viernes, 30 de mayo de 2014

defensa de la alegría

     La alegría llega unas veces por sorpresa y otras se hace desear. Cuando aparece sin que nadie la llame, es un regalo de los dioses; cuando se retrasa o no se presenta, es porque no estamos preparados para recibirla. Aunque no todo consiste en cerrar los ojos y esperar que salga el sol y se deje sentir en los párpados. Las más de las veces, la alegría hay que convocarla, tentarla, ponerse uno a su alcance. Y aquí cada cual tiene sus armas y conjuros. Yo, si la cosa se pone seria, difícil, sé que siempre podré recurrir a Cary Grant, Catherine Hepburn y James Stewart en Historias de Filadelfia. Nunca me han fallado. Y si bien se mira, quizá la madurez consista en eso, en conocer cuáles son nuestros recursos para atraer la alegría cuando más falta nos hace. Aunque también es un hecho cierto que con el paso del tiempo la cosa se complica, y lo que siempre nos había llenado de júbilo, de contento, pues resulta que unos años después nos melancoliza sin remedio. 'Pero, ¿por qué?', nos preguntamos ante el efecto contrario que ahora nos produce esa canción o película, ese episodio de Frassier o tal o cual gag de los Monty Pithon o de Les Luthiers. ¿Por qué lo que nos daba alegría entonces nos deja ahora fríos? Qué cabrona es la vida: cuando creemos que hemos dado al fin con las respuestas, resulta que nos cambia las preguntas. Vale, bien. Dejémoslo. Pero si de alegría hablamos, no hay modo de esquivarla al ver venir ciertos andares musicales de mujer sin prisa en primavera. También hay miradas de recibimiento y sonrisas de acogida que le alegran a uno la existencia la tarde de un jueves, y la noche que vendrá a continuación, y el día después y la semana siguiente. Hubo viernes a finales de los años 80 en que conducir rozando los 200 kms/h camino del amor (ya lo he contado reiteradamente, me repito, lo sé), era una alegría inusitada de imprudencia juvenil; pero también pienso que si el loco amor no me mató entonces... va a ser difícil que me retire de la circulación cualquier otra categoría de menor intensidad. Pisar el acelerador era un puro gozo aquellas tardes soleadas. La calma ahora me lleva al mismo sitio, los mismos ojos, labios, lumbres..., pero qué alegría más loca la de conducir de aquella manera, trazar en diagonal la curva, enfilar la recta larga que cruza el páramo de Torozos, mientras a todo volumen sonaba Sting, o algo de Bach, de Mahler, de los viejos Stones... No volveré a repetir la experiencia, por si acaso, no vaya a ser que aquello tan alegre ahora me produzca tristeza. O algo peor. Que ya no va teniendo uno edad para cometer ciertas locuras. Aunque sí, todavía, algunas otras. De "la alegría de vivir en los pronombres" he pasado a la alegría de decir tu nombre, en voz baja, para no despertarte, durante las horas de insomnio, esas horas de nadie, tan largas, en las que da tiempo a reinventar el mundo.


viernes, 23 de mayo de 2014

elogio de la tristeza

     Ese encantador de sirenas que es Gustavo Martín Garzo defendió la tristeza el pasado lunes en la presentación de su libro La puerta de los pájaros en la librería Alberti de Madrid. Allí se habló de encantamientos y prodigios, de ensoñaciones, de hadas vivientes y vampiros enamorados, se habló de los silencios que convoca el unicornio en el corazón del bosque o en la urdimbre de los tapices. Se habló pues de la otra realidad, no menos cierta. En fin, que pasamos una hora de oro entre libros y criaturas fabulosas. En algún momento de su intervención, Gustavo dijo algo semejante a esto: ¿por qué renunciar a la tristeza, cuando en ella y gracias a ella vivimos paisajes y experiencias que no encontraríamos en ningún otro lugar? ¿Por qué esa alegría obligatoria -muchas veces bobalicona y vacua- que confunde la felicidad con la risa tonta? Y es cierto. Sin la tristeza no habría manera de acceder a una parte sensible, sustancial, de nosotros mismos. Empezando por la propia alegría. ¿Alguien se imagina un agosto perpetuo, invariable, sin posibilidad ninguna de alcanzar el otoño, las nieves de enero, la salida que conduce de marzo a abril? Sin tristeza no podríamos ver ni presentir siquiera la zona de sombra, el idioma de los sueños, la fiebre de las cosas, el rumor de fondo, la lucidez que nos deja el dolor en calma... No sabríamos de la belleza que nos hiere ni del envés de la trama de ese tapiz donde pasta el unicornio. En aquel momento, mientras el novelista reivindicaba el derecho a existir de la tristeza, me acordé de aquella portada tan poética y sombría del cultural Babelia -obra de El Roto, ¿de quién si no?- que nos recibía, a comienzos de octubre, con estas palabras: "Bienvenido a la tristeza". Tristeza es algo semejante a una gran metrópolis a salvo de festividades y desfiles, una nacionalidad sin nación, un territorio exento de celebraciones ruidosas, discursos patrióticos, fuegos de artificio. Tristeza sería lugar de acogida, país de asilo, refugio. Y también, una benévola enfermedad protectora que nos evita quedar a la intemperie, expuestos a males mayores. Me tranquiliza saber que existe ese lugar llamado Tristeza. Que sigue existiendo. Entrar en él es emprender un viaje, aventurarse en algo intransferible. No sé adónde le llevó la imaginación a Antonio Vega, pero estoy casi seguro de que en Tristeza habría sido recibido de la mejor manera posible: sin todos los honores. Porque en ella siempre somos bien acogidos. ¿Y qué decir de sus despedidas? De Tristeza salimos con gratitud y afecto, aliviados, recompensados, como quien regresa del país de las lluvias perpetuas, o como nos sucede después de una de esas películas de amores imposibles, cuando, a la salida del cine, parece que la calle y el invierno nos reciben como a héroes de la resistencia.



