viernes, 26 de diciembre de 2014

un año entero

      Un año entero tiene su mecánica y sus engranajes, como la maquinaria de un reloj. Siempre imagino que entre el final de un año y el inicio de otro hay una grieta invisible pero cierta -algo semejante a la 'Línea internacional del cambio de fecha'- por donde se precipita todo cuanto excede y no fluye en el curso del tiempo. Las semanas generan contaminación, excrecencias que se acumulan y dificultan el limpio discurrir de un día para otro. Los tránsitos de las estaciones son más dificultosos y esforzados de lo que parece, como si la fuerza de arrastre requerida para tirar del carro, para llevar el otoño al invierno, resultase cada vez mayor. Por eso se hace tan necesaria esa grieta entre un año y otro por donde pasa el viento; a ella van a parar todas las barreduras, el tamo de las horas, lo que queda del día detrás de las puertas, debajo de la cama, en el fondo de los bolsillos. Restos de conversaciones, deshilachados pensamientos, pasos perdidos, palabras de más... Todo cuanto no arde en el crepúsculo ni se desvanece al amanecer requiere de una grieta abierta al vacío, un pozo sin fondo que acoja los excedentes del tiempo, el aire viciado de las habitaciones y los días, la sucesivas camisas que va dejando en la hierba la serpiente. Toda esa broza acumulada, esos desperdicios, no pueden salir del año gastado y entrar como un fardo, una herencia, en el nuevo año intacto. Eso no puede ser. No es de recibo. Es preciso  hacer limpieza, aligerar el peso de la tarde, desprenderse de los periódicos atrasados y de las horas muertas o estancadas. El camión de la basura no acepta ni recoge todo eso; las plantas de tratamiento de residuos, tampoco. Solo el resquebrajamiento que parte en dos el mundo, esa grieta que se abre en el aire, en la conciencia, entre dos luces..., solo eso hace posible que pasemos de un año a otro con ligereza, y que las agujas y engranajes del reloj funcionen limpiamente desde el primer segundo. ¡Aaah, ingresar en el nuevo año, en el primer día de enero no estrenado! Hay que soltar lastre, sí, hay que hacer lo posible para no desmerecer las primeras estrellas.

viernes, 19 de diciembre de 2014

no se lo digas a nadie

     Tesoros escondidos, sirenas durmientes, silencios no escuchados, prodigios de la luz o momentos bajo la lluvia que suceden para nadie... Todo eso no alcanza ni siquiera una millonésima parte de cuanto permanece oculto bajo la capa invisible del secreto. Solo para reunir una mínima antología del secreto de confesión, habría que habilitar un nuevo Google multiplicado por sí mismo. YouTube quedaría colapsado con las imágenes de apenas dos noches de sueños que nadie reconocería como suyos. Los secretos del sumario, de los millones de sumarios no aclarados o sin resolver, requerirían de todos los jueces previstos en la Biblia para hacer frente al Juicio Final. Dicho de otro modo: si la Historia de la Humanidad pudiera reducirse a una gran enciclopedia, la Historia de los Secretos ocuparía bibliotecas enteras: sería el Archivo del Diablo. ¿Cuántas páginas requiere la confesión o el relato de un crimen deseado a conciencia aunque solo cometido en sueños? Cada uno de los individuos con los que nos cruzamos a diario, o coincidimos en el ascensor, en las escaleras mecánicas, el vagón del metro, la cola del supermercado..., cada uno de ellos es portador de decenas secretos. Y no todos previsibles ni veniales. De quien menos cabría esperar, resulta que tiene en su haber dos desfalcos y un estupro. O quien, valiéndose de malas artes, hizo cambiar un testamento a última hora, o cometió perjurio, con graves consecuencias y daños a terceros. Aunque tampoco falta entre esa multitud quien hace pequeñas donaciones anónimas a Médicos sin Fronteras, a Cáritas Diocesana, a Amnistía Internacional... Como soy mirón, con frecuencia aprovecho el viaje en autobús o en el metro para tratar de averiguar secretos bien guardados entre los silenciosos pasajeros. Es posible que a veces yo fantasee más de la cuenta, sí, pero hay rostros y actitudes que no pueden ocultar recién cometidos adulterios, mentiras en los labios, trampas en los naipes, odios que nadie se imagina. Hay pensamientos infames que, si uno se fija bien, discurren por la Línea 5 con absoluta naturalidad, como si desear con toda el alma la muerte de tu jefe o a la mujer de tu mejor amigo fuese algo perfectamente aceptado y soluble entre las estaciones de Núñez de Balboa y Alonso Martínez. Nadie sabe ni sospecha la cantidad de relatos que pueden desarrollarse entre dos estaciones. Hay tipos que cuando entran en el vagón y se cierran las puertas tras ellos no pueden reprimir una expresión de alivio inocultable, como si hubieran conseguido cruzar al fin la frontera y ponerse a salvo de los federales. Los comprendo bien, incluso en cierto modo me siento cómplice, o al menos encubridor de sus secretos y devaneos. No sé, pienso que debería existir un paraíso libre de culpa, exento de castigos, donde hallaran refugio los secretos que hombres y mujeres no revelaron ni revelarán jamás. Resultaría el espacio más deslumbrante que nadie pueda imaginar.
 

viernes, 12 de diciembre de 2014

del inconveniente de ser siempre el mismo

     A pesar de las variaciones que lucimos y de los intentos de ser otro, al final siempre aparece el mismo en el espejo. Hace dos semanas publiqué aquí todos para uno, un post en el que divagaba acerca de las muchas variantes que todos llevamos dentro. Pero esa es la cosa, que por dentro somos legión, sí, pero por fuera somos sin remedio el mismo tipo de todas las mañanas. Sobre este tema versó parte de la conversación del pasado sábado al mediodía, entre vinos y tapas, con mis cuates el doctor Layna y el editor Higuera, sabios ambos, sin duda, aunque también algo gamberros y alegremente pesimistas. Pues bien, sin el menor esfuerzo coincidimos los tres en el drama cotidiano y persistente que supone el no poder cambiar de envase, de contenedor, de careto. Podemos cambiar de ideas, de gustos, de trabajo, de ciudad o de país, de pareja o de amores imposibles -de equipo de fútbol no, de eso no se cambia ni queriendo-, pero de cara y de cuerpo... no hay modo de llevarse una sorpresa, al menos una sorpresa agradable. Qué pesado nos resulta ese tipo que somos una y otra vez, y otra, y otras mil, y las que vendrán, querámoslo o no. ¿Quién no ha soñado alguna vez con despertarse siendo otro? Otro, sí, aunque de peor corazón pero de mejor aspecto, o al menos diferente. Yo he hecho castings de modelos tantas veces para elegir a quien iba a ser mañana al despertar... Y lo peor no es esa imposibilidad del empeño, lo peor es que aún no he conseguido descartar del todo la loca y vana idea de mejorar a ojos vista un día de estos, cualquier día. Sé que carece de sentido, pero hay noches en que antes de quedarme dormido me dejo acariciar por una suerte de pluma o abanico leve, un vaivén que no es una idea ni un propósito sino algo parecido a eso que nos mueve un instante a comprar lotería o a querer creer unos minutos en la vida eterna. '¿Y si ello fuera posible?', me susurro entre las fumarolas del duermevela. Aun en esos momentos de conciencia difusa, sé que me estoy haciendo -o 'consintiendo', que es un verbo que me gusta mucho- alguna trampa en el solitario. Aunque he de admitir que a veces echo de menos la posibilidad de tener en el desván o en el trastero un retrato de Dorian Gray; y no solo para endosarle culpas y vicios, crímenes horrendos, excesos, perversiones, sino para estar más bello con cada perpetración; y cuanto más canalla, más guapo y más incólume. Pero ya vamos viendo que nada de eso parece posible, y que les fleurs du mal solo florecen -y cada vez menos- en nuestras ensoñaciones o insomnios. Somos pues virtuosos a nuestro pesar, virtuosos por aburrimiento, de tanto insistir en ser el mismo. Y eso es lo que nos lleva a fantasear de madrugada con la idea de que unas pocas pastillas y acaso un buen masaje obrarían el milagro de  rejuvenecernos, de mejorarnos, y reaparecer con el cuerpo gentil y la belleza de otro. Amén.  

viernes, 5 de diciembre de 2014

la casa

     Nunca me cansaré de decirlo: qué importante es una buena calefacción. La famosa frase pronunciada por Escarlata O'Hara puño en alto -"¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!"- debería ir siempre acompañada en nuestra conciencia de un 'nunca permitiré que el frío entre mi casa'. Y quien dice 'mi casa' está diciendo 'mi vida'. De qué distinta manera se afronta el porvenir cuando contamos con una casa no necesariamente grande ni lujosa pero sí acogedora y con buena calefacción. El bienestar es una conquista irrenunciable, y también un derecho de todos. Ya sé que estoy al borde mismo de la demagogia, pero no puedo negar que cada vez que oigo la palabra 'desahucio' siento algo semejante a un escalofrío. Pienso que todo el mundo tiene el derecho y el deber de protegerse del invierno, de los inviernos venideros, que cada vez serán más crudos, me temo. ¡Pero se siente uno tan bien acogido por la calefacción de esta casa! A partir de ahí se va creando el espacio de confort. Es sencillo. Consta de algunos elementos básicos que no encarecen demasiado la factura a fin de mes: una buena luz natural a cualquier hora; algunas lámparas no estridentes y bien distribuidas para crear una atmósfera favorable a la conversación de sobremesa, tras la cena, pero también al silencio de la lectura o a la música de Bach, de Satie, de Bill Evans. Tampoco han de faltar los lugares idóneos donde las plantas y las flores puedan aspirar la luz y sentirse a gusto. No hace falta insistir en la importancia del triángulo amoroso formado por libros-discos-películas. De ello se desprende la conveniencia de que el salón de la casa no solo sea silencioso sino que acoja un silencio de calidad donde los pensamientos y los deseos discurran sin obstáculos ni interrupciones. Y algo fundamental: una cama amplia y bien vestida con sábanas y almohadas a gusto del usuario, siempre orientada a favor de los sueños -ya sean estos confesables o no- y sobre un colchón firme de altas prestaciones con el que te lleves bien desde el primer día o noche. Se trata de que tu cama sea realmente, como decía el anuncio, "el lugar más importante del mundo". En definitiva, una cama que invite a las visitas a probarla; y que quien la pruebe se quede con ganas de volver. El color de las paredes, los cuadros que cuelgan en ellas, las fotos enmarcadas, las cortinas, los estores, las gruesas y mullidas toallas, las botellas de buen tinto joven o crianza... Todo eso habla más de nosotros que el propio currículum o que la declaración de la renta de los cinco últimos años. La casa de cada uno deber ser y estar siempre como para recibir a la mujer de nuestros sueños o al hombre de los tuyos. Es preciso pues pasar la mopa cada mañana, queridos, y tener la casa ventilada y en orden, por si a Marion o a Charlize o a Carmen o a Jennifer Connelly se les ocurre llamar a nuestra puerta. Porque, como dice La Biblia, "no está escrito el día ni la hora" en que ella pueda aparecer con toda su luz y la musicalidad de sus andares avanzando por el pasillo de tu casa...
  

