Afortunadamente no había testigos. Pero qué sospechoso
hubiera resultado para la policía ver, la noche del miércoles, a una pareja de
rodillas en el parque desierto, con un cuchillo en la mano, removiendo
afanosamente la tierra. No nos hubiera sido fácil dar una respuesta breve y
convincente. Aunque todo empezó el pasado domingo, en el jardín fragante de la
bella Raquel. Como ya es costumbre, la noche de San Juan nos reunimos allí un
grupo de amigos a pasar un buen rato y recibir de la mejor manera el solsticio de
verano. La anfitriona, además de presentarnos con una especial sonrisa a Miguele –nuevo en estas fiestas–, había hecho su incomparable y obligado gazpacho,
marca de la casa. Concha, que posee
una alta escuela culinaria, llevó una muy sabrosa carne fría con salsa de mil
verduras. Carmen, mi mujer, había preparado ese puding de alcachofas que da
gloria llevarse a la boca. Miguele –procedente del sur– nos sorprendió a todos
con un tabulé moruno y limonero que causó sensación. Roger –hombre amable y
dulce– aportó unos suculentos pastelillos cuya elaboración debió llevarle
pacientes horas de cocina y horno. Gonzalo y yo (tipos duros, como Norman
Mailer)... sendas botellas de buen crianza. La noche estaba fresca y la luna
enorme. Daba gusto estar allí, entre amigos. El vaivén de la conversación nos va
llevando de un sitio a otro, de un tema a una broma, de una sonrisa a una
película de...¡de Marisol!, nada menos. Y yo, que me tengo por hombre
agradecido, proclamo sin rubor que ella fue y será siempre mi amor primero, mis
primeras lágrimas en el cine. Y para mayor verosimilitud, puntualizo nostálgico:
“Yo vi Un rayo de luz en el cine Omy
de Medina de Rioseco.” Y en estas, Miguele exclama: “¡Pero tú eres de Medina de
Rioseco?” A partir de ahí se montó la marimorena de las coincidencias y de las
familias y amigos comunes y del tremendo azar que nunca sabe uno. Y así, entre
descubrimientos y complicidades, risas, guiños, afectos, más vino... nos dieron
las doce menos diez. Siguiendo la costumbre, había que escribir en un papelito tres
antideseos o rechazos que cada uno quisiera echar a la hoguera; asimismo, en
otro papel, aquello que deseamos que suceda o se cumpla de hoy en adelante.
Tres deseos, no más. Estos últimos, cada uno los envolvió en una hoja de yedra
o similar, para dejarlo dormir durante tres noches bajo la almohada. Los otros,
los malos rollos, ¡a la hoguera, a la hoguera, a la hoguera! Sobre ella saltamos
tres veces seguidas pronunciando una y otra vez las palabras rituales: “¡¡¡San
Juan San Juan dame milcao que yo te
daré pan!!!” Por momentos me sentí casi como alegre bruja en las cuevas de
Zugarramurdi. Todo un aquelarre. Y así llegamos mi mujer y yo a la noche del
pasado miércoles, de rodillas, removiendo la tierra en el parque para cumplir
el rito de enterrar en fértil los tres deseos primordiales escritos en la noche
de San Juan. ¿Cómo explicarle todo esto a la policía en el caso de haberse
acercado para decirnos: “Buenas noches. Disculpen, pero..., ¿qué están haciendo
ustedes aquí?” Y yo tendría que empezar por el principio: “Pues, miren,
señores agentes, la noche del pasado domingo, en el jardín fragante de la bella
Raquel...”