viernes, 28 de junio de 2013

en el jardín fragante

 Afortunadamente no había testigos. Pero qué sospechoso hubiera resultado para la policía ver, la noche del miércoles, a una pareja de rodillas en el parque desierto, con un cuchillo en la mano, removiendo afanosamente la tierra. No nos hubiera sido fácil dar una respuesta breve y convincente. Aunque todo empezó el pasado domingo, en el jardín fragante de la bella Raquel. Como ya es costumbre, la noche de San Juan nos reunimos allí un grupo de amigos a pasar un buen rato y recibir de la mejor manera el solsticio de verano. La anfitriona, además de presentarnos con una especial sonrisa a Miguele –nuevo en estas fiestas–, había hecho su incomparable y obligado gazpacho, marca de la casa. Concha,  que posee una alta escuela culinaria, llevó una muy sabrosa carne fría con salsa de mil verduras. Carmen, mi mujer, había preparado ese puding de alcachofas que da gloria llevarse a la boca. Miguele –procedente del sur– nos sorprendió a todos con un tabulé moruno y limonero que causó sensación. Roger –hombre amable y dulce– aportó unos suculentos pastelillos cuya elaboración debió llevarle pacientes horas de cocina y horno. Gonzalo y yo (tipos duros, como Norman Mailer)... sendas botellas de buen crianza. La noche estaba fresca y la luna enorme. Daba gusto estar allí, entre amigos. El vaivén de la conversación nos va llevando de un sitio a otro, de un tema a una broma, de una sonrisa a una película de...¡de Marisol!, nada menos. Y yo, que me tengo por hombre agradecido, proclamo sin rubor que ella fue y será siempre mi amor primero, mis primeras lágrimas en el cine. Y para mayor verosimilitud, puntualizo nostálgico: “Yo vi Un rayo de luz en el cine Omy de Medina de Rioseco.” Y en estas, Miguele exclama: “¡Pero tú eres de Medina de Rioseco?” A partir de ahí se montó la marimorena de las coincidencias y de las familias y amigos comunes y del tremendo azar que nunca sabe uno. Y así, entre descubrimientos y complicidades, risas, guiños, afectos, más vino... nos dieron las doce menos diez. Siguiendo la costumbre, había que escribir en un papelito tres antideseos o rechazos que cada uno quisiera echar a la hoguera; asimismo, en otro papel, aquello que deseamos que suceda o se cumpla de hoy en adelante. Tres deseos, no más. Estos últimos, cada uno los envolvió en una hoja de yedra o similar, para dejarlo dormir durante tres noches bajo la almohada. Los otros, los malos rollos, ¡a la hoguera, a la hoguera, a la hoguera! Sobre ella saltamos tres veces seguidas pronunciando una y otra vez las palabras rituales: “¡¡¡San Juan San Juan dame milcao que yo te daré pan!!!” Por momentos me sentí casi como alegre bruja en las cuevas de Zugarramurdi. Todo un aquelarre. Y así llegamos mi mujer y yo a la noche del pasado miércoles, de rodillas, removiendo la tierra en el parque para cumplir el rito de enterrar en fértil los tres deseos primordiales escritos en la noche de San Juan. ¿Cómo explicarle todo esto a la policía en el caso de haberse acercado para decirnos: “Buenas noches. Disculpen, pero..., ¿qué están haciendo ustedes aquí?” Y yo tendría que empezar por el principio: “Pues, miren, señores agentes, la noche del pasado domingo, en el jardín fragante de la bella Raquel...”