viernes, 16 de mayo de 2014

cuánto hemos bailado

       Este es un post que yo me tenía reservado por si algún viernes me fuera esquivo o falto de inspiración. Siempre conviene tener algún as en la manga, algún teléfono de emergencia, una pistola en la guantera. Quien no tenga una docena o dos de canciones muy bailadas, que tire la primera piedra. O que acuda al psiquiatra. En este terreno -el de las canciones y los bailes- yo voy bien servido. Mis amigos y amigas de toda la vida, también. Ya desde la adolescencia fuimos muy bailones: durante años, en guateques íntimos y en verbenas de verano; después, en discotecas diversas: La Oca, Menta, Zaping, Cocó, Caifás, El Desván, Charlot, El Bule... Todas han desaparecido, cómo no. Claro que también 'los muchachos de entonces' fuimos desapareciendo. Aunque nos quedan las canciones. ¿Qué tal si, para empezar, ponemos las luces rojas del guateque y suena, por ejemplo, Poco antes de que den las diez? No sé si poco antes o después sonaba (sonó) Puente sobre aguas turbulentas, Honey, Ruby TuesdayLola, Something, El gato triste y azul, Pequeñas cosas... y por supuesto no podía faltar Je t'aime, moi non plus. The letter (The Box Tops) o Gimme little sign (Brenton Wood), junto con Otis Redding ponían un punto sesentero y soul a los primeros setenta en mi pandilla (la mejor que había, con diferencia; no hubo otra igual). Asimismo, las imprescindibles Con su blanca palidez y Noches de blanco satén formaban parte del paisaje de verano en aquellos guateques al atardecer. Poco después vendrían los tórridos temazos Samba p'a ti, Europa, Killing me softly... que hacían furor en todas las discotecas; también algo de Barry White, y la perturbadora Bella sin alma, de Riccardo Cocciante, seguida de Sabato pomeriggio ("gorrionsito qué melancolía") de Claudio Baglioni. Confieso, no sin rubor, que aquella Balada para Adelina, del almibarado Richard Clayderman, tuvo su momento en la hora caliente de la pista en penumbra. Quizá los muchos bailes 'agarrados' dieron lugar a que creciera en mí la idea de que el abrazo es la posición más natural y deseable entre dos cuerpos. Tiendo al abrazo, sí. De cuerpo entero. Después vendrían La chica de ayer, Groenlandia, Enamorado de la moda juvenil, EloiseThe sultans of the swing, Englishman in New York... y unas quinientas más, aproximadamente, que sumadas a las quinientas anteriores constituyen eso que algunos publicistas facilones llaman 'la banda sonora de nuestra vida'. Dicen eso por decir algo, pero no saben bien de qué están hablando. Ellos no lo han vivido, ni bailado, ni soñaron siquiera algunos bailes que yo viví a mis diecisiete, o sea, At seventeen, de Janis Ian. También estaba Vincent por entonces ("Starry, starry night..."), de Don McLean. Alguien se acordará, seguro. Fue el año de COU.

