viernes, 30 de enero de 2015

impostoreando

     También yo me he sentido un impostor. Durante mucho tiempo viví con el temor de ser descubierto en mi impostura, de que cualquier día me iban a pillar y todo saltaría por los aires. Veamos. Aquel verano del ¿83? empecé a trabajar, no muy en serio y solo por dos meses, en el departamento creativo de una agencia de publicidad que dirigía un amigo mío. Yo no tenía entonces la menor idea ni fundamento alguno de publicidad o marketing, aunque en principio solo se trataba de redactar pequeños textos y poco más. Pero llegó septiembre y me dijeron 'quédate con nosotros; te hacemos contrato: cien mil al mes'. Y ahí empezó todo. Cada lunes, al salir de casa me decía: 'no llego al viernes; esta vez me pillan.' Entraba en la agencia cada mañana como quien se ha colado sin pagar en el metro. Sin embargo, pasaban las semanas, los meses, llegó la primavera y, al parecer, solo yo me daba cuenta de la impostura. No había transcurrido un año y se me confirma en el puesto, incluso con subida de sueldo. Pero todo eso no hacía sino empeorar las cosas: más dura iba a ser la caída cuando se descubriera la verdad, o sea, la mentira: que yo no era ni creativo ni publicitario ni cosa semejante. Tres, cinco, diez años después seguía temiéndome que en la siguiente campaña iba a quedarme en blanco: al fin me iban a descubrir. Qué ridículo para mi currículo. Y así estaban las cosas hasta que un buen día hice el gran descubrimiento de mi vida: que contra lo que se nos ha dicho y hemos creído, el hábito sí hace al monje. Ahora, tantos años después, lo confirmo aquí: sí, el hábito hace al monje. En consecuencia, el impostor deja de serlo con el tiempo, y uno acaba siendo lo que fingía ser; todo es cuestión de insistir, de persistir. Aun así, hay algo por ahí que ronronea de vez en cuando en relación con el ser y el no ser. Durante décadas yo tuve un sueño recurrente: soñaba que me hacía pasar por torero, nada menos, incluso presumía de haber cortado orejas en Quito, en Cali, en Bogotá... Tan convincente resultaba mi relato que de buenas a primeras me veía vestido de luces en Las Ventas. Aquella tarde de mis sueños, el paseíllo lo hacía con seriedad torera, y el despliegue del capote... desmayao, con las manos bajas, el compás abierto, como quien acaba de llegar del barrio Santiago de Jerez o de El Puerto de Santa María. Pero a partir de ahí daba comienzo un espanto: tras el burladero de matadores, yo mordía la esclavina del capote por última vez en mi vida. Iba a morir sin remedio, claro está; pero no era eso lo peor: lo más terrible era que toda la afición de Las Ventas iba a descubrir que yo no era torero ni nada que se le parezca: era un impostor vestido de luces. No quiero ni acordarme de aquel morlaco negro azabache, corniveleto, astifino, saliendo como un huracán por la puerta de toriles... En fin, que si es cierto eso de que "los amores que matan nunca mueren", también lo es que en la mentira (cuando es buena) hay mucha verdad, y que en el infierno, si llegas al fondo y giras a la izquierda, es posible que encuentres la entrada al paraíso.  


viernes, 23 de enero de 2015

ni nos despedimos

     Un amigo poeta y de Valladolid, Luis Santana, tiene una novela bien traída que se lee muy a gusto: Al final ni nos despedimos. Por otro lado, una amiga que vive en Roma y a la que quiero bastante, me escribe un correo que empieza diciendo: "Qué forma más fea de despedirnos. Bueno, más que fea inexistente." Doy a 'responder' y escribo: "Lo bueno de no despedirse es que todo continúa como si nada." Y a partir de ahí me dejo llevar por un tobogán de imágenes y palabras que tienen más que ver con el cine y la literatura que con la amistad de carne y hueso. Pero de ello no me doy cuenta hasta varias líneas después. En ellas le confieso a mi amiga que yo no soy bueno despidiéndome, que en esos momentos suelo quedarme titubeante, sin saber bien qué decir, porque mis adioses siempre me suenan poco creíbles, como si estuviera reproduciendo un guión recurrente y mal memorizado. Sucede que en el instante de despedirme de alguien... es como si pasara o se interpusiera un tren. Ya sé que esta es una imagen muy cinematográfica, y más bien antigua, como de viejos inviernos y estaciones con niebla en las que una megafonía sucia anuncia que el expreso Madrid-Irún-Hendaya, estacionado en vía 1, andén primero, va a efectuar su salida. Y ahí el mundo se divide en dos hemisferios: el despedido y el que despide; el que se sube al tren y el que dice adiós con la mano desde el frío... Bueno, pues así estaban las cosas en la sexta línea de gmail cuando decidí que no podía seguir literaturizando a costa de una buena amiga, ya casi mezzo-romana, que no se merece todo ese trasiego sombrío y ferroviario de llegadas y salidas, maletas y paraguas, pasajeros anónimos. Pero lo cierto es que, literaturas aparte, yo no manejo bien el registro de las despedidas, y en esos momentos de torpeza y balbuceo, a menudo percibo una especie de zozobra que me lleva a callar. Y entonces, tratando de hacer de la necesidad virtud, me limito a mirar como pidiendo perdón. Perdón por todo lo no dicho en el último momento; por los pequeños actos no cometidos; por lo que queda en suspenso y dificulta el discurrir del aire o de las agujas del reloj. Ahora entiendo que en cada despedida hay una solicitud no declarada de perdón. Y ya de paso, en cada perdón un intento de alegría incipiente, algo semejante a este "no me quites tu risa porque me moriría" que ahora está sonando por tercera o cuarta vez. De acuerdo que todo el recorrido no ha sido sino la pausa que se toma el expreso del norte entre dos párrafos, las palabras necesarias para alargar el viaje y retrasar así la despedida. Vale, bien, admito que al final ni nos despedimos, ¿pero qué tal si renunciamos a despedirnos para siempre? De acuerdo que es una propuesta demagógica, interesada, pero ¿y si a partir de ahora celebramos solo los reencuentros, los momentos en que alguien aparece de pronto y ríe con esa risa recién llegada, "como una espada fresca en las horas oscuras"? Que así sea.