viernes, 28 de noviembre de 2014

todos para uno

     Cuando me arreglo para ir al teatro o a una exposición soy alguien distinto a cuando lo hago para ir a comer con una amiga. Cada mañana, cuando me calzo las deportivas y salgo a caminar, no me parezco en nada a cuando voy al médico o a la cita con los amigos los sábados al mediodía. Dependiendo de cómo me vista, del lugar al que acuda y de la hora o la estación del año, actúo de diferentes maneras. Supongo que eso le ocurre a todo el mundo. Me pregunto cuántas variaciones, combinaciones, permutaciones son posibles en un mismo individuo. Quizá tantas como indumentarias permite su guardarropa. Tiendo a creer que cada hombre, mujer o anfibio constituye unas obras completas, un festival de cine. El problema surge cuando creemos haber elegido el trayecto adecuado y de pronto advertimos que vamos en dirección contraria a los deseos, y en lugar de estar viajando con destino a Chamartín -pongamos por caso- resulta que vamos camino de la estación de Atocha. O cuando en un arrebato de imprudencia temeraria creemos estar llamando a alguien del pasado y, tras unos segundos de emocionada espera, nos enteramos de que ese número no existe. Qué problema cuando nos cambian los tiempos o la numeración, cuando vamos camino de algo o de alguien y descubrimos de pronto que esa cita era para ayer a esta misma hora. O para el viernes de la semana que viene. Y en ese caso, llegado el momento, lo mejor será volver a vestirse uno exactamente igual que hoy, y repetirlo todo de igual manera, tratando de ser el mismo que fuimos hace una semana, aunque sea haciéndole trampas al solitario. Lo cierto es que tratamos de aparentar seguir siendo el de siempre, y a veces la simulación sale bastante bien. Nos imitamos a nosotros mismos, nos plagiamos incluso, para convencernos de que somos el que decimos ser, y no volvernos locos de remate. Pero en el fondo sabemos que el que despierta cada mañana ya es otro diferente del que apagó la luz anoche. La oscuridad, el sueño, los sueños... nos han transformado. Quizá por ese temor a ser otro, lo primero que hacemos al levantarnos es entrar en el cuarto de baño y mirarnos al espejo, no sin cierta desconfianza. Hacemos como si todo estuviera en orden y nada hubiera sucedido a lo largo de la noche, pero sabemos que el que se acostó ayer no es el que ha amanecido hoy en su lugar. Eso sí: la memoria pasa de uno a otro íntegramente. O casi. Cada uno se sucede a sí mismo día a día, pero ya siendo otro distinto al de la víspera. "Presentes sucesiones de difunto", escribió Quevedo en un soneto célebre. ¿Quién, tras varias semanas o días sin ver a la persona amada, no ha tenido la sensación en el reencuentro como de estar mirando o abrazando a otra persona, a alguien que se le parece mucho, sí, muchísimo, pero ya otra, otro? Es una sensación de extrañeza muy excitante. Quizá por ello -en parte al menos- los reencuentros suelen ser fogosos, festivos, pasionales, y tienen siempre un algo inaugural, así como de estreno, como de expectación ante una entrega de premios... Hoy he quedado a las 12 en el jardín del museo Thyssen. ¿Cómo habré de vestirme? ¿Quién quiero ser esta vez?



viernes, 21 de noviembre de 2014

por vos tengo la vida

      "Yo no nací sino para quereros", escribió Garcilaso en un soneto memorable, y ello me da pie a confesar que tampoco yo nací para otras proezas que no sean amar y ser amado, jugar, reír, soñar,  pasarlo bien en esta vida. No es por presumir, pero difícilmente encontraréis a alguien con mejor disposición para el ocio y los placeres. Si por mí fuera, aquí no habría obligaciones ni estrictas monogamias -tampoco monoandrias, qué bobada-, ni pecados ni penitencias; si de mí dependiera, esto sería un falansterio jubiloso, una fiesta continua o biblioteca de Alejandría abierta a todas horas, una juerga interminable en la que no habría lugar para el dolor ni la tristeza. Lo confieso, yo no nací sino para la broma y el juego y la verbena juvenil, los fuegos de artificio, los amores de verano, el vino rico y abundoso, en tributo a mi señor el dios Dionisos. Así las cosas, no es casual que cuando veo una película o escucho una canción en las que la felicidad o el placer parecen instalarse en el recorrido, me exalto, me dejo llevar por un fugaz arrebato y exclamo para mis adentros: '¡viva la vida loca y el martini rosso! Aun a sabiendas de que la canción dará paso al silencio, y es probable que la película no acabe tan bien como sería de desear. Pero mientras duran la canción feliz y las escenas más hermosas, el mundo está bien hecho por momentos. Y es en este punto cuando paso del Renacimiento al día de hoy. Aunque no es fácil pasar de los endecasílabos armoniosos a la fealdad definitiva que se ha instalado en el presente. ¿Cómo abandonar la Égloga III para ingresar en la primera página de los periódicos sin una buena dosis de analgésicos y tranquilizantes? Se habitúa uno a disfrutar de los placeres que nos depara la belleza, la elegancia, el swing, la mera contemplación de unos andares cadenciosos como el agua que fluye. Se habitúa uno a ello, sí, pese a que es un error en las actuales circunstancias, pues a la salida de los placeres no estamos en condiciones de hacer frente a la cochambrosa realidad. Pero la pregunta surge inevitable: ¿qué hacemos aquí y ahora con toda esta banda de estafadores y chulánganos que se han forrado impunemente, en buena medida favorecidos por nuestra pasividad o escasa beligerancia? ¿Qué hacemos con ello, frente a ellos? Visto lo visto, lo que ahora me apetece más que nada es dar un buen golpe y hallar refugio -como James Mason al final de Operación Cicerone- en algún país remoto sin tratado de extradición. Pero también pervive en mí algo antiguo y fuera de lugar que me incita a plantar cara a todo eso. Qué despropósito. Aunque quiero creer que los laboratorios suizos -¡en los que tengo tanta fe!- conseguirán sintetizar el principio activo que favorezca los estados de ánimo más proclives a la belleza y los placeres, a disfrutar del buen vivir, y hasta de un dulce buen morir, soñando con la película o mujer o endecasílabo que cada cual prefiera. Para entonces, dentro de muchísimos años y canciones, ya hablaremos de los mejores finales de película, y de esas miradas que por sí mismas indultan una vida, o invitan a empezar de nuevo. Miradas que cuando surgen hacen que suene Fly me too the moon, o algo así, para empezar la fiesta.    O para despedirla.    

Frank Sinatra - Fly Me To The Moon (Live 1964) - YouTube

viernes, 14 de noviembre de 2014

los objetos

     Los hay que casi no nos atrevemos ni a tocarlos. Son esos objetos que por algún motivo han ido adquiriendo la categoría de poco menos que sagrados. Puede ser un Omega de oro, heredado, que solo me he puesto una vez, en una boda en Venecia, o una cubertería de plata muy antigua que descansa desde siempre en el silencio de una caja de seguridad, en el banco, y que ni mis hermanos ni yo recordamos haber visto nunca. Aunque no hace falta ir tan lejos. En el armario alto del pasillo cuelga el pantalón negro incomparable que compré sin dudarlo un anochecer de invierno, hace 22 años, en una tienda de la calle Mayor de Madrid. Ese pantalón es tan perfecto y cálido, tan hecho a mi medida, con un tacto tan especial... que no me lo he puesto más de media docena de veces. En ocasiones, de tarde en tarde, abro ese armario y compruebo que sigue colgado ahí, vertical, irreprochable, de una pieza. Creo que llevo veinte años sin engordar ni perder cintura solo para seguir mereciendo ese pantalón. Cada uno se las arregla como puede. Pero también están esos otros objetos... intangibles, digamos. No necesito hacer memoria para estar viendo ahora, casi rozar con la yema de los dedos, el oro dormido en aquel vientre plano en la piscina -era el verano del 1980-, o la luz que se filtraba como una ensoñación entre los muslos de una bañista esbelta, o la mirada verde y deslumbrante de por vida que me miró entonces, cuando empezó todo. El temor a perder la memoria es equiparable al que pueda sentir el muy supersticioso ante la pérdida de su talismán; o mejor aún, al miedo del coleccionista que atesora valiosos relojes, plumas estilográficas, monedas antiguas... Cada uno de esos objetos de culto que todos conservamos tiene algo como de fuego robado a los dioses. Qué responsabilidad la nuestra: estamos obligados a que esos fuegos no se apaguen ni de día ni de noche. Porque, si se nos apagaran, además del frío que vendría, estaríamos perdidos en la oscuridad. Hay que permanecer pues alerta, y no consentir que los ladrones o el olvido se lleven la luz o el brillo de las cosas. En fin, dejemos eso ahora. Pero no hay tahúr que no se guarde un as en la manga para sacarlo al final de la partida. Allá va. En el mismo armario donde cuelga mi mejor pantalón descansa 'el chaleco de Espronceda': negro azabache parecido al terciopelo, romántico como el estuche del collar de una zarina, o como una pistola con cachas de nácar azuladas. Así es mi chaleco de Espronceda: 27 años de vida. Lo compré una mañana de sábado en una tienda del Barrio de Salamanca, junto con una gabardina amplia y desestructurada, así como de pintor años 30 en Montmartre. No sé qué fue de ella. Como tampoco sé qué fue de tantas otras cosas o momentos desaparecidos. ¿Adónde fueron? No me consuela el vacío que dejaron.Todo lo que fue, y lo que se fue, tiene que estar en algún sitio. O debería estarlo. Mira que es lástima. Nunca sabremos en qué momento se echaron a perder algunas cosas buenas o queridas.

viernes, 7 de noviembre de 2014

los abrazos

     Una amiga me cuenta que ha asistido a un concierto envidiable para solo 20 personas, aunque, eso sí, de mucha espiritualidad. Pero mi amiga me deslumbra con una revelación insospechada: uno de esos devotos melómanos imparte al parecer 'cursos sobre milagros'. Y es ahí donde se me han encendido todas las velas, todas las lámparas. Hay momentos de miedo y momentos de vuelo. Para poder volar es preciso vencer el miedo. Pero el miedo está por todas partes, nos acompaña como la propia sombra. Necesitamos que suceda un milagro para desprendernos de él durante unas horas o días, alguna vez semanas enteras. Al final de la película Hook, hay una frase reveladora: "Garfio tiene miedo al tiempo, al tiempo que se va." Es ahí  donde debe aparecer el milagro. Pero, mientras aparece o no aparece, ¿qué? Para responder a esa cuestión central, cada uno se las arregla como puede: hay quien recurre a Dios bendito, o al estudio de la Metafísica, al subidón de adrenalina en deportes de alto riesgo, o bien directamente a la botella de bourbon de Kentucky. Láudano, morfina, cocaína, opio, absenta, drogas de diseño, éxtasis... Casi todo está justificado (perdonado) frente al miedo. Y lo sabemos, aunque ya sea un poco tarde para algunas cosas. Está bien, seamos realistas por una vez y rebajemos el nivel de exigencia: pasemos pues de los milagros a los prodigios, y de los prodigios a los abrazos. A los meros abrazos: algo tan simple, tan elemental, como es el estrecharse con alguien cuerpo a cuerpo y cerrar los ojos. Son esos momentos en que la temperatura de uno pasa al otro, y viceversa, y el miedo de Garfio se interrumpe, se suspende, queda neutralizado. Pero, claro, si echamos cuentas, ¿cuántos abrazos se requieren para combatir el frío de una noche entera, o un despertar desapacible? Y luego está la variedad, la diversidad. ¿Cuántas maneras de abrazarnos o de ser abrazados? Vale, demos por bueno que cada hombre y mujer tienen su propia letra y firma, y también su manera de andar y sus huellas dactilares. Así las cosas, doy por hecho que los abrazos dados o recibidos han tenido siempre un estilo propio, un sello personal, son y fueron alivio para el desasosiego. Porque es verdad que los abrazos nos alivian de algo. Aunque los hay que abrasan; y también lo hay que al deshacerse duelen de por vida. Yo no sé. El desconsuelo requiere un abrazo muy concreto. Y el desamparo, también. Llegar a la amanecida, tras dos o más horas desvelado, está pidiendo a gritos mudos un abrazo de pies a cabeza. Quedarse uno dormido abrazado a un cuerpo cálido y fragante de mujer es un regalo de Afrodita, no siempre merecido. Todo cuanto sucede sin remedio, el tiempo que nos lleva, el brillo de un instante, la belleza que nos sale al paso y nos deja temblando... Toda esa calamidad solo se alivia mientras dura el abrazo. Es  hermosa la vida, no hay duda, casi un milagro. Pero, sí, es cierto: a veces Garfio tiene miedo, y necesita que lo abracen.

viernes, 31 de octubre de 2014

centinela, ¿qué has visto en la noche?

