un exceso de celo, o por afán de hacer bien las cosas, desencadenamos una calamidad tras otra. ¿Cuántas veces una interpretación errónea aunque bienintencionada, o sea, un malentendido, pone en marcha una sucesión de despropósitos que no responden a hechos ciertos, ni siquiera a intenciones probables? Claro que no faltará quien diga que la Historia, la Humanidad, son el fruto de un malentendido que no cesa. Esto explicaría algunas cosas que suceden a diario a nuestro alrededor, que están sucediendo. Kafka sabía algo de este oscuro asunto. Pero, aunque resulte retorcido, y sin embargo ingenuo, quiero confiar en que alguna vez un benéfico malentendido nos sacará (por error) del laberinto.

(*) LA OSCURIDAD ES OTRO SOL (Arte y literatura): El juicio de Friné




viernes, 1 de abril de 2016

¡alegría, alegría!

     Hay días que parecen diseñados para acogerse a la tristeza desde primera hora. Tan es así que no hace falta estar triste para ingresar casi que gustosamente en ella. Echas un vistazo desde la ventana y percibes la luz gris mate, la humedad del aire; los escasos individuos que caminan por las aceras llevan la mirada baja, las solapas levantadas, los andares... como dando la espalda al porvenir. No se requiere un gran esfuerzo para traer a la memoria un solo de trompeta de Miles Davis o algo de Chet Baker. Pero esa es la tristeza cinematográfica, blue, la tristeza como un territorio de acogida donde refugiarse. No se está mal en ella, especialmente algunas tardes sin objeto en que predomina la desgana. Y además hay que admitir que goza de gran prestigio literario y posee abundante bibliografía. Hasta tal punto es así que puede uno pasarse, creo yo, largos y crudos inviernos sin sentir la necesidad acuciante de salir de ella. ¿Salir al exterior en busca de alegría? No, por favor, nada de esa hortera y estridente alegría -murmura desdeñoso el refugiado-, mejor que dure la temporada otoño-invierno con su pálida esbeltez. Vale, de acuerdo. Pero eso no es tristeza propiamente, es más bien melancolía, ese estado que alguien definió como "el placer de estar triste." Hace unas semanas leí una entrevista con el cantante y compositor italiano Paolo Conte en la que afirmaba que "la melancolía es nuestro antídoto contra la tristeza." No está mal vista esa idea de la melancolía como cortafuegos que nos deja a salvo de males mayores. Es curioso, al leer esa frase me acordé de El cielo protector de Paul Bowles. Simplificando mucho, mucho, la melancolía de Conte pudiera ser algo semejante al firmamento que nos protege; la tristeza equivaldría aquí a la nada que hay detrás de ese cielo protector. En fin, dejémoslo; para qué meterse uno en jardines celestes. Lo cierto es que la tristeza severa lleva al abatimiento, al desconsuelo, al dolor insufrible. Sin llegar a esos extremos, la tristeza serena tiene algo como de fiebre fría, de ceniza en los labios. Las personas que la padecen, que conviven con ella, poseen una especie de sonrisa reconocible, como un rictus ahumado de abandono y resignación. Yo la he visto de cerca, sí. Quizá por eso, cuando percibo que ella no anda lejos, que se desliza por aquí como la sombra de Nosferatu, me armo de valores y organizo la resistencia. ¡No pasarás!, le advierto, mientras hago acopio de canciones infalibles, canciones prozac con las que levantar las barricadas. The Rolling Stones, la Creedence, Janis Joplin, Tina Turner, Queen, Led Zeppelin y toda la artillería de los 60, 70, 80... hasta llegar a Tino Casal con su insuperable Eloise y a los Sex Pistols, con Sid Vicious perpetrando genialmente My Way. Y así, mientras vemos el modo de pararle los pies a la tristeza, nos hacemos fuertes en la melancolía.