viernes, 16 de enero de 2015

la herida del tiempo

     Como decía la gran Linda Evangelista en el anuncio de Aura, el perfume de Loewe, "lo tienesss... o no lo tienesss." Pues bien, con la herida del tiempo pasa algo parecido, aunque no es ningún privilegio, ni nada de lo que pueda uno presumir o alardear: es una desgracia que, cuando se tiene, se tiene para siempre. La mayor parte del tiempo, claro está, esa herida se encuentra en estado... digamos que durmiente; lo contrario sería del todo insufrible, enloquecedor, y no habría quien lo soportara. Pero el hecho de que permanezca silente o adormecida no es más que una estrategia, la pausa que se toma para dejarnos respirar y reaparecer con dolor, ese dolor antiguo y conocido. Cualquier disculpa le vale a la herida del tiempo. A veces se sirve de algo tan inocente o rutinario como pueda ser retirar los adornos navideños, las bolas del árbol, las figuritas del belén. Y de pronto, ay, reaparece, reaparece... Es esa marea que invade, que inunda por dentro, y como que nos faltara el aire. Guardar en las cajas el espumillón, la vaca y la mula, los tres Reyes Magos, los Papá Noel, etc, reabre por sorpresa la herida del tiempo, y es entonces cuando uno necesita tener a alguien cerca, muy cerca, a quien abrazar; o mejor dicho: a quien abrazarse. El abrazo alivia, sí, es un consuelo. Ese abrazarnos en silencio a la mujer amada, a la persona amada, es el único consuelo que conozco para esos momentos (y también para otros). Pero la pregunta surge inevitable: ¿por qué nos pasa esto a algunos? ¿Por qué a unos sí y a otros no, o no de igual modo ni con la misma intensidad? Disponemos de unidades de medida, de peso, temperatura, densidad, potencia, velocidad, etc, pero ¿cómo se mide o calcula la angustia, el aire que nos falta, esa marea, esa cosa para la que no tenemos nombre, o al menos yo no sé cómo nombrar? No recuerdo ahora quién decía que las cuestiones graves o dramáticas funcionan mejor en clave de comedia. Quizá por eso siempre me pareció un hallazgo, un acierto definitivo, que Enrique Morente vertiera en tangos (ese palo flamenco tan festero y gaditano, tan rico de compás) su terrible "Aaay, mi vida, / que se me va, /que se me vaaa..." Aunque, bien mirado, es posible que toda esta desgracia, esta calamidad doliente, sea la contrafigura o el peaje a pagar por esos otros momentos de inmerecido júbilo, por la emoción veraz, la carcajada indómita, los instantes de placer que el amor nos depara. No, no me da miedo la tristeza: me da miedo lo que viene después.