     Hoy, viernes 31 de octubre, ya desde primera hora, seguimos en medio de un paréntesis o compás de espera en el que no es otoño ni verano ni la suma de ambos dividida entre dos. Estamos en tierra de nadie; o sea, res nullius, si no recuerdo mal. Pero no voy a negar que me atraen los territorios sin nombre, las mansiones abandonadas, los jardines echados a perder, los caballos que andan sueltos por el monte. Por eso, estos días fuera de lugar o de estación en los que no sabemos a qué atenernos, yo me siento extrañamente cómodo y bien recibido desde primera hora. Me ocurre otro tanto con las comedias dramáticas, las amistades amorosas, la moda de entretiempo. Y siempre me gustó aquello tan célebre de "Asia a un lado, al otro Europa..." Las obras sin género, las terrazas abandonadas después de la lluvia en septiembre, los tiempos de subjuntivo, lo que sucede o no sucede entre dos luces, o fuera de guión, o en ese ángulo muerto que no recogen las cámaras... Todos esos espacios sin una jurisdicción precisa y terminante me atraen como puertos francos o repúblicas corsarias donde sentirse uno a salvo... temporalmente. Esas tierras sin dueño, minas abandonadas, templos tomados por la selva, clubes clandestinos que no dejan huella ninguna (y hasta te fabrican una coartada ad hoc llegado el caso) son siempre algo así como un lugar de acogida. ¡Y estamos tan necesitados de lugares de acogida! Dicho esto, quizá venga a cuento preguntarse ¿qué hay, qué puede haber "entre azul y buenas noches"? Cuando lo que nos rodea es apremiante y urge o o atosiga más de lo debido, hay algo en mí -en cada uno de nosotros, supongo- que se subleva, y a la memoria acuden aquellas imágenes tan luminosas de Pépé Le Moko en la kasbah de Argel, con Jean Gabin moviéndose, desplazándose por las azoteas. Aunque, si bien se mira, esa kasbah enlaberintada viene a ser el refugio que alguna vez todos hemos soñado o merecido. La kasbah del fugitivo Pépé Le Moko es el territorio comanche que todos anhelamos de tarde en tarde, una vez al mes, un rato a la semana o diez segundos de luz a la hora del ángelus. Pero, volviendo al principio: comprendo que a la gente recta y limpia esta connivencia mía con la ambigüedad pueda llegar a sacarle de sus casillas. Pido pues disculpas por mis vaivenes y mis reservas morales. A veces, no ya de noche enteramente, pero tampoco del todo amanecido, me despierto en esa hora tan propicia donde las fantasías discurren en silencio a pleno rendimiento. Y con qué gustosa impunidad. Tras el vuelo, la luz de la amanecida me recuerda la cita tan hermosa de Praxímenes que abre el poemario de Blanca Andreu Los archivos griegos: "Centinela, ¿qué has visto en la noche?" Y el centinela responde: "He visto llegar la mañana."




viernes, 24 de octubre de 2014

momentos

          ¿Cuántos momentos caben en un día, en un cuarto de hora o en un mes de octubre?  ¿Y cuánto dura un momento, esa unidad de tiempo subjetivo tan variable? Un momento no coincide del todo con ese 'abrir y cerrar de ojos' de que hablaba aquí la semana pasada. Tampoco es un instante, aunque un momento puede verse al trasluz como una secuencia de instantes. Pero el instante tiene más relación con el milímetro, el segundo, el flash; las revelaciones, como los cruces de miradas, se producen en apenas un instante. Los momentos son más horizontales: abren un paréntesis y desarrollan su contenido, con sus oraciones subordinadas, pausas, puntos suspensivos, su final de párrafo y cierre de paréntesis. Todo ha sucedido en el interior de ese momento. Y tanto en duración como en textura, espacio, densidad, ritmo interior, puesta en escena... no hay dos momentos iguales. Un déjà vu no es más que un buen imitador del original, incluso un eficaz falsificador, aunque a veces se dan las falsificaciones de copias, o de copias de copias. Pero no es lo mismo, por más que nos gustaría en algún caso. Los momentos nunca se repiten tal cual. En realidad, dos momentos son siempre incomparables, aunque a primera vista puedan parecerse como dos gotas de agua. Si no hay dos rostros idénticos, dos tardes de lluvia con el mismo número de gotas... tampoco los momentos se repiten en sus ilimitadas combinaciones, variaciones, permutaciones. O al menos, una vida entera no es suficientemente larga para que puedan darse en ella dos momentos iguales. Una vida acoge apenas unos cuantos miles o decenas de miles de momentos singulares. Cien mil es una bonita cifra redonda, aunque también es cierto que bastarían cien, cien momentos inconfesables y bien aprovechados, para escribir unas memorias suculentas, de esas que solo se publican no sé cuántos años después de desaparecido el autor y sus... acompañantes. Más que años o libros leídos, acumulamos momentos en la memoria y en la piel. Casi podría decirse que estamos hechos de momentos vividos, y aun por vivir. No estoy seguro, pero quizá los mejores momentos, o los más nuestros al menos, son aquellos que hemos perseguido con obstinada insistencia, aunque infructuosamente. Esos momentos tan deseados nos definen mejor que nada, pues bien sabemos que los sueños constituyen biografía, son parte fundamental de nuestro currículum no declarado. Es más, si yo trabajara en algún departamento de recursos humanos incluiría el epígrafe 'momentos no vividos / sueños no confesados'. Y en función de las respuestas, crearía una secreta sociedad, un club de intercambios de momentos gozosos. Punto y aparte. Pienso que todos deberíamos tener los últimos momentos bien elegidos y reservados, y asegurarnos así un final de trayecto a la medida de nuestros deseos. O de nuestros sueños. Algo así como quien elige un paisaje que sobrevolar, un color en el que disolverse despacio  y quedarse dormido.


viernes, 17 de octubre de 2014

resquicios

     Una moneda se nos escapa de los dedos y echa a rodar calle abajo como si conociera el recorrido al milímetro y la huida hubiera sido minuciosamente programada; de pronto se cuela por un resquicio apenas visible y desaparece. No lo puedo ocultar, me fascinan las grietas, los desfiladeros, los pasadizos, esas angosturas que prometen una salida secreta al otro lado. Pero hace falta ser muy persistente para detectar esas mínimas ranuras o intersticios que pasan desapercibidos pero que conducen a tierras de nadie... entre el final de la noche y el inicio del alba, ese balbuceo. También hay fisuras entre horas, entre pliegues, por donde apenas se desliza el aire de perfil, y ángeles que se cruzan contigo alguna vez en un paso de cebra, y el tiempo se ralentiza hasta el pasmo, hasta la exasperación, entre las franjas amarillas que surcan el suelo y las líneas negras que subrayan los ojos del ángel, que no es hembra ni hombre sino otra cosa, otra cosa... Es entonces cuando los descreídos nos vemos obligados a creer en los prodigios: porque entre dos miradas coincidentes se abre un escenario nuevo, exento, como una playa no estrenada, solo para dos cuerpos que se miran en silencio. Me pregunto por qué será que el deseo desea mejor en silencio. Quizá sea debido a que en silencio cunde más la alevosía. Pero esa es otra historia. Los intersticios, las fisuras, andan por ahí, apareciendo por sorpresa y ocultándose, como escamoteados por la mano de un trilero. Un susto puede introducir un soplo en el corazón, y en un mero soplo caben varias dudas seguidas de las que quitan el sueño para introducir en su lugar desvelo. Como aquella noche, hace veinticuatro años, al despertar sobresaltado mientras cruzábamos el Estrecho de Corinto. Pero veinticuatro años pasan en un abrir y cerrar de ojos, que es la verdadera unidad para medir el tiempo que nos lleva pasar de un resquicio a otro: un abrir y cerrar de ojos. También el amor anhela resquicios por los que introducirse, igual que el espeleólogo busca una grieta en la roca por la que adentrarse hasta el centro mismo de la Tierra, si ello fuera posible. Dos labios apenas entreabiertos dejan pasar una palabra como un salvoconducto que nos permite volar a otros mundos, otros estados, habitaciones separadas por un tabique de papel. Quizá a lo que se refería Ricardo III al final de la batalla no era exactamente un caballo -"¡mi reino por un caballo!"- sino un resquicio por el que salir huyendo y aparecer en... en otra obra de Shakespeare, o en las playas de Cornualles, minutos antes de la amanecida. Los resquicios nos han permitido siempre escondernos, o fugarnos, o desaparecer -como la moneda que que echó a rodar al inicio de este post- y aparecer por sorpresa en otra parte, donde nadie se lo espera. Aquí el tamaño es casi lo de menos: basta que por ese resquicio pueda pasar una aguja o el cabello de un ángel para que, al descubrirlo, veamos los cielos abiertos.

viernes, 10 de octubre de 2014

certezas y desaciertos

     Si todo lo que no es acierto es error, lo tenemos complicado. Hay muchos más errores que aciertos donde elegir, de igual modo que en la lotería hay muchos más números vacíos que premiados. O en las apuestas. En general podría decirse que allí donde interviene el azar llevamos las de perder. ¿Y dónde no interviene el azar, en mayor o menor medida? Ya lo decía Marisol en aquella canción: "la vida es una tómbola." Cada vez que elegimos algo descartamos todo lo demás. Y ahí está el drama: en los descartes. Pero lo cierto es que nos pasamos el día y la vida entera eligiendo y descartando, optando a cada paso por algo, por alguien, y renunciando a los 99 restantes. O a los 999. Las probabilidades de acertar son pues escasas. Vistas así las cosas, quizá sería más razonable quedarnos quietos, adoptar como propio el lema de Bartleby el escribiente: "preferiría no hacerlo". Pero esa pasividad también sería una opción, y con ella descartaríamos todas las demás acciones, intervenciones, posibilidades... y estaríamos en las mismas. Recientemente he leído que un individuo de Colorado, USA, se pasó siete años visitando a diario la tumba de su hijito -que al parecer nació muerto, valga el oxímoron-, llevándole "ositos de peluche, ramos de flores" y hablando con él cada día. Sin duda es un caso conmovedor, pero, por un azar, nuestro hombre se enteró de que durante todos esos años había estado hablando y rezando en el lugar equivocado, en la tumba que no era, pues su pequeño se hallaba enterrado bastantes metros más allá. Ya sé que cuesta no hacer algún sarcasmo al respecto, pero también puede uno levantar un poco el vuelo, a ser posible, y especular acerca de las veces que hemos sido la persona errónea, o que elegimos a quien no era, o que dimos por buena una mala oferta, o nos equivocamos de fecha o de ciudad o de familia. Porque también es cierto que hay quien nace en la familia equivocada. O cien años antes, o unos meses después. Complicado asunto este de elegir y de acertar. A veces, cuando no me apetece hacerme responsable de mis actos, tiendo a querer creer que no soy yo quien elige, sino que son las propias cosas las que me eligen a mí. No es mal recurso: donde esté un buen sofisma... que se quiten las malas verdades más incómodas. Pero es cierto que a veces se siente uno la persona equivocada, alguien que no está a su propia altura. Aunque también lo es que casi todos tenemos nuestros buenos momentos y algún gesto noble, con estilo, incluso brillante. ¿Pero qué ocurre cuando la verdad es un error? ¿Qué haríamos sin esos silencios mantenidos, esos secretos nunca revelados, gracias a los cuales la convivencia funciona y el amor perdura? Habría mucho de qué hablar en ese aspecto. Y sobre todo, habría algunas cosas -pocas- que callar.


   

viernes, 3 de octubre de 2014

ante el espejo

     El pasmo inicial se transformó en rechazo, en no aceptación de esa nueva realidad insospechada. Lo que estaban viendo mis ojos no lo aceptaba mi mente, y en ese viaje instantáneo se producía un cortocircuito, algo que impedía el natural discurrir que va de las causas a los efectos. Parece un poco complicado, lo sé, pero, en realidad, lo fue mucho más. Tras un tenso minuto de silencio, yo oscilaba entre el 'no me lo puedo creer' y el 'no me lo quiero creer'. Pero el estado de shock es muy revelador, nos aporta una rara lucidez casi insoportable. Aunque todo había empezado meses atrás, cuando comencé a coquetear con la tonta ocurrencia de quitarme la barba y rejuvenecer al punto varias décadas. Claro que ni mi mujer ni mis hijos se tomaban en serio semejante baladronada. Pero, según los tópicos más acreditados, la venganza es un plato que se sirve frío. Y así llegamos a la escena culminante del domingo, 28 de septiembre, a las 10.30 h: un hombre de mediana edad (?) está a punto de cometer un grave error. Y lo comete. Tengo la certidumbre de que, en situaciones así, medio segundo antes de pulsar play hay un ángel que nos avisa, alguien que nos dice 'no por ahí.' Pero ya voy viendo la atracción fatal de caer en el error para arrepentirse uno después y atormentarse a conciencia. ¿Y bien? Pues sucedió que del otro lado del espejo apareció un extraño. No el 'topo' que se escondió en el desván tras la guerra y sale a la luz tantos años después "con la piel blanquísima, perpleja y asustada." No. Ante mis ojos apareció un tipo irreconocible, pasmado, como hervido. Yo me miraba y no me atrevía a decir ni mu. Solo varios minutos después, con apenas un hilo de voz avisé a mi mujer: "Veeen..." Tras 24 años de matrimonio, jamás había visto en ella esa expresión, esa mirada, esa risa entre nerviosa y atónita, incrédula. De pronto, toda su belleza explotó en una frase: "¡Pero... si no eres tú! ¡Qué morbazo!" Y rió, sensual, con mucho brillo en los ojos. Así pues, aunque yo seguía atribulado, no todo estaba perdido: al menos -me decía-, podremos disfrutar de una especie de adulterio consentido durante el tiempo que tarde en regresar el esposo con su barba crecida. O sea, carnestolenda a primeros de octubre, mientas el sol del membrillo acaricia los párpados. Bueno, el que no se consuela es porque no quiere, pero lo cierto es que estoy anulando citas, almuerzos, encuentros; y no solo por coquetería, también por coherencia: si alguien ha quedado conmigo, yo no puedo presentarme siendo otro. Aunque, bien mirado... dispongo de tres semanas, más o menos, de interregno, de tierra de nadie, de no-identidad. Tres semanas, ay, para la suspensión de conciencia, el anonimato, la impunidad. Se me ocurren tales tropelías, perpetraciones... Pero también suculentos actos de justicia poética que no voy a describir aquí, más que nada para no dar ideas de las que luego tener que rendir cuentas como 'autor intelectual'. Tres semanas, ese es el plazo. Entre tanto, se puede cambiar el mundo, escribir un relato memorable, descolgar el teléfono y que sea Monica Bellucci invitándonos a su fiesta de cumpleaños en Portofino. Veremos.  


viernes, 26 de septiembre de 2014

el placer de la renuncia

      A ver si soy capaz de explicarme en esta buena mañana de otoño incipiente. Creo que está en la naturaleza de las cosas: hay un tiempo para la expansión y otro para el asentamiento. Abrirse al mundo, al horizonte ilimitado, es lo que corresponde hasta la mitad de la vida o algo más allá. Hay años y décadas en que vivir es crecer y acumular amores, libros, viajes, regalos, experiencias... Luego -por lo que voy viendo- van llegando los días en que callar es un placer insospechado; quedarse uno quieto es convertirse en modelo de perfección durante unos segundos; mirar en silencio puede ser casi tanto como pecar impunemente. Tengo la impresión de que se me ha pasado, o casi, la edad de las acumulaciones. Hace tiempo que compro menos libros y camisas, salimos menos a cenar o al cine, no me tienta la idea de cambiar de coche. Casi sin advertirlo, vamos pasando de los horizontes de grandeza a los pequeños espacios y los relatos breves. ¿Por qué? ¿Porque después de los 50 se mueve uno mejor en las distancias cortas, en las escenas de interiores? Puede que haya algo de eso, sí, pero tiendo a creer que ello es consecuencia de un cambio de actitud, no tanto una pérdida de la ambición como un descubrimiento: el aprendizaje de la renuncia, incluso el placer de la renuncia. Y ese sí qué es un territorio inexplorado, como esos mapas del siglo XIX en que grandes extensiones de África aparecían en blanco, sin nombres ni ríos ni selvas, volcanes, cordilleras o desiertos. La renuncia es un continente por descubrir. Más aún, es el otro hemisferio de la realidad: aquello ante lo que deliberadamente nos abstenemos, rehusamos. Es el territorio del 'no'; o mejor dicho, del 'no, gracias'. Despojamiento es una palabra un poco fuerte, radical, pero ir retirando algunas joyas, prescindir de algunos excedentes, excusar alguna asistencia no del todo obligada, quedarse uno en casa holgazaneando tan a gusto... puede ser casi una conquista. Y quizá todo esto suene a una cierta ascética, la del no caer en la tentación. Aunque, bien mirado, también pudiera ser un incurrir en la mayor de las tentaciones: la soberbia que siempre alienta o está detrás de la renuncia. No cometer un determinado acto puede ser lo más transgresor, incluso revolucionario en cierto modo. Mirar sin codicia un bello escaparate de Armani o un limpio alfiler de plata de Roberto Verino es una prueba de buen gusto y criterio. Me quedan pocas líneas, lo sé, y por eso le hago trampas al solitario: estoy dejando sonar una vez más Dear lord, de John Coltrane. Me abruma esa belleza contra la que nada puedo ni podré hacer. La belleza es un desastre, una calamidad ante la que estamos perdidos. Algunas músicas, media docena (o docena y media) de libros, cierta mujer con la que sueño y duermo, pequeños momentos inconfesables, algunos paisajes a la caída de septiembre, al amanecer de octubre... Todo eso a lo que nos aferramos, aquello que 'nos moriremos mirando'... es lo que hay que preservar. Lo demás es lo de menos. Vale, bien, lo confieso: cumplí años hace unos días.



 

jueves, 18 de septiembre de 2014

c'est la vie

     Que a partir de cierta edad cada uno lleva consigo una multitud es un hecho cierto; para comprobarlo basta con repasar la secuencia de nuestras fotos de un año para otro. Si las observamos con detenimiento, veremos que a lo largo de una década hemos sido varios tipos diferentes, aunque parecidos entre sí. Y es normal que así sea: diez años dan para mucho. Diez años, con sus viernes y sus fiestas, libros leídos, contrariedades, secretas pasiones, películas inolvidables... Todo eso ha de notarse en las fotos que nos hacen de un verano a otro verano, en el matiz del gesto, en la expresión que nos delata o en la ropa que nos viste cada temporada otoño-invierno. Somos lo que elegimos en cada momento: el vino preferido de cada octubre, la calle más transitada, las músicas que frecuentamos, la dosis de Soñodor que ingerimos cada noche... (dice el prospecto: "antes de tomar Soñodor, no tome Soñodor." Es muy pertinente la advertencia.) Todo eso, digo, nos constituye, se queda en nosotros de algún modo: no hay más que echarnos un vistazo en las fotografías para ver cómo estaban las cosas por entonces y cuántos disgustos y alegrías nos había dado el sexo esa temporada. Pero, lejos de sustituirnos a nosotros mismos, nos acumulamos: el último en llegar se superpone al anterior, y así sucesivamente. Por eso, cuando nos encontramos con alguien a quién no hemos visto en mucho tiempo, se produce un breve pero curioso fenómeno de transparencia, y descubrimos en él, en ella, al de hace diez, quince o más años. Por algún sitio debe andar un poema que dediqué a una antigua amiga en el que decía: "estoy viendo en la que eres a la que fuiste." Y en un ejercicio de casi virtuosismo mirón, no me limitaba a ver en ella a la que había sido hace veinte años o más, sino que me atrevía a descubrir e intercalar los pasos intermedios habidos en ese rostro, en esa figura... que ahora caminaba hacia mí, sonriendo, en el poema. Me gusta jugar a ese juego de las transparencias, lo confieso; ello tiene algo como de apoderamiento, un apropiarse en silencio de algo intangible que hay en los otros... sin que ellos lo sepan. Vale, bien, no voy a negar que se trata de un acto de apropiación indebida, pero una apropiación sin violencia que no daña a nadie ni ocasiona perjuicios. Mirar a alguien a quien alguna vez amamos, aunque fuera solo un invierno, un curso, o simplemente nos gustó en su día, es un puro prodigio sostenido, es ver a aquélla en ésta un instante: ese milagro que sucede y se extiende entre dos parpadeos. Luego la vida se reanuda y la realidad se impone con sus ruidos, sus quehaceres, las noticias del día, el relato apresurado de lo que han sido estos años sin vernos. Dicho de otro modo: c'est la vie.

viernes, 12 de septiembre de 2014

rebelión a bordo

     De un tiempo a esta parte, no hay conversación o tertulia en que no se hable de Podemos. Más allá de los lugares comunes más acreditados, pienso que Podemos es sobre todo un estado de ánimo que se ha ido extendiendo durante la crisis que no cesa, pero que venía gestándose desde tiempo atrás. Supongo que todo empezó cuando demasiados ciudadanos fueron llegando a la conclusión de que votar no merecía la pena, que daba igual o casi que gobernaran unos u otros. La cosa viene de largo. Cuando empezó a visualizarse la circulación obscena de cargos y recompensas en las ya famosas puertas giratorias -las que llevan de lo púbico a lo privado y viceversa-, percibimos algo así como un estado de malestar creciente que con el tiempo ha devenido en Podemos. Cuando nos produjo asombro descubrir que personas 'normales' se arracimaban alrededor de los contenedores con alimentos caducados, y ello coincidía -habrá quien llame a esto demagogia- con nuevos fichajes de políticos premiados con sueldos fabulosos por parte de Iberdrola, Endesa, Telefónica... Pues ahí también crecía en silencio el futuro voto de Podemos. Gürtel, Bárcenas, los ERE de Andalucía, caso Palau en Barcelona, caso Brugal en Alicante, Fabra en Castellón, Matas en Mallorca, la Comunidad valenciana al completo, Urdangarín y compañía, el flamante caso Pujol, las cajas de ahorros saqueadas, la multimillonaria estafa de las preferentes, los sobresueldos de la calle Génova, la inoperancia de Ferraz, la amnistía fiscal para parientes, donantes y amigos, los hachazos a la sanidad pública, a la enseñanza pública, a los dependientes, a los parados de 55 en adelante... Y suma y sigue. Pues bien, todo ello acrecienta sin cesar el granero de votos cabreados, indignados, deseosos de dar su merecido a los causantes, beneficiarios y consentidores de tales desmanes. Y ese voto, con razón o sin ella, siente hoy que tiene un lugar donde acudir y hacerse fuerte. Ante eso, de nada sirven las descalificaciones personales o las admoniciones apocalípticas. Da igual: van a recibir votos hasta de sus enemigos. Es posible que más votos incluso de los que ellos desearían. Tanto es así que, si yo fuera asesor de Podemos -que no lo soy, como es obvio- les advertiría del mayor riesgo que los amenaza: morir de éxito. Cuídense, jovencitos, y no pierdan la cabeza ni se corrompan antes de tiempo. Porque una cosa es segura: les van a tratar de corromper por todos los medios: poder, dinero, fama, sexo, honores, vanidad, chantajes, sobornos, tamayazos... ¿Y quién no es susceptible de dejarse corromper un poco, sólo un poco, por un puñado de lobies, o a cambio de un articulo elogioso en Newsweek? Cuidado, pues. El éxito repentino, fulgurante, a veces produce una ebriedad que hace sentirse invulnerable a quien lo obtiene. Pero es engañosa: esa ebriedad nos vuelve vulnerables en extremo, dejándonos a merced del corruptor.

viernes, 5 de septiembre de 2014

septiembre

      Volvemos, sí, y hacemos como si fuéramos los mismos, si acaso ligeramente bronceados, pero lo cierto es que el que vuelve ya es otro distinto del que se fue. Treinta días con sus noches, viajes, mares, cenas, libros leídos, silencios, estrellas, despertares... son muchos días para regresar tal cual, como si nada. Lo vivido en ese tiempo nos ha transformado en otros; y lo no vivido, también. Disimulamos, claro, para no levantar sospechas, pero el que vuelve es en cierto modo un impostor que se hace pasar por el otro, por el que se fue de vacaciones y ahora reaparece con mejor color. Eso sí, un perfecto impostor al que nadie pone en entredicho su autenticidad. Cada uno de los regresados sabe que los demás reaparecidos en septiembre son igualmente otros impostores que suplantan a quienes se fueron hace cinco semanas o más. Admitámoslo, somos unos comediantes que celebramos los reencuentros con nuestros pares como si aquí no hubiera pasado nada y siguiéramos siendo los mismos. Sin embargo, puesto que estamos al tanto de las cosas, nadie engaña a nadie: sabemos que todo es una representación más o menos convincente, y por tanto a nadie se le acusa de no ser en verdad aquel por quien se hace pasar. Pero en estas postrimerías del verano cada uno de nosotros es su propio Tom Ripley, alguien que se ha apoderado de otro y lo incorpora a su vida tras hacerlo desaparecer limpiamente. Es el crimen perfecto: no hay denuncia, no hay testigos, ni prueba ninguna, ni móvil aparente, ni damnificados. Por tanto, no hay caso. Bien. A lo que iba. Ya estamos aquí. ¿Alguien ha detectado en las líneas precedentes algo sospechoso, algo con suficiente fundamento para acusarme de no ser el mismo que escribió el último post, el que llevaba por título agosto? Supongamos que quien esto escribe fuese otro distinto de aquel. En ese caso, cabría preguntarse si el de ahora está adoptando el estilo del suplantado... o si la suplantación ya dio comienzo en los últimos posts, acercando en ellos paulatinamente la manera de escribir del mirón de entonces -el supuesto desaparecido- a la del impostor que ahora ocupa su espacio, su nombre, su imagen, el que mueve los hilos de sus actividades en la red. Yo en tu lugar, lector, lectriz, no me fiaría de las apariencias: cuando se tienen recursos y cierta práctica, es fácil adoptar maneras o imitar voces, sonreír, mover las manos, introducir paréntesis o puntos suspensivos como lo haría... el otro. Atentos pues.    

