viernes, 25 de noviembre de 2016

las gafas perdidas, un guante rojo...

     Me había puesto las gafas para leer un whatsapp cuando en ese momento entró una llamada en el móvil. Un amigo. Sin dejar de moverme por la casa y hacer pequeñas tareas rutinarias, charlamos durante dos o tres minutos, no más. Esa fue la última vez que vi las gafas. Las eché en falta casi inmediatamente después. Es algo que me sucede a menudo, pero siempre aparecen al poco de iniciar la búsqueda. Esta vez ha sido distinto: todos en casa las hemos buscado sin dejar rincón ni estantería por escudriñar. Y así ha transcurrido un mes. Cada día que pasaba, el misterio iba en aumento. ¿Pero cómo es posible!, nos preguntábamos con incredulidad. Creo que si en lugar de unas gafas hubiera desaparecido una joya o algo de valor, todos en casa habríamos desconfiado de todos. Ante lo infructuoso de las batidas, abandonamos la búsqueda y me compré otras semejantes. Caso cerrado. Sin embargo, el sábado pasado, también al mediodía, reaparecieron sin necesidad de buscarlas. Estaban en el bolsillo interior de una americana que no me pongo desde hace años porque pienso que me queda grande, y además nunca sé cómo combinar, ni en qué casos ponerme, ni para ir adónde, ni con quién. ¿Cómo pudieron llegar mis gafas hasta ese bolsillo interior en la parte más oscura del armario? Sólo llevadas por mi mano, claro está. Ni que decir tiene que yo había buscado a palpas en los bolsillos de todas las camisas, de todas las chaquetas y prendas de abrigo colgadas en el armario. En todas menos en una, deduzco. Y tiene su lógica: esa chaqueta estaba libre de cualquier sospecha y quedó exenta de cacheo. Aunque, bien mirado, era el lugar perfecto para esconder algo, para hurtarlo a mi búsqueda, ya fuese una llave suelta o una foto inconveniente, un fajo de billetes o un número de teléfono en una servilