Lo que yo he llamado alguna vez ‘amaneramiento’ del lenguaje
publicitario, Muñoz Molina lo llama ‘kitsch’
en un artículo reciente. No se me había ocurrido, es cierto, aunque me
parece una denominación atinada. De acuerdo que el autor le dedica solo un
párrafo al kitsch, a lo kitsch, en la publicidad, pero un
párrafo concluyente. MM se sirve de varios ejemplos tópicos para ilustrar su
teoría, entre otros el del anciano entrañable que amasa amorosamente el pan en
la vieja mesa de madera “para anunciar una marca de tóxicos bollos industriales.”
En publicidad, ese ha sido y sigue siendo el pan nuestro de cada día. Cálidos
crepúsculos, voces de oro, palabras empapadas de dulzor, sobreabundancia de
almíbar, emociones a flor de lágrima, una tercera edad como una perpetua luna
de miel madura (¡que para sí quisieran ahora mismo los chicos de 18!)... y todo
ello a fin de allanar el terreno de las conciencias y vendernos impunemente el
paraíso perdido de un plan de pensiones, privado, claro está. Pues bien, toda esa sensiblería sin escrúpulos
tiene su correspondencia en el exceso de azúcar que embadurna el spot caramelizado, o en el buen corazón
corporativo (valga el oxímoron) y el admirable sentimiento ecosostenible que transmiten las grandes compañías
energéticas, responsables y beneficiarias a su vez del tinglado contaminante. Ahora
bien, algo tendremos que ver en ello, supongo, “los llamados creativos de
publicidad” (MM dixit). Pero entrar
en ese tema, ese temita, no nos gusta nada a los creativos (o ex creativos, voluntarios o
forzosos): lo encontramos demagógico, superantiguo y, por supuesto, nada cool. A lo que iba: de igual modo que el
jazz se lleva bien con la botella de gin, el kitsch combina de maravilla con la irrealidad. Sí, el kitsch publicitario crea una realidad
paralela tipo Matrix (con todos mis
respetos a los hermanos Wachowski) en la que se quedarían a vivir muy
gustosamente los amigos del resort en
Cancún, de las cuentas opacas, de paraísos turísticos, y no solo turísticos, tales como Bahamas,
Barbados, islas Caimán, Gibraltar, San Marino, Liechtenstein... Voy concluyendo, señorías: el
amaneramiento por principio, los anuncios navideños, la sensiblería frente a la
sensibilidad, el artificio frente al arte, “Nornan Rockwell frente a Edward
Hopper”, los parques temáticos frente a los temas... todo eso es al arte lo que, en palabras de MM, “el hotel Alhambra
Palace de Granada a la Alhambra de Granada.” En definitiva: lo importante es el
anuncio, no lo anunciado. Compruebo que este post me está quedando de lo más kitsch, un puro artificio de palabrería resultona frente al desnudo de la palabra. Lo que yo defiendo (sin demasiada fe, todo hay que decirlo) es que la publicidad es una
convención, un juego que todos conocemos y aceptamos, de igual modo que
entendemos el cuento de Caperucita y damos por buenas las letras de los boleros
o las reglas del bridge. Dicho de
otro modo: hacemos ‘como si’ nos lo creyéramos, ‘como si’ fuéramos creyentes,
de manera no muy distinta al modo en que nos comportamos con la tradición de
los Reyes Magos. Sin duda la tradición más hermosa del mundo.