viernes, 1 de agosto de 2014

agosto

     Había escrito un post nada veraniego ni hedonista sino todo lo contrario. Pero teniendo en cuenta que con esta entrada me despido hasta septiembre, no me parece que ese texto sea lo que los asiduos a este blog se merecen y esperan. En dicho escrito hablo de política, y eso, aquí y ahora, no es lo más apacible ni deseable del mundo. Al leerlo me he dado cuenta de que se me nota bastante el enfado, y hasta un puntito de rencor, como si en lugar de estar escrito con V de verano lo estuviera con V de vendetta. Inevitablemente, he recordado la lección de Ambrose Bierce: "Habla cuando estés enfadado y harás el mejor discurso que tengas que lamentar." De todos modos, escrito está; lo dejo en el congelador, por si, más adelante, con la rentrée, decido sacarlo a pasear. Pero hoy no. Hoy prefiero playa, arena, espuma, sal, cuerpos gloriosos, azul ilimitado... 'Il dolce far niente' sería quizá un buen título para esta sugestiva propuesta de molicie y regodeo en los pequeños y grandes placeres de este mundo. Agosto. Todo está permitido. Los dioses andan sueltos. La luz del mediodía fulge con brillo de metales preciosos. La espuma de las olas llega hasta el templo de Afrodita y baña sus pies, extremeciéndose. Dionisos se prodiga abundoso y jovial e invita a la siesta y la modorra. Surgen sirenas de ojos verdes y doradas cabelleras que se agitan salpicando los sueños. Después, a la sombra de la higuera, leer un rato a Brines, y otro a Seferis, antes de decidir qué hacer con la puesta de sol y qué nos ponemos hoy para salir. Ya vendrán luego las primeras estrellas, tan gruesas, tan húmedas, como abiertas granadas a pedir de boca. Algo parecido a esto último escribí en un poema, hace ya algunos veranos. En fin, mis queridos lectores y lectrices, os deseo buenos viajes, mañanas de gloria, atardeceres de belleza, pasión que no falte, lecturas provechosas, gratos paseos, contemplación a mares... Y descanso, mucho descanso.


viernes, 25 de julio de 2014

duchas de agua fría

     Cuando se alcanzan los 40º a la sombra, hay que tomar medidas: beber agua en abundancia, moverse poco y más despacio, mantener durante el día las persianas bajadas y la casa en penumbra. Sin embargo, entrar en esa atmósfera de silencio y quietud, de semioscuridad, trae consigo algunas consecuencias no diré que ingratas pero sí desgastatorias. El calor, la pereza, el zumbido del frigorífico a pleno rendimiento, la voluptuosidad que todo lo envuelve, el duermevela de la siesta... Todo eso crea un ambiente muy propicio a las ensoñaciones. Y así sucede que por la penumbra quieta empiezan a deslizarse sombras, 'sombras nada más', sí, pero que nos exaltan y nos hacen ver visiones, no todas confesables. También los santos tenían 'visiones', y algunas muy tentadoras, pues ya es sabido que la carne es débil y la imaginación exuberante. Yo no sé que ocurrirá en otros pisos de Madrid a la hora de la siesta, pero aquí, en el mío, hay un trasiego de celebrities por el pasillo y la alcoba que no es normal. Angelina Jolie se pasea por mi casa como si tal cosa, con esa musicalidad fluyente que tienen sus andares. CharlizeTheron se cruza con ella en el pasillo como Dior la trajo al mundo. Linda Evangelista se detiene para mirarme con toda alevosía y prometerme el paraíso, como en el anuncio de Aura de Loewe. Marion Cotillard, ay, con una combinación negra de seda salvaje o piel de ángel, se tiende a mi vera, muy felina ella, y me susurra palabras en francés très doucement. Pero, cuando más embobaliconado estoy, sucede que... como quien atraviesa una pantalla de mercurio, sale de la luna del armario Rachel Weisz, mi favorita entre todas, mi debilidad, vestida tan solo con una gruesa boa enroscada a su cuerpo (que yo reconocería a ciegas entre un millón). Es entonces cuando Rachel, al pie de la cama, se cruza de brazos o se pone en jarras y me mira a los ojos, a mitad de camino entre la guasa y el falso reproche, como diciéndome: '¿Se puede saber qué hacen todas éstas por aquí?' Con la mirada y el gesto, le pido comprensión, benevolencia, ante mi incorregible promiscuidad. Ella sonríe de aquella manera y empieza a desceñirse la serpiente. Estoy perdido. Un rato después, fatigado aún tras los excesos, busco la acogida reparadora de la ducha fría. Pero ni siquiera ahí me respetan las fantasías, y el pequeño cuarto de baño se llena de bellezas y juegos y travesuras. No bien secado del todo, me siento al fin en el sofá del salón, al amparo de la penumbra, con un café con hielo en la mano. Es entonces cuando reflexiono acerca de lo complicada (y agotadora a ratos) que es la vida de un hombre en la soledad de un piso en pleno verano, cuando los termómetros de la ciudad alcanzan los 40º a la sombra.



viernes, 18 de julio de 2014

el tiempo que llevamos dentro

     Hace unos días mi mujer y yo asistimos a la boda de un familiar. Ni que decir tiene que los novios muy guapos y el banquete escogido y abundante. Muchos de nosotros, los invitados, nos vemos solo muy de vez en cuando, de boda en boda, y, por desgracia, también en algún funeral. Al encontrarnos, nos saludamos con afecto y nos decimos lo bien que nos vemos, y que estamos igual que la última vez. Y en algún caso es cierto, sí, pero, por regla general, desde la última boda ha transcurrido tiempo suficiente para haber cambiado. En momentos así, resulta inevitable examinarnos unos a otros y evaluar los efectos del paso de los años. En algunos casos, esas sutiles variaciones observadas nos parecen... digamos que 'aceptables'; sin embargo, en otros, el cambio resulta desalentador. Hay quien veinte años después permanece fiel a sí mismo, insistiendo en ser quien es, profundizando en su rostro y sus rasgos, pero sin sobresaltos ni traiciones. Yo siempre confío en ser visto como uno de esos afortunados a los que el tiempo respeta, más o menos. "¡Estás igual que hace diez años o más!", me dicen a veces (pocas veces). Lo agradezco desde lo más hondo de mi corazón y de mi vanidad, aunque bien sé que ello no es del todo cierto, pero al menos tampoco es un embuste escandaloso ni un cruel sarcasmo, creo. Ante esos halagos ocasionales suelo responder con gesto y sonrisa condescendientes, como quien acepta con resignación aunque de buen grado una pequeña mentira sin importancia, casi una verdad a medias. O sea, una cosa entre paño y bola. Pero lo que más me interesa y me inquieta de este asunto -este viejo asunto- es observar cómo el tiempo nos trabaja por dentro, nos transforma, igual que hace con los frutos y con los recuerdos. El tiempo vivido -y lo vivido en él- actúa sobre cada uno de nosotros de un modo singular: endurece o ablanda las facciones, suaviza o encabrona el gesto, amarga o dulcifica la comisura de los labios, pone algo de miel o de acero en la mirada, pesadumbre en los hombros, ligereza o pesimismo en la manera de andar con brío o con desánimo. El tiempo entra y se queda en cada uno, sí, y deposita su oscuro sedimento. Desde ese fondo ciego, el tiempo nos trabaja, nos madura o corrompe, nos otorga un sesgo divertido o melancólico, un brillo seductor o cínico al primer golpe de vista, algo en la voz que alude a las ganas de broma o a la disposición al juego, a veces también al drama. Todo eso está ahí, va apareciendo con los años. Caballero Bonald acertó de pleno al decir que "somos el el tiempo que nos queda." Pero no solo. También somos el tiempo que llevamos dentro. Y una cosa está relacionada con la otra: el tiempo vivido condiciona el que nos queda por vivir. ¿En qué medida? Quién sabe. Quizá en la misma medida en que el topacio está relacionado con el tigre, el cine con los sueños, el vino con las rosas, la personalidad con los andares. Pudiera ser.


     

viernes, 11 de julio de 2014

mientras suena almost blue

     "El peso de la responsabilidad empieza en el momento de medir las palabras", así concluye Muñoz Molina un artículo reciente sobre un libro de Tony Judt. Se refiere a la responsabilidad del intelectual a la hora de pronunciarse. Yo no soy ningún intelectual, pero estoy de acuerdo en que eso es así: medir las palabras antes de escribirlas. Creo que esa afirmación tiene vigencia más allá del ámbito al que alude en su artículo el marido de Elvira Lindo. Así las cosas, cada mañana empezaría de otro modo, cada minuto sería muy distinto si en lugar de una preposición eligiéramos otra en la primera frase que decimos o enviamos por e-mail. De emplear un adverbio a emplear otro, cambia el curso de los acontecimientos, desencadena otra secuencia de acciones y reacciones. Con solo alterar la persona y el tiempo verbal en el momento preciso, podríamos poner en marcha una larga amistad o una declaración de guerra. El hecho arbitrario de pasar del pretérito imperfecto al presente de subjuntivo puede traernos todo un verano ocioso hasta bien cumplida la vendimia, desencadenar un novelón de 900 páginas, hacer posible un cambio de régimen... o de orden de magnitud. Si un adjetivo permuta con otro su posición en un párrafo, ello puede dar lugar a una catástrofe o a un orgasmo tan cegador como no se recuerda desde las escenas más ardorosas de El amante de Lady Chatterley. Hay que tener mucho cuidado, pues, con las palabras que elegimos y con el orden en que las pronunciamos. El Quijote se escribió tal cual de puro milagro: había una posibilidad entre un millón, pero lo cierto es que salió esa y no el resto. Con Blue Moon pasa tres cuartos de lo mismo: una nota de más, o a destiempo, hubiera arruinado esa canción que, lejos de envejecer, crea pactos indelebles ente quienes la bailan o la escuchan, antes o después del amor. Y así ocurre con todo cada día: una frase de menos o dos que sobran, una metáfora extemporánea, una sintaxis confusa... y al carajo todo lo bueno que estuvo a un tris de suceder. Cómo cambia el mundo en solo un parpadeo. La destrucción o el amor es probablemente la obra capital de Vicente Aleixandre. Pero qué diferencia en su significado si esa "o" del título se interpreta como disyuntiva o como identificativa (claro que no hace falta ser un lince para inclinarse por la segunda opción: la destrucción = el amor). Bien. A lo que estamos: medir las palabras es calcular los pasos, elegir los objetivos, marcar el punto de vista, seleccionar el tempo y la velocidad, pulsar la tecla exacta, no parpadear hasta que el viaje de la flecha haya concluido. A todo esto, está sonando por segunda, puede que por tercera vez el Almost blue de Chet Baker. Veo que le quedan noventa segundos. Tengo pues minuto y medio para elegir bien las palabras finales. Yo diría que... verano, lentitud, brisa, visillos en vaivén; Venus saliendo de las aguas, espuma salada, fruta madura, dulce carne de membrillo; ensoñación, miel en los labios, libélulas en la memoria, estrellas fugaces, algo... casi azul.
 Chet Baker - Almost blue - YouTube