viernes, 21 de junio de 2013

a los que hirió el amor

 El blog ha crecido últimamente, ha dado un estirón. Desde que publiqué elogio del matrimonio se han incrementado muy notablemente las visitas. De hecho, ese post se ha convertido en apenas unos días en el más visto de todos los publicados hasta ahora, y además a gran distancia del segundo. ¿Cómo interpretarlo? ¿El título es tan provocador que lo hace irresistible? ¿Mi matrimonio despierta morbo? ¿Rouco Varela está moviendo los hilos para arrimar el ascua a su cocina? No sé. Lo cierto es que las estadísticas de Blogspot son concluyentes. Lo que me corresponde ahora es conseguir eso tan difícil de ‘mantener la audiencia’. Para ello, no puedo olvidarme de nadie en cada nuevo post. Como en aquel anuncio de Coca Cola, habré de tener presente a todo el abanico, a toda la biodiversidad de lectoras y lectores que han entrado aquí en las últimas semanas, incluso a los que no lo han hecho aún pero son susceptibles de hacerlo: a los que entraron en silencio desde el primer día; a los que se han arrepentido algún viernes de haber entrado; a los que me lo pasan todo por alto y a los que no están dispuestos a pasarme ni una; a las que me gustaría conocer y no será posible; a los del Atleti, entrañables enemigos; a los secretos visitantes que entran, leen y callan; a los mirones de toda condición; a los que aman de madrugada a Billie Holiday; a las que alguna vez, durante un cuarto de hora o casi, me han amado o creyeron que yo era un tipo amable; a los que hirió el amor; a las que me hirieron con su risa hermosísima; a las que dieron la callada por respuesta; a las que hicieron una obra de arte de su voluptuoso silencio, sus no-cartas, su mirar hacia otro lado, su sonrisa salvaje, su juventud, sus andares... Lo cierto es que tengo tanta gente a la que dirigirme y dar las gracias... Pero hoy, 21 de junio, día de san Luis, pienso en los veraneantes de este blog. Madrid está bien para veranear. El matrimonio, mis amigos, mi mujer, mis hijos, el disco de Miguel Poveda que ahora está sonado, el concierto de Samuel Barber que acaba de sonar, el dúo de Alejandro Fernández y Cristina Aguilera (¡Sí, sí, sí!, no me mires con esa cara) que va a entrar a continuación; el vino de crianza que me tengo reservado... Todo eso forma parte de la vida de este blog. ¿Qué hago con ello? ¿Qué debe hacer un hombre medianamente honesto, ma non troppo, con esos seres que alguna vez lo leen, que le sonríen en ocasiones? Hoy es viernes y empieza el verano. 

viernes, 14 de junio de 2013

verano

 Tercer día consecutivo de calor. Y con él todo cambia: se recuperan viejos hábitos que han permanecido ocultos u olvidados durante nueve meses. En la calle se produce un cambio de hemisferios y pasamos a la acera de sombra, a la zona de sombra. Todo se ve de otro modo desde esta perspectiva. En la casa, las persianas bajadas la mayor parte del día; el café, con hielo; el pantalón, corto y fresco; la camisa, liviana y amplia; las mantas, en lo alto del armario; la mejor hora, de siete a nueve, con la fresca. Y de igual modo que existe el tinto de verano (no para mí, por cierto, que eso me parece un contradiós), y el horario de verano, y el gazpacho, y las camisas de lino, etc, pues también existe una manera distinta de mirar, sin duda consecuencia del calor y de lo que eso conlleva. Sí, junto a la moda de verano está la mirada de verano. Y es en estos primeros días de calor cuando mejor se advierte su naturaleza hedonista, el modo en que la mirada se posa en un magnolio fresco, a primera hora de la mañana, o resbala espalda abajo por unas piernas cadenciosas, bien torneadas... En fin, esas cosas que nos salen al paso en estos días, y que tienen más relación con los milagros que con los solsticios. Los cambios de estación siempre son los más gratos, y la mirada, puesto que tiene memoria, se adapta con facilidad al veraneo incipiente. En días así, todo es ‘de estreno’ para los sentidos. Por fortuna, todavía no estamos en las torrideces de julio y agosto, esas noches que en Madrid y en otras ciudades no es cosa fácil conciliar el sueño, y procedente del patio de manzana nos llega el maullido encrespado de un gato/a insomne, acaso en celo. Y es que el calor hace estragos. Recuerdo ahora algunos versos de un poema humorístico que escribí hace..., no sé, muchos veranos: “Cuando se alcanzan los 40º a la sombra / y el sol aplasta y reblandece los tejidos de la gran ciudad... / los cuerpos se impacientan, / se desasosiega el ánimo / y no es cosa fácil mantener la calma.” Poco más adelante decía (cito de memoria): “A medida que la tarde avanza / va en aumento el riesgo de las perpetraciones: / es el tiempo de los peores crímenes y de los adulterios / mascados a conciencia. / Hay que ser pues precavidos / y no dar rienda suelta a los instintos.” Pero, tranquilos, que para llegar a eso faltan todavía algunas semanas y bastantes telediarios. Por el momento, disfrutemos de los mejores helados de tiramisú, leamos bellas páginas, quedemos a comer con una amiga/o interesante, concedamos el tiempo que se merece a elegir una camisa clara que nos siente bien, un pantalón fresco, un calzado cómodo, una palabra amable, una sonrisa acorde con este viernes, y con la sobremesa tan grata que aún no ha sucedido. Que así sea.