viernes, 27 de septiembre de 2013
viernes, 20 de septiembre de 2013
la tentación
Hay una tentación en el ambiente: la de no mirar, no leer el
periódico, no despertarse con las noticias de la radio, no ver los informativos
de televisión, no entrar en Internet. Eso es lo más tentador que hay ahora
mismo: no enterarse uno de nada. Yo he cumplido cincuenta y tantos el sábado
pasado y no recuerdo haber vivido una situación como esta. Recuerdo, sí, los
últimos años de la prehistoria: la estúpida censura, los grises dando leña ‘de
oficio’ (sabían que era inútil), la insostenible irrealidad oficial de los
telediarios en blanco y negro. Pero aquello tenía el tufo inocultable de lo
moribundo. La esperanza acechaba por todas partes. Hoy es otra cosa, en todos
los sentidos. Sin embargo, hoy es imposible hablar con alguien que se sienta medianamente
satisfecho (no digamos ya orgulloso) de lo que nos está pasando. En cuanto a la
esperanza, ni está ni se la espera: hay que inventársela. Vayas donde vayas se
oye o se desprende del silencio, de los silencios, la misma canción triste: ‘qué
fraude, qué estafa, cuánta mentira, qué banda de corruptos, qué sinvergüenzas,
la culpa es nuestra por...’ Mires donde mires –los médicos, los profesores,
los investigadores, los jubilados, los jóvenes, los parados, los precarizados...–
todo es lamento, o algo más. ¿Qué hacer ante semejante panorama? Mirar hacia
otro lado es una salida, sí, pero, ¿hacia dónde? ¿Huir de la actualidad? Vale,
de acuerdo, evito las noticias del periódico, los titulares de portada, los
editoriales, y me limito a las páginas de cultura y espectáculos, pero resulta
que el mundo del espectáculo está en un grito por malos tratos. Huyendo de la quema, me refugio en la columna apacible de un esteta
presocrático, aunque me encuentro con esta desagradable sorpresa: “Un estado no
puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a
él.” Intento nadar en las templadas aguas de la filosofía, pero me sale al paso
esta inquietante reflexión orteguiana: “La realidad que se ignora acaba vengándose.”
Por último, acudo a lugar seguro y alejado de toda contaminación: los
proverbios orientales. Pero cuando más felices me las prometía con su saber
intemporal, me doy de bruces con este malintencionado proverbio árabe: “La
primera vez que se produce un engaño, la culpa es del que engaña; la segunda,
del que se deja engañar.” Desalentado, arrojo la toalla y enciendo la
televisión indiscriminadamente, confiando que entre los anuncios (que Dios
guarde) y los deportes pueda librarme
por esta vez del malestar general. Pero no es el caso, oh sorpresa: parece que,
contra todo pronóstico, la cosa va bien, y que España remonta, y que el
Gobierno cumple, y que los españoles empezamos a tomar conciencia de que hoy
estamos mejor que ayer pero menos bien que mañana. Ahora me doy cuenta de mi
torpeza: me había equivocado buscando sosiego en proverbios y filósofos; la
solución a mi problema estaba mucho más cerca de lo que podía imaginar: en los
telediarios de TVE. Qué tonto y qué ingrato he sido todo este tiempo. No aprende
uno. ¡En ningún sitio como en la televisión de todos, para todos!
viernes, 13 de septiembre de 2013
confieso que
Confieso que a mí las esencias patrióticas y
los valores eternos de la nación, de las naciones, pues... ni frío ni calor. Me
pasa con ello lo mismo que a Savater con la religión cuando escribió aquel
artículo titulado A mí la fe, ni fu ni fa. Con las banderas, con los símbolos, me ocurre
algo parecido: están bien en los grandes partidos internacionales para dar
vistosidad al estadio y animar a los nuestros, pero poco más. Cuando los
símbolos se llevan a otros terrenos, se convierten en otra cosa y pierden la gracia. Es bien sabido que en España tenemos una cierta tendencia –o mejor,
una acusada tendencia– al exceso, y con
esto de los símbolos y de las patrias, más aún: hay gente aquí (y no solo aquí) que se pone tremenda por un quítame allá esa bandera, ese himno, esa ofensa
intolerable a la Nación. Siempre encontramos motivos –nos sobran los motivos– para sentirnos ofendidos. Y el que no los
encuentra es porque no quiere. Ahora resulta que, para algunos, para no pocos,
el mundo, el COI, ha ofendido a Madrid, y por extensión a toda España, con la
eliminación para organizar los Juegos Olímpicos de 2020.