viernes, 4 de julio de 2014

maneras de vivir

     Hay mañanas que con el primer café nos llega alguna palabra nueva dispuesta a nombrar algo que ya estaba ahí, pero que aún no tenía un nombre a su medida, o no del todo al menos. ‘Resiliencia’, ‘hipsters’, 'precariado',  'revocatorio', 'wasapear', ‘economía colaborativa'... Hace pocos días, una amiga generosa me regaló el término 'mindfulness', que significa algo así como tener plena consciencia del presente, aceptando su realidad a la vez que se percibe cada matiz de los instantes en que sucede. También puede definirse como "la capacidad para disfrutar de lo que estamos haciendo en cada momento." A mí eso me remite, cómo no, a Grecia. Estoy convencido de que el actual mindfulness ya estaba presente de algún modo en el jardín de Epicuro. Veintitrés siglos y medio después, la hermosa boca roja de Sara Montiel lanzó al mundo esta proclama o exigencia: "bésame, bésame mucho", pero no de cualquier modo sino "como si fuera esta noche la última vez." Y en el cómo de esos besos es donde está la cuestión: si le quitamos el teatral dramatismo a esa 'última vez', ahí aparece Epicuro de Samos sonriendo. La cuestión radica, creo yo, en perder el miedo y vivir alegremente, sin considerar siquiera eso que entendemos por 'eternidad'. O dicho de otro modo: si sabemos que la vida es breve, vivámosla de la mejor manera, con esa alegría redentora que conduce al hedonismo. Por mi parte, ya voy entendiendo que casi todo lo malo que nos pasa se debe muy a menudo al miedo, y también que muchas de las mejores cosas vividas las debemos a que el miedo no apareció por allí, a la imprudencia en algunos casos, incluso a la temeridad alguna vez. De lo contrario, ¿cómo explicar ciertas carcajadas hermosísimas que no estaban previstas ni nadie supo de ellas? ¿Y cómo entender si no algunos besos robados, aunque tiernos, suculentos, mientras amanecía? En otras palabras, el novísimo mindfulness es el viejo e irrenunciable carpe diem actualizado. Es aceptar que cada rosa, cada copa de vino, cada mirada... son irrepetibles. Se trataría pues de una actitud, entiendo yo, una disposición a dar por bueno aquello que nos regalen los sentidos o los dioses; a recibir con gusto las olas que reúnen la noche con el día; a contemplar sin prisa ni avaricia el oro de un cuerpo tendido. Así las cosas, ¿qué propongo? Propongo caer en la tentación y llevarse uno a la boca un pedazo de pan candeal; contemplar en silencio a una muchacha que pasa por la vereda en bicicleta; propongo il dolce far niente y café con hielo tras la dulce siesta; ver discurrir el agua en paz a la caída de la tarde en el Canal de Castilla; escuchar alguna vieja canción de Cole Porter; cerrar los ojos en medio de una fragancia; recordar una merienda de verano con natillas y muchas primas y primos... Confío así en estar preparado, disponible, para recibir los regalos que estén por suceder. Hedonismo, carpe diem, mindfulness... Distintas maneras de bailar el tango, o de ponerse y quitarse el sombrero. Como diría el gran Rosendo en inmortal canción: "maneras de vivir".   
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viernes, 27 de junio de 2014

cuando algo reaparece

     De tarde en tarde aparece un tesoro, ya se trate de veinte poemas inéditos de Neruda o de la copia de una película inacabada de Orson Welles. Que alguien encuentre una comedia perdida de Lope de Vega -Mujeres y criados, ed.Trifaldi- parece una broma que nos gasta el destino, pero en realidad es un regalo de los dioses obsequiosos. Este tipo de reapariciones cumple una función más que necesaria: la de mantenernos a la expectativa, abiertos al prodigio que pueda suceder en cualquier momento. Yo soy hombre de poca fe, lo admito, pero de grandes y pequeñas esperanzas que cultivo con esmero, y no descarto que un buen día aparezca en Nápoles una égloga de Garcilaso de la que no había noticia. O una partitura en Leipzig con varias cantatas inéditas (inauditas, más bien) de Bach. O las legendarias cartas de alto contenido inflamable -que creíamos arrojadas al fuego por cierta mano fría- entre Galdós y la Pardo Bazán. Ya en el terreno personal, puesto que soy algo perdulario, quiero creer que, de algún modo, las cosas desaparecen por su cuenta, para luego, varias semanas o años después, reaparecer por sorpresa y llenarnos los ojos de luz y la casa de una alegría antigua recién hecha. Hay un dicho en Cuba: 'todo lo que sucede es necesario'. Tiendo a creer que cuando algo reaparece es porque no podía ser de otro modo. Hace dos décadas alguien descubrió casualmente en el sur de Francia un prodigio con 30.000 años de existencia que hoy conocemos como La Cueva de Chauvet, y también como La cueva de los sueños olvidados, gracias al documental de Werner Herzog. Esas asombrosas pinturas rupestres -lobos, caballos, bestias- no es que se hubieran perdido: solo se habían ocultado por una larga temporada. Sus razones tendrían. ¿Cuántas cuevas llenas de caballos permanecen por descubrir? ¿Cuántas maletas repletas de negativos, como la legendaria 'maleta mexicana' de Robert Capa, están aún por aparecer? Gracias a los desvanes, los falsos techos, los dobles fondos, las fosas marinas..., gracias a todo eso nos queda la esperanza del hallazgo, de lo que está por regresar, no se sabe cuándo ni dónde. Sabemos que a través de un armario, de una grieta, un resquicio, incluso a través de un espejo, podemos acceder a mundos desconocidos. Y extraviarnos en ellos. A veces se olvida el camino de regreso. Pero otras no. Y de pronto las cosas reaparecen, aunque ya algo distintas, viajadas, renovadas, con otra luz... como los cantes flamencos de ida y vuelta. Y ese misterio es tal que cuando algo reaparece por sorpresa -una llave que abrió; una carta escrita al volver de París, en primavera; una canción desaparecida del recuerdo desde el verano del 74- ilumina el instante con un fulgor del oro recién amanecido. Pero no hay mejor manera de desaparecer que volverse uno invisible, ese viejo anhelo. Meses después, inviernos enteros de ausencia, qué maravilla reaparecer sin avisar y meterte en la cama de tu antigua amada, con mucho cuidado, para no despertarla.
   

viernes, 20 de junio de 2014

de verano

     Supongo que nadie pondrá en duda que existen libros de verano, de igual modo que existen las canciones de verano, los amores de verano, las camisas de lino. Con las personas pasa lo mismo: hay quien siempre estará veraneando y quien tiene por nacionalidad irrenunciable el crudo invierno. Y no solo se trata de estética o de meteorología. El verano es mucho más que un trimestre: es un género literario y una predisposición al hedonismo, una siesta perezosa y un café con mucho hielo en alguna terraza a la sombra. En verano se habla más despacio, se camina más despacio, se sonríe más despacio, se ama de otra manera. Un amor de verano, como su propio nombre indica, no debe ir más allá del final de la vendimia, y esa es la condición para que dure siempre. Porque al igual que "los amores que matan nunca mueren", los amores de verano duran de por vida: son inmarchitables en la memoria, evocan días de vino y rosas, esplendor en la hierba, cuerpos tendidos, islas griegas, canciones de Abba, poemas de Cavafis. Pero esos amores, ya digo, deben despedirse a mediados de septiembre, no adentrarse nunca en octubre, porque de lo contrario se convierten en otra historia. Y entonces la cosa se complica y pierde la gracia. Cuando llegan estas fechas de junio, y ya hace semanas que nos salen al paso las vallas Summertine de El Corte Inglés, conviene adoptar los usos y ritos veraniegos, la ropa suelta, los colores claros, las comidas ligeras, las bebidas frías, la conciencia laxa... Sí, algo más laxa, porque llegado este tiempo los dioses están más permisivos con nosotros, y las ninfas más consentidoras, más joviales. Quizá sea debido a ello que en verano todo es generoso y abundante, incluso el exceso se acepta con una sonrisa indulgente. Si entornamos los párpados y dejamos que el sol los acaricie, veremos sin esfuerzo la espuma de las olas, la miel en los labios, las ensoñaciones en la penumbra de las siestas de agosto... Y entre los relumbres de la luz se irá filtrando la voluptuosidad dulce y espesa de la Niña Chole en la Sonata de estío, o el pecho de la bella durmiente dilatándose al respirar en el famoso cuadro de Frederic Lighton, o la escena aquella de La Luna en que Jill Clayburgh baila el twist a pleno sol en una azotea frente al mar. ¡Hay tantas escenas, páginas, canciones que llevan el verano dentro! En todas ellas parece como si esa belleza despreocupada fuese a durar para siempre. Y en cierto modo es así, pues con cada nuevo verano -la misma luz, parecidas sensaciones- llegan otros veranos ya vividos que la memoria guarda. Hay una canción perpetuamente joven que evoca como ninguna ese mundo, creo yo, y cada vez que suena se renuevan todos los veranos vividos y por vivir, todos los amores, bailes, helados de fresa, ventanillas bajadas, cabellos al viento... Al sonar ahora esta canción descubro que todo está por suceder, este mismo verano, aquella tarde... que aún no ha sucedido.

viernes, 13 de junio de 2014

romanticismo

     Mi amiga NP, siempre tan atenta a todo lo que se mueve, me habla de una exposición fotográfica titulada Nightscapes. Se trata de un particular recorrido nocturno por Calcuta y otras tres ciudades indias. Lo que se percibe en esas fotos es un mundo del que ha huido la vida, un paisaje urbano en abandono donde lo único que se escucha es el zumbido de los cables de alta tensión y algún perro lejano que ladra para nadie. Y sin embargo yo encuentro una cierta belleza en esa desolación. Quizá tenga ello algo que ver con la idea de que todo cuanto nace tiene un atisbo poético; y todo cuanto se acaba o despide, también. Es la vieja idea de que para que algo nazca, algo debe morir previamente. Véase, si no, ese párrafo tan romántico en que el conde Drácula le suplica a Mina que muera en su pequeña vida humana, para, de ese modo, renacer en la gran vida imperecedera que él le ofrece, y compartir así por siempre "el poder de la tormenta y de las bestias." Y por ahí entramos en el bosque de los bestiarios y de las criaturas fabulosas. Siempre me han fascinado esos templos abandonados en Camboya, en el Congo, en Yucatán, de los que se apoderaron la selva y sus jaguares, las charcas corrompidas, las emanaciones tóxicas... En Poeta en Nueva York hay cocodrilos de ojos glaucos ascendiendo por los rascacielos de Manhattan, y "negras palomas que chapotean en las aguas podridas." Así mismo, enormes edificios de un pasado esplendor en Detroit son ahora pasto de las ratas mutantes, laberinto donde el viento gime batiendo ventanas y puertas sacadas de quicio, haciendo rodar botellas vacías por el suelo. Y también están los cementerios de automóviles, los desguaces, las chatarrerías donde la misma lluvia sucia que oxida los metales hace crecer el jaramago entre las bielas, las hortensias más azules reventando los faros y el capó. Un teatro cerrado hace décadas es el escenario perfecto para recrear la ruina: butacas desventradas, termitas, goteras, desconchones de escayola por el suelo, paredes ennegrecidas por el humo de las hogueras de los mendigos. Allí, en algún momento estelar se desprendió del techo la gran lámpara, recorrió el vacío y se estrelló contra el pasillo central: mil lágrimas de vidrio salpicaron el patio de butacas, el proscenio, las plateas... Y todo ello sucedió para nadie en dos segundos de estruendo y belleza. Hoy solo habitan el viejo teatro algún yonki ocasional y dos o tres docenas de gatazos asilvestrados que salen cada noche en busca de ratas autóctonas. Se oyen chillidos entre bastidores. Pero haya paz. En alguna película creo haber visto una iglesia sin techo ni bóveda, quizá a causa de los bombardeos, recién acabada la guerra. Es de noche. Empieza a nevar mansamente en blanco y negro. Los fieles allí reunidos, recogidos, reciben la nieve en sus hombros como una bendición del cielo. Se sienten en paz y a buen recaudo al fin, pues saben que, cuando cese la nieve, verán, allá arriba, la bóveda más hermosa del mundo.