viernes, 7 de junio de 2013

elogio del matrimonio

 Siempre he sentido predilección por esas escenas de las películas americanas de la edad de oro del cine –años 30 y 40– en que el matrimonio se dispone a salir a cenar, habitualmente en Delmonico, en la 5ª Avenida, con otra pareja o grupo de amigos. El marido suele estar ya irreprochablemente vestido de etiqueta –si acaso a falta de hacerse el lazo de la pajarita–, y mientras ella se da los penúltimos toques ante el espejo, él se sirve un dry martini con mucho estilo, o un whisky con soda; más que nada, por hacer tiempo y entonarse un poco. Es entonces cuando ella, poniéndose un pendiente o examinándose el rímel y el rouge, le dice, en un tono entre casual y como distraído, eso que tanto me gusta: “Cariño, ¿me ayudas a subirme la cremallera?” Él acude solícito, claro está, pero sin apresuramientos, y ella, en un gesto maravillosamente femenino, se recoge el cabello en la nuca y le ofrece la espalda, con la cremallera del vestido subida solo a medias. El caballero se aplica a la tarea, pero, un segundo antes o inmediatamente después, ambos se miran en silencio a través del gran espejo que tienen delante. De esas miradas cruzadas, y del modo en que él suba la cremallera, va a depender la situación de la pareja, su estado sentimental, el devenir de la película. Así pues, el espectador ha de estar muy atento al detalle, al gesto, al ritmo...  En eso pensaba yo el otro día, desde el interior del probador de Zara –sección chicas– mientras mi mujer se probaba un vestido negro y ajustado, de verano, sin mangas, diez centímetros por encima de la rodilla, con cremallera a la espalda. El hecho en sí de entrar en la ‘zona mujer’ de probadores, tiene su aquel para un hombre, y más aún tratándose de un mirón declarado. Luego, ya en el pequeño receptáculo, tras la cortina, esos instantes íntimos en que ella se desviste para probarse el modelo elegido (¡qué decir del sonoro ‘fru-frú’ que produce el vestido sin estrenar al recibir el cuerpo de una mujer!); a continuación llega esa secuencia incomparable: observar el momento intransferible de ajustárselo ella a sus líneas y a sus curvas, a sus volúmenes; de hacer que todo esté en su sitio; de alisarlo con la palma de sus manos y observar el efecto en el espejo de arriba abajo... Eso es impagable: de las mejores cosas que tiene el matrimonio. “¿Qué tal me sienta? ¿Cómo me ves?”, te pregunta ella, examinándose. Tras un silencio valorativo, respondes: “Divina de la muerte.” Por momentos, el mundo está más que bien hecho, las expectativas son de ensueño y hay que elegir el día y el lugar para estrenar ese vestido y cenar en Delmonico. Por si algo faltara, ella te dice en voz baja, con ese brillo inequívoco en los ojos: “¡Y está genial de precio!”