¿Y qué decir de las seculares humillaciones de ‘Madrid’ a lo más
sagrado, al alma de Catalunya, y viceversa, el rencor separatista de los catalanes hacia
la Patria común e indivisible de todos los españoles? Confieso, no obstante,
que soy eso que podríamos llamar un español de molde: tengo casi todos los
defectos tradicionalmente atribuidos al español (y algunos más de mi propia
cosecha), pero no ese, el de participar en la airada dialéctica del ofensor y
el ofendido. Confieso también que a mí los nacionalismos, todos los
nacionalismos –y particularmente el español, quizá porque lo conozco más de
cerca–, además de estar fundados en una idea de ‘destino’ común (o peor aún, de
‘predestinación’) que no tiene un pase, además de eso, digo, los encuentro a
todos, en mayor o menor medida, estrafalarios, ruidosos y de una retórica
estomagante. El nacionalista patriota cuando está de buenas es o acaba siendo
un plasta, y si además se ha tomado unas copas, siempre termina cantando himnos
o canciones de fervor patriótico. Pero cuando está de malas, el patriota es un
peligro. Y con copas, peor. Confieso, en fin, que, frente a esos ardorosos
tenores de cualquier nacionalismo, prefiero a los hedonistas, los escépticos,
los relativistas, los discretos, los que no dan voces, los que no tienen mal
vino, los que ríen o sonríen, los que aman la vida por encima de las banderas, de
los himnos, de las patrias y los patriotismos... Por cierto, hay una idea de
patria(un poco antigua, es cierto) que sí comparto; la expresó Cicerón en
cuatro palabras: Ubi bene, ibi patria.
Algo así como: allí donde te sientas a gusto, allí está la patria. Más o
menos.
viernes, 6 de septiembre de 2013
días de agosto
Mientras la Gran Guerra del 14 sacudía Europa, la burguesía
portuguesa tomaba las aguas en los apacibles balnearios de Curia y de Luso. En
uno de aquellos hoteles-balneario de la belle
époque hemos pasado unos días de agosto. El Grande Hotel da Curia fue
discretamente reformado en los primeros años 90, pero conservando todo su
aire de época, su imponente presencia de trasatlántico, sus salones modernistas con mobiliario art deco.
A nuestra llegada, al encontrarnos con aquel magnífico edificio varado en el
tiempo, comprendimos que habíamos viajado a la época de los Grandes Expresos
Europeos y los blancos hoteles des bains,
y que estábamos a punto de ingresar
en una novela que algún escritor viajero dejó inacabada allá por los años 30. Solo
faltaban media docena de Bugattis aparcados a la entrada. ¿Faltaban? Bueno, en
cierto modo seguían allí. Porque al espléndido decadentismo del Grande Hotel
contribuía no poco el hecho de que fuéramos en torno a docena y media de
huéspedes repartidos por sus tres plantas con casi noventa habitaciones de
medidas más que generosas, altos techos, luminosos ventanales, amplios cuartos de baño con suelo de mármol blanco... La biblioteca o sala de lectura era todo un club inglés años 20, con
aparadores, butacas, chimenea, vitrinas con celosía, piano, lámparas de un
modernismo cubista... todo ello en armoniosa convivencia con los galeones y motivos de caza inequívocamente
ingleses colgados en las paredes. La biblioteca, como casi todo lo demás,
siempre estaba desierta. Los salones, no: los salones habían quedado tal
que suspendidos tras la última fiesta, tras el último baile con orquestina y
fox lentos con los que se despedía, acaso sin saberlo, un mundo ido... o a
punto de irse. Pero ahora -cuando todos en el hotel dormían salvo el
recepcionista-, yo me dejaba llevar por la novelería. En mi fantasmal deambular
por la oscuridad de los salones de entreguerras, no me era
difícil cruzarme con sombras como las de Settembrini, Hans Castorp, Gustav von
Aschenbach; el barón de Charlus, Oriana y otros personajes pertenecientes al mundo
de Guermantes también salían a mi encuentro sin esfuerzo. Las lámparas se encendían a mi paso y cobraban vida las fragancias marchitas en los
búcaros, las conversaciones sotto voce
de entonces, las historias de amor que acaso no llegaron a ser, o lo fueron tan
solo en secreto, durante aquellos días de agosto... La lejana música, que apenas me llegaba desde
la recepción del hotel, se fundía en mi mente con algún disco de Pink Martini. Y de ahí
a los bailes glamourosos de los grandes trasatlánticos, a las pérgolas de la Riviera hasta
el amanecer color champagne, a las locas fiestas de los tiempos del gin y del
jazz en las mansiones de Long Island... no había más que un paso. En fin. El
Grande Hotel da Curia ha quedado unido para siempre en mi imaginario a nombres
tales como Karlovy Vary, Baden-Baden, Davos, Balbec, Marienbad...
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