viernes, 6 de junio de 2014

derecho al olvido

      Leo: "Google comienza los trámites para respetar el derecho al olvido." Se refiere, claro está, al derecho que asiste a todo usuario de Internet a que sean retirados sus datos de carácter estrictamente personal. El asunto es complejo, y no seré yo quien se meta en ese jardín ajeno. Lo que me interesa ahora es adentrarme un poco en esa expresión tan poética: 'derecho al olvido'. Es decir, derecho al secreto no revelado, al espacio de sombra del que no hay que rendir cuentas a nadie -como tampoco hay que responder de los sueños-, un espacio exento, libre de cargas, ajeno a toda jurisdicción, donde nadie pueda ser juzgado por cuanto en él haya tenido lugar. El derecho al olvido es, en cierto modo, el derecho al pecado (que no al delito), y al poder dormir sin más sobresaltos -"què volen aquesta gent / que truquen de matinada?"- que los acostumbrados temores, aquellos que nos quitan el sueño desde quién sabe cuándo. Defender el derecho al olvido es pedir respeto a ese último reducto de la intimidad, al refugio donde viven y juegan los deseos sin culpa ni castigo, incluidos los más inconfesables. Sin levantar la voz, ni las sospechas, digo que todo individuo tiene derecho a fantasear impunemente, a visitar sitios infames si le place, páginas abyectas que acaso nos envilecen, sí -como el opio envilecía a Dragon Lady,"sabia y prudente en el trato con el vicio"-, pero también esas malas compañías nos rejuvenecen veinte o más años durante unos minutos de vértigo. Y de todo ese mundo, incluida su inmundicia, no hay que rendirle cuentas ni al Diablo. Ni siquiera a la (mala) conciencia habría que darle cuentas de aquello que a nadie le importa ni perjudica a nadie. Viajes al fondo de la noche, sinuosas fantasías, sueños, incluso perversiones (a condición de que no dejen damnificados) forman parte de ese territorio al que todo individuo tiene derecho a acceder, a explorar... sin dejar huella ni registro ninguno. En otras palabras: el derecho al olvido. Lo que no tengo tan claro es si en esa retirada de datos personales que Google acepta cumplir -tras sentencia del Tribunal Europeo- va incluida su eliminación, su desaparición para siempre. No sé, me sobrecoge un poco pensar que todo ese imaginario secreto, transgresor, se pierda definitivamente. Yo sería más bien proclive a crear una especie de 'nube' anónima en la que guardar, preservar ('almacenar' me parece un horror) ese tesoro inconfesable, ese universo acribillado de negras luminarias deslumbrantes, de billones de deseos jamás declarados, de tantas lágrimas silenciosas, silenciadas, de las que no hay ni habrá jamás noticia... Reclamo el derecho al olvido, sí, pero también confío en que de aquí a la eternidad (o casi) exista un lugar donde habite el olvido.

viernes, 30 de mayo de 2014

defensa de la alegría

     La alegría llega unas veces por sorpresa y otras se hace desear. Cuando aparece sin que nadie la llame, es un regalo de los dioses; cuando se retrasa o no se presenta, es porque no estamos preparados para recibirla. Aunque no todo consiste en cerrar los ojos y esperar que salga el sol y se deje sentir en los párpados. Las más de las veces, la alegría hay que convocarla, tentarla, ponerse uno a su alcance. Y aquí cada cual tiene sus armas y conjuros. Yo, si la cosa se pone seria, difícil, sé que siempre podré recurrir a Cary Grant, Catherine Hepburn y James Stewart en Historias de Filadelfia. Nunca me han fallado. Y si bien se mira, quizá la madurez consista en eso, en conocer cuáles son nuestros recursos para atraer la alegría cuando más falta nos hace. Aunque también es un hecho cierto que con el paso del tiempo la cosa se complica, y lo que siempre nos había llenado de júbilo, de contento, pues resulta que unos años después nos melancoliza sin remedio. 'Pero, ¿por qué?', nos preguntamos ante el efecto contrario que ahora nos produce esa canción o película, ese episodio de Frassier o tal o cual gag de los Monty Pithon o de Les Luthiers. ¿Por qué lo que nos daba alegría entonces nos deja ahora fríos? Qué cabrona es la vida: cuando creemos que hemos dado al fin con las respuestas, resulta que nos cambia las preguntas. Vale, bien. Dejémoslo. Pero si de alegría hablamos, no hay modo de esquivarla al ver venir ciertos andares musicales de mujer sin prisa en primavera. También hay miradas de recibimiento y sonrisas de acogida que le alegran a uno la existencia la tarde de un jueves, y la noche que vendrá a continuación, y el día después y la semana siguiente. Hubo viernes a finales de los años 80 en que conducir rozando los 200 kms/h camino del amor (ya lo he contado reiteradamente, me repito, lo sé), era una alegría inusitada de imprudencia juvenil; pero también pienso que si el loco amor no me mató entonces... va a ser difícil que me retire de la circulación cualquier otra categoría de menor intensidad. Pisar el acelerador era un puro gozo aquellas tardes soleadas. La calma ahora me lleva al mismo sitio, los mismos ojos, labios, lumbres..., pero qué alegría más loca la de conducir de aquella manera, trazar en diagonal la curva, enfilar la recta larga que cruza el páramo de Torozos, mientras a todo volumen sonaba Sting, o algo de Bach, de Mahler, de los viejos Stones... No volveré a repetir la experiencia, por si acaso, no vaya a ser que aquello tan alegre ahora me produzca tristeza. O algo peor. Que ya no va teniendo uno edad para cometer ciertas locuras. Aunque sí, todavía, algunas otras. De "la alegría de vivir en los pronombres" he pasado a la alegría de decir tu nombre, en voz baja, para no despertarte, durante las horas de insomnio, esas horas de nadie, tan largas, en las que da tiempo a reinventar el mundo.


viernes, 23 de mayo de 2014

elogio de la tristeza

     Ese encantador de sirenas que es Gustavo Martín Garzo defendió la tristeza el pasado lunes en la presentación de su libro La puerta de los pájaros en la librería Alberti de Madrid. Allí se habló de encantamientos y prodigios, de ensoñaciones, de hadas vivientes y vampiros enamorados, se habló de los silencios que convoca el unicornio en el corazón del bosque o en la urdimbre de los tapices. Se habló pues de la otra realidad, no menos cierta. En fin, que pasamos una hora de oro entre libros y criaturas fabulosas. En algún momento de su intervención, Gustavo dijo algo semejante a esto: ¿por qué renunciar a la tristeza, cuando en ella y gracias a ella vivimos paisajes y experiencias que no encontraríamos en ningún otro lugar? ¿Por qué esa alegría obligatoria -muchas veces bobalicona y vacua- que confunde la felicidad con la risa tonta? Y es cierto. Sin la tristeza no habría manera de acceder a una parte sensible, sustancial, de nosotros mismos. Empezando por la propia alegría. ¿Alguien se imagina un agosto perpetuo, invariable, sin posibilidad ninguna de alcanzar el otoño, las nieves de enero, la salida que conduce de marzo a abril? Sin tristeza no podríamos ver ni presentir siquiera la zona de sombra, el idioma de los sueños, la fiebre de las cosas, el rumor de fondo, la lucidez que nos deja el dolor en calma... No sabríamos de la belleza que nos hiere ni del envés de la trama de ese tapiz donde pasta el unicornio. En aquel momento, mientras el novelista reivindicaba el derecho a existir de la tristeza, me acordé de aquella portada tan poética y sombría del cultural Babelia -obra de El Roto, ¿de quién si no?- que nos recibía, a comienzos de octubre, con estas palabras: "Bienvenido a la tristeza". Tristeza es algo semejante a una gran metrópolis a salvo de festividades y desfiles, una nacionalidad sin nación, un territorio exento de celebraciones ruidosas, discursos patrióticos, fuegos de artificio. Tristeza sería lugar de acogida, país de asilo, refugio. Y también, una benévola enfermedad protectora que nos evita quedar a la intemperie, expuestos a males mayores. Me tranquiliza saber que existe ese lugar llamado Tristeza. Que sigue existiendo. Entrar en él es emprender un viaje, aventurarse en algo intransferible. No sé adónde le llevó la imaginación a Antonio Vega, pero estoy casi seguro de que en Tristeza habría sido recibido de la mejor manera posible: sin todos los honores. Porque en ella siempre somos bien acogidos. ¿Y qué decir de sus despedidas? De Tristeza salimos con gratitud y afecto, aliviados, recompensados, como quien regresa del país de las lluvias perpetuas, o como nos sucede después de una de esas películas de amores imposibles, cuando, a la salida del cine, parece que la calle y el invierno nos reciben como a héroes de la resistencia.



viernes, 16 de mayo de 2014

cuánto hemos bailado

       Este es un post que yo me tenía reservado por si algún viernes me fuera esquivo o falto de inspiración. Siempre conviene tener algún as en la manga, algún teléfono de emergencia, una pistola en la guantera. Quien no tenga una docena o dos de canciones muy bailadas, que tire la primera piedra. O que acuda al psiquiatra. En este terreno -el de las canciones y los bailes- yo voy bien servido. Mis amigos y amigas de toda la vida, también. Ya desde la adolescencia fuimos muy bailones: durante años, en guateques íntimos y en verbenas de verano; después, en discotecas diversas: La Oca, Menta, Zaping, Cocó, Caifás, El Desván, Charlot, El Bule... Todas han desaparecido, cómo no. Claro que también 'los muchachos de entonces' fuimos desapareciendo. Aunque nos quedan las canciones. ¿Qué tal si, para empezar, ponemos las luces rojas del guateque y suena, por ejemplo, Poco antes de que den las diez? No sé si poco antes o después sonaba (sonó) Puente sobre aguas turbulentas, Honey, Ruby TuesdayLola, Something, El gato triste y azul, Pequeñas cosas... y por supuesto no podía faltar Je t'aime, moi non plus. The letter (The Box Tops) o Gimme little sign (Brenton Wood), junto con Otis Redding ponían un punto sesentero y soul a los primeros setenta en mi pandilla (la mejor que había, con diferencia; no hubo otra igual). Asimismo, las imprescindibles Con su blanca palidez y Noches de blanco satén formaban parte del paisaje de verano en aquellos guateques al atardecer. Poco después vendrían los tórridos temazos Samba p'a ti, Europa, Killing me softly... que hacían furor en todas las discotecas; también algo de Barry White, y la perturbadora Bella sin alma, de Riccardo Cocciante, seguida de Sabato pomeriggio ("gorrionsito qué melancolía") de Claudio Baglioni. Confieso, no sin rubor, que aquella Balada para Adelina, del almibarado Richard Clayderman, tuvo su momento en la hora caliente de la pista en penumbra. Quizá los muchos bailes 'agarrados' dieron lugar a que creciera en mí la idea de que el abrazo es la posición más natural y deseable entre dos cuerpos. Tiendo al abrazo, sí. De cuerpo entero. Después vendrían La chica de ayer, Groenlandia, Enamorado de la moda juvenil, EloiseThe sultans of the swing, Englishman in New York... y unas quinientas más, aproximadamente, que sumadas a las quinientas anteriores constituyen eso que algunos publicistas facilones llaman 'la banda sonora de nuestra vida'. Dicen eso por decir algo, pero no saben bien de qué están hablando. Ellos no lo han vivido, ni bailado, ni soñaron siquiera algunos bailes que yo viví a mis diecisiete, o sea, At seventeen, de Janis Ian. También estaba Vincent por entonces ("Starry, starry night..."), de Don McLean. Alguien se acordará, seguro. Fue el año de COU.