Don McLean - Vincent (Starry Starry Night) - YouTube

viernes, 9 de mayo de 2014

la ataraxia

     Hay días, semanas enteras, en que la sola idea de pasar a la acción produce tal fatiga que desaconseja toda actividad, ya sea esta emprender un viaje o planchar una camisa. Son esos días en que levantarse de la cama exige un esfuerzo sobrehumano -'homérico', diría mi buen Máximo Higuera- y el cuerpo nos pesa una barbaridad. Sin embargo, más que el peso en sí mismo, es la pesadumbre lo que hace poco menos que inviable cualquier tentativa de convertir la idea en acto, el vago deseo en realidad cumplida. Para esos días de abulia y desgana, el mejor consejo es 'ni lo intentes'. De acuerdo que el célebre "preferiría no hacerlo" de nuestro héroe Bartleby el escribiente es más educado, sí, más flexible y relativo -"preferiría"-, pero esa fórmula también deja entreabierta una puerta a la posibilidad de "hacerlo", si no queda más remedio. Y no es eso lo que se prefiere en estos casos; es más, el verbo hacer está no solo en desuso sino proscrito expresamente en los periodos en que el silencio y la quietud son casi el único paisaje que admite el viajero. Así pues, nada como callar y ver nevar. Callar, no intervenir, no realizar acto alguno. 'Abstenerse' es la idea más limpia. 'Rehusar' es el verbo donde se evitan los mayores excesos y errores. No hacer (a su debido tiempo) es no cometer. No cometer es no perpetrar, y ello es la condición obligada para poder dormir varias horas seguidas sin tener que duplicar la dosis de somníferos. La fatiga de los metales -una expresión poética como pocas- reduce la resistencia de un material hasta llegar a la ruptura. Y como bien sabemos, la repetición continuada de un esfuerzo, aunque sea leve, conduce al estado de fatiga. La experiencia demuestra que este principio es válido tanto para el alma como para el acero, para la carne mortal y para el mármol de Carrara. Así pues, la Física y el buen sentido nos recomiendan no insistir en el esfuerzo reiterado que conduce a la fatiga, con sus consecuencias a veces irreparables. De ahí que en esos días de especial fragilidad lo más prudente es la quietud, la inacción, el silencio... Se trata de algo muy antiguo y anhelado por los sabios: la búsqueda de la ataraxia. Quien consigue instalarse en ella, como una balsa en un lago apacible, no sufre la corrosión de los metales, ni padece de rencores ni pasiones disolventes ni acidez de estómago. Quien alcanza la ataraxia -ese hombre imperturbable, señor de la serenidad- ha recobrado la Arcadia, el Paraíso perdido.

viernes, 2 de mayo de 2014

ante el espejo

     Cada vez que me miro al espejo veo a alguien distinto. Así podría empezar este post. O quizá un relato más o menos fantástico. Pero es un hecho cierto que de un día para otro no somos los mismos. Y eso se nota en el espejo. En los espejos. Porque no es igual mirarse uno y verse en su cuarto de baño que en los altos espejos de Zara o de Adolfo Domínguez. Las lunas de los escaparates nos devuelven a otro distinto del que fuimos antes de darnos el visto bueno y salir de casa. Tengo comprobado que cada individuo es una multitud. Yo al menos, lo soy. Aunque todos (o casi todos) los que hay en uno se parecen entre sí. Pero no he de negar que en ocasiones surge un desconocido que nos mira desde algún espejo impávido con una mezcla de burla y reproche. En esos casos, parece como si fuera él quien nos sometiera a examen, quien desaprobara nuestra apariencia o actitud. Es un extraño, sin duda, un visitante a deshora que incomoda, que desasosiega incluso. Se mira uno al espejo un jueves por la tarde y aparece por sorpresa el que fue, el que fuimos hace seis, ocho años -otra tarde-, después de una comida generosa, postre dulce, café solo y varias copas de alegría. 'Te conozco, bandido', le dices al que ahora tienes frente a ti, en el espejo. Y sonríes como un gilipollas, dándotelas de seductor. Hay veces, sí, que no sabe uno quién mira a quién, ni de qué lado (o bando) del espejo está. ¿Duelo de mirones? Ni eso: al final siempre gana el otro, el que tiene su propia vida al margen de los hechos. Lo confieso: detesto y envidio a ese alter ego libre de toda responsabilidad civil. Algo falla en la continuidad de las horas y en la relación causa-efecto. Y digo esto porque ya he perdido la cuenta de las veces que me acicalo despacio, elijo con esmero camisa limpia, pantalón, calcetines y zapatos bien combinados; entretanto, escucho la música seleccionada para la ocasión; si es viernes a las 13.30 horas, me sirvo medio martini. Ante el espejo todo parece indicar que el mundo está bien hecho y hoy va a ser el día perfecto para obtener un diez en prestigio y placeres. Voy de camino a ello. Mi reflejo en las ventanas del metro me dice que sí, que hoy tengo... aura, eso que nadie sabe bien qué es y que solo tienen Linda Evangelista y unos pocos privilegiados. A la salida del metro, los grandes ventanales de la Telefónica y los escaparates de la Gran Vía confirman uno tras otro que el aura te acompaña. ¡Oh, cielos de Madrid, azules mares navegables! Sin embargo, cinco, seis horas después, ya nada es lo que era, lo que prometía. Estás cansado. Has bebido algo más de la cuenta. Mientras te cambias de ropa, observas en el espejo del armario que has perdido brillo, frescura, que ya no tienes gracia, ni mucho menos aura. Y recuerdas sin remedio aquello de "zángano de colmena", y sobre todo "cacaseno". Pero, tranquilo -tranquilos-, mañana sábado toca limpiar con cristasol los espejos de la casa. Y es entonces cuando el mundo se ilumina al mediodía y vuelve el aura a encender tus manos, tus pasos, tu mirada... En un momento así, el gran Vinicius de Moraes, sentado en aquella terraza frente a las olas, vio venir a una muchacha, y sintió, o eso dijo, "toda la terra rodar". Que así sea.