viernes, 9 de enero de 2015

período de permanencia

     Si bien se mira, todo tiene un período de permanencia, y no solo los teléfonos móviles. Lo que pasa es que no sabemos con claridad la duración de cada permanencia. Y creo que es mejor no saberlo; aunque una cosa es segura: la vida sería muy distinta si conociéramos de antemano las fechas de caducidad, la extensión de cada período. ¿Cómo de distinta? Lo ignoro, pero, por una vez, casi que prefiero no saber. Si supiéramos las semanas y los días de una pasión cegadora, los minutos y segundos de una espera interminable, el tamaño preciso de una sonrisa o de un placer muy concretos, la fecha y la hora exacta en que dejaremos de ser... Si lo supiéramos, ¿seríamos capaces de llegar hasta el final de cada ciclo, de cada período de permanencia? Ni idea. En algún caso, quizá se incrementara la densidad de nuestros procesos al comprimir el espacio y el tiempo. ¿Para qué tener que llegar al final, a ningún triste final, pudiendo acortar el metraje a nuestro gusto o conveniencia? Tanto el Creador como la genética o el ADN practican con nosotros la 'obsolescencia programada', lo mismo que hacen Siemens, Apple o Nespresso con sus productos. Aunque siempre se nos concede un margen de maniobra, un intervalo de cortesía en el que movernos. Por ejemplo, una semana más de vacaciones para ir despidiéndonos con elegancia de ese amor de verano; cinco minutos que pueden ser el paraíso, pues bien sabemos que a veces 'la vida es eterna en cinco minutos'; un año o dos de buen vivir regalados por los dioses contra todo pronóstico... En las negociaciones de los grandes tratados internacionales -del Clima, del Comercio, etc- hay ocasiones en que en el último minuto las partes acuerdan 'parar los relojes', y así poder seguir negociando after hours, más allá del cierre establecido. Y eso es lo que a menudo nos gustaría poder hacer con nuestras pequeñas cosas no resueltas o en curso: parar los relojes. Viejo asunto este, tan presente en la tradición de la poesía amatoria y en los mejores boleros: "Detén el tiempo en tus manos / (...) / para que nunca amanezca." ¡Cuántas veces hubiéramos bajado las persianas por completo para que el amanecer no llegue hasta bien entrado mañana... o más allá! Se trata pues de ganarle en esos casos una hora al día, un día al año, un minuto al minutero... y conseguir así que los períodos de permanencia se dilaten en la medida de sus posibilidades, que son las nuestras. Nos movemos de continuo entre dos márgenes, en una horquilla que puede oscilar del cuatro al siete o de la sota al rey. Y ahí, en ese azaroso territorio tan exiguo, es donde nos la jugamos. La cosa no da para más. Pero algo es algo.

viernes, 2 de enero de 2015

para empezar bien el año

      Hace unos días, la viñeta de El Roto mostraba a un vidente ante la bola de cristal: "Bien, veamos, el 2015 va a ser... ¡Oh, no, Dios mío! ¡No se ve nada! ¡No se ve nada!", exclamaba. Sin embargo, yo he mirado mi bola y he visto -además de que el Madrid va a ganarlo todo- que 2015 va a ser "el año del miedo." Mal asunto. Hay que tenerle miedo al miedo, pues movidos por él se hacen cosas de las que luego nos arrepentimos o avergonzamos. En los últimos meses de 2014 se dejaron ver las primeras muestras de la campaña del miedo, de la precampaña. Pero el crescendo ya está programado. La mecánica es muy sencilla: hay unos cuantos miles de individuos, tampoco demasiados, que ven motivos para sentir un cierto temor o inquietud. Y como tienen lo que hay que tener para hacerlo, pues van a tratar de endosarnos su miedo, u otro peor, y de ese modo quedarse ellos tan ricamente, y aquí paz y después gloria. Ese recurso ha dado excelentes resultados casi siempre a sus adalides, pero tengo serias dudas de que esta vez funcione aquí y ahora, tal como confían sus promotores. ¿Por? Yo no me he dedicado nunca a la política, aunque sí a la publicidad y el marketing, y sé que una estrategia equivocada puede arruinar una campaña poderosa. Como es sabido, una buena marca, una marca de prestigio, tira siempre del producto (a condición, claro, de que este no sea una impostura a todas luces). Pero vivimos tiempos en que las marcas patrocinadoras de esta campaña, la del miedo, no están precisamente bien valoradas, ni el producto que pretenden colocar en el mercado responde a las motivaciones del público objetivo al que se dirige. Dicho llanamente: la campaña '¡Que viene el lobo!' va a ser difícil que funcione con la eficacia de otras veces; más que nada porque el lobo hace ya tiempo que ha venido, que se ha instalado aquí, y lleva años devorando a los corderos y haciendo  una carnicería atroz. ¿Que viene el lobo? Léanse las conclusiones del informe anual de Cáritas, o de Unicef, entre otros, y se verá quién es en verdad el lobo y cómo está dejando el rebaño. Por supuesto que todo es discutible, y todo tiene sus pros y sus contras, sus niveles de riesgo, que nada es del todo blanco ni negro, y todos convenimos, supongo, que las simplificaciones maniqueas no responden sino al fanatismo de la ignorancia o a la pereza mental. Pero el recurso del miedo, de extender el miedo para torcer voluntades y lograr así objetivos, obtener réditos..., además de triste, es algo infame, incluso miserable. Recurrir al miedo es renunciar a la razón, es reconocer la falta de escrúpulos y de argumentos. Frente a eso, siempre me acuerdo de aquel mozo navarro que en plena homilía se puso en pie e interrumpió las admoniciones del cura -el cual no paraba de describir los horrores que les esperaban a los parroquianos lujuriosos-: 'Oiga, padre -dijo-, que si hay que ir al infierno, se va, eh, ¡pero no acojone!' En fin, para empezar bien el año, sin miedos, ¿qué tal si nos echamos un bailongo con una de esas viejas canciones que rompen el corazón?

Rod Stewart & Amy Belle- I Dont Want To Talk About It, subtitulos español - YouTube