Don McLean - Vincent (Starry Starry Night) - YouTube

viernes, 9 de mayo de 2014

la ataraxia

     Hay días, semanas enteras, en que la sola idea de pasar a la acción produce tal fatiga que desaconseja toda actividad, ya sea esta emprender un viaje o planchar una camisa. Son esos días en que levantarse de la cama exige un esfuerzo sobrehumano -'homérico', diría mi buen Máximo Higuera- y el cuerpo nos pesa una barbaridad. Sin embargo, más que el peso en sí mismo, es la pesadumbre lo que hace poco menos que inviable cualquier tentativa de convertir la idea en acto, el vago deseo en realidad cumplida. Para esos días de abulia y desgana, el mejor consejo es 'ni lo intentes'. De acuerdo que el célebre "preferiría no hacerlo" de nuestro héroe Bartleby el escribiente es más educado, sí, más flexible y relativo -"preferiría"-, pero esa fórmula también deja entreabierta una puerta a la posibilidad de "hacerlo", si no queda más remedio. Y no es eso lo que se prefiere en estos casos; es más, el verbo hacer está no solo en desuso sino proscrito expresamente en los periodos en que el silencio y la quietud son casi el único paisaje que admite el viajero. Así pues, nada como callar y ver nevar. Callar, no intervenir, no realizar acto alguno. 'Abstenerse' es la idea más limpia. 'Rehusar' es el verbo donde se evitan los mayores excesos y errores. No hacer (a su debido tiempo) es no cometer. No cometer es no perpetrar, y ello es la condición obligada para poder dormir varias horas seguidas sin tener que duplicar la dosis de somníferos. La fatiga de los metales -una expresión poética como pocas- reduce la resistencia de un material hasta llegar a la ruptura. Y como bien sabemos, la repetición continuada de un esfuerzo, aunque sea leve, conduce al estado de fatiga. La experiencia demuestra que este principio es válido tanto para el alma como para el acero, para la carne mortal y para el mármol de Carrara. Así pues, la Física y el buen sentido nos recomiendan no insistir en el esfuerzo reiterado que conduce a la fatiga, con sus consecuencias a veces irreparables. De ahí que en esos días de especial fragilidad lo más prudente es la quietud, la inacción, el silencio... Se trata de algo muy antiguo y anhelado por los sabios: la búsqueda de la ataraxia. Quien consigue instalarse en ella, como una balsa en un lago apacible, no sufre la corrosión de los metales, ni padece de rencores ni pasiones disolventes ni acidez de estómago. Quien alcanza la ataraxia -ese hombre imperturbable, señor de la serenidad- ha recobrado la Arcadia, el Paraíso perdido.

viernes, 2 de mayo de 2014

ante el espejo

     Cada vez que me miro al espejo veo a alguien distinto. Así podría empezar este post. O quizá un relato más o menos fantástico. Pero es un hecho cierto que de un día para otro no somos los mismos. Y eso se nota en el espejo. En los espejos. Porque no es igual mirarse uno y verse en su cuarto de baño que en los altos espejos de Zara o de Adolfo Domínguez. Las lunas de los escaparates nos devuelven a otro distinto del que fuimos antes de darnos el visto bueno y salir de casa. Tengo comprobado que cada individuo es una multitud. Yo al menos, lo soy. Aunque todos (o casi todos) los que hay en uno se parecen entre sí. Pero no he de negar que en ocasiones surge un desconocido que nos mira desde algún espejo impávido con una mezcla de burla y reproche. En esos casos, parece como si fuera él quien nos sometiera a examen, quien desaprobara nuestra apariencia o actitud. Es un extraño, sin duda, un visitante a deshora que incomoda, que desasosiega incluso. Se mira uno al espejo un jueves por la tarde y aparece por sorpresa el que fue, el que fuimos hace seis, ocho años -otra tarde-, después de una comida generosa, postre dulce, café solo y varias copas de alegría. 'Te conozco, bandido', le dices al que ahora tienes frente a ti, en el espejo. Y sonríes como un gilipollas, dándotelas de seductor. Hay veces, sí, que no sabe uno quién mira a quién, ni de qué lado (o bando) del espejo está. ¿Duelo de mirones? Ni eso: al final siempre gana el otro, el que tiene su propia vida al margen de los hechos. Lo confieso: detesto y envidio a ese alter ego libre de toda responsabilidad civil. Algo falla en la continuidad de las horas y en la relación causa-efecto. Y digo esto porque ya he perdido la cuenta de las veces que me acicalo despacio, elijo con esmero camisa limpia, pantalón, calcetines y zapatos bien combinados; entretanto, escucho la música seleccionada para la ocasión; si es viernes a las 13.30 horas, me sirvo medio martini. Ante el espejo todo parece indicar que el mundo está bien hecho y hoy va a ser el día perfecto para obtener un diez en prestigio y placeres. Voy de camino a ello. Mi reflejo en las ventanas del metro me dice que sí, que hoy tengo... aura, eso que nadie sabe bien qué es y que solo tienen Linda Evangelista y unos pocos privilegiados. A la salida del metro, los grandes ventanales de la Telefónica y los escaparates de la Gran Vía confirman uno tras otro que el aura te acompaña. ¡Oh, cielos de Madrid, azules mares navegables! Sin embargo, cinco, seis horas después, ya nada es lo que era, lo que prometía. Estás cansado. Has bebido algo más de la cuenta. Mientras te cambias de ropa, observas en el espejo del armario que has perdido brillo, frescura, que ya no tienes gracia, ni mucho menos aura. Y recuerdas sin remedio aquello de "zángano de colmena", y sobre todo "cacaseno". Pero, tranquilo -tranquilos-, mañana sábado toca limpiar con cristasol los espejos de la casa. Y es entonces cuando el mundo se ilumina al mediodía y vuelve el aura a encender tus manos, tus pasos, tu mirada... En un momento así, el gran Vinicius de Moraes, sentado en aquella terraza frente a las olas, vio venir a una muchacha, y sintió, o eso dijo, "toda la terra rodar". Que así sea.


viernes, 25 de abril de 2014

desaparecido en facebook

     Llevo una semana desaparecido en Facebook. No hay noticia ni rastro de mí en todos estos días. No he publicado nada, ni he compartido nada. Tampoco he sido mencionado, salvo en una ocasión, y aun en este caso fue para que alguien dejara constancia de que la noche del viernes 18 no estuve allí donde se me esperaba. De Bob Dylan se ha dicho que tiene el don de no aparecer nunca donde todo el mundo espera que aparezca. En la película de Michael Mann Enemigos públicos hay una escena memorable en la que Dillinger -el legendario atracador de bancos, interpretado por Johnny Depp- pone a prueba nuestro corazón al introducirse en la boca del lobo: mientras toda la policía de Chicago ha salido en su busca, él entra por su pie en la comisaría semidesierta, observa sus propias fotos y recortes de prensa clavados en el tablón, curiosea entre las mesas, se acerca a un grupo de agentes que están siguiendo el operativo montado para darle caza. Pero Dillinger se sabe allí invisible, porque es precisamente allí donde nadie le espera. Tras la visita, sale del edificio y avanza despacio, como una sombra, a través de un nido de polis armados hasta los dientes que le reconocerían incluso en sueños. Y sin embargo, no lo ven, no lo ven... ¿Acaso hay algo más tentador que ser el hombre invisible? Pues como un pequeño Dillinger me he sentido estos días entrando impunemente en Facebook cuando nadie, o casi, se hallaba conectado. A la mañana siguiente, cualquiera habrá podido enterarse de que hace seis horas yo he estado allí. Aunque confieso que también he hecho fugaces visitas en momentos de aforo completo, de prime time, pero siempre en brevísimas acciones en las que mi presencia no llega a ser advertida en medio de la multitud. Es como cuando la llamada telefónica intervenida por el FBI se corta justo antes de que pueda ser localizada. Dillinger presumía ante la prensa de solo necesitar "un minuto y cuarenta segundos" para atracar un banco. Durante estos días en fuga, yo he tardado apenas la cuarta parte, 25", en ver qué había de nuevo por ahí y quién se hallaba alerta en fb. Me pregunto por qué será que me atrae tanto la idea de desaparecer por un tiempo, de ser declarado 'en paradero desconocido'. Paradero Desconocido es una latitud variable en el mapamundi, un lugar de acogida, un territorio exento, un salvoconducto irrestricto, una patria provisional para los exiliados, expatriados, excomulgados...  Sí, me he declarado virtualmente en paradero desconocido. Al menos por una semana. "¿Adónde van los desaparecidos?" se preguntaba Rubén Blades en una canción inquietante, aunque aquellas eran unas desapariciones forzosas, criminales, no conviene olvidarlo. Las mías son meras travesuras, juegos, divertimentos. Me gustaría que algunas de mis desapariciones resultaran tan perfectas como aquellos misteriosos once días en que Agatha Christie estuvo desaparecida, y de los que no hay constancia, ni siquiera indicio de que se hallara en lugar alguno. Me conformo con eso: once días, once semanas o meses... Once minutos de los que nadie sepa nunca dónde estuve, qué hice, en qué pensé.

jueves, 17 de abril de 2014

hoy no hay

     Este viernes doy descanso a los lectores. Muchos de ellos estarán en la playa, otros en las procesiones, y algunos viajando como locos por esos mundos, sin tiempo ni ganas para asomarse a este mirador. De modo que hoy no hay, como sucede con el periódico del 1 enero, o del Sábado Santo, que tampoco hay. De todos modos, viene bien un día de ayuno, un caer en la tentación del silencio, tan habitable, un apagar los teléfonos y los ordenadores, y que discurra el tiempo sin obstáculos. Un poco de nada es en ocasiones la mejor receta frente a los excedentes de todo tipo. Negarse uno también tiene su aquel. Y ya he dicho más de lo que debía, traicionando así mi verdadera intención. Cierro esta entrada inexistente con el poema más breve, de menos caracteres, que haya escrito nunca:

no ruido
no voces
no música
ni casi silencio
apenas
sólo tiempo
sin ruido
ni voces
ni casi momentos

viernes, 11 de abril de 2014

chocolate negro

      Un bombón de chocolate negro es una invitación a cerrar los ojos y fantasear con los más suculentos placeres. Tengo aquí, al alcance de la mano izquierda, un bombón envuelto en un lujoso papel negro brillante en el que solo aparece una palabra: noir. Lo miro pero no lo toco, ni lo rozo siquiera con la parte externa del dedo meñique. Ese bombón me va a llevar al paraíso dentro de un minuto, dos, acaso tres... o algo más. No sé por cuánto tiempo seré capaz de permanecer así, mirándolo y no desenvolviéndolo. 'Desenvolviéndolo' me recuerda a la palabra 'bamboleo'. Y bamboleo es una mecedora en agosto a la hora de la siesta. Hay un cuadro de Romero de Torres, pintado en 1900, que se llama precisamente así, La siesta. Lo conozco bien: la acción sucede en un jardín fragante del sur; una mujer joven, sin duda esbelta, con un vestido blanco y espumoso, muy sorolla, se bambolea a la sombra en la mecedora art déco; una sombrilla roja queda en primer término, abierta, como recién abandonada, en el suelo. El pintor nos oculta casi todo el rostro de esa mujer. No puedo asegurarlo, pero creo que tiene los párpados entornados y acaso paladea un bombón noir. De ser así, ella tendría los labios entreabiertos, voluptuosos, y una expresión de anhelo y de placer al mismo tiempo. ¿En qué estará pensando ella? ¿En qué momentos, vividos o no, en qué sueños? ¿Qué secretos deseos ocuparán su mente? Casi que se percibe el aire quieto que la envuelve, la temperatura que hay ahora a la sombra en el jardín, el tacto y la curva del reposabrazos de la mecedora en su mano diestra... Me pregunto qué me llevó a comprar esta tarjeta, precisamente esta, aquella mañana de domingo, a la salida de la exposición. Por momentos, me vuelvo mujer meciéndome en ese jardín a la hora de la siesta. Percibo el olor de las adelfas y de las azucenas, y el roce delicado, la caricia del vestido de organza en los hombros, los muslos, las rodillas... Qué bien se está aquí, a solas, qué dulzura, pero a la vez qué nostalgia anticipada: cómo echaré de menos, lo sé, estas flores, esta cálida luz que ahora siento en los párpados, el vaivén suave de la mecedora, esta belleza tan efímera... Lentamente, como quien comete un acto inconfesable, empiezo a desenvolver el bombón de chocolate negro. El sonido del envoltorio se confunde con el cri-crí de una chicharra en la postal. No sé si llevarme el bombón a la boca o... a la de esa bella mujer ensimismada. Cierro los ojos. Aspiro las fragancias del jardín. Dejo que el bombón se derrita despacio en la boca de esa mujer sin nombre a la que ahora suplanto. El paladar me lleva a hacer mía su memoria, percibir sus sensaciones, fantasear de otro modo. Soy casi ella por momentos. Compruebo que no hay nada como ser mujer durante un bombón de chocolate negro para entender algunas cosas, estampas, emociones, sueños, sinestesias..., momentos que nunca sucedieron, pero que la memoria guarda.

La_siesta_by_Julio_Romero_de_Torres.jpg (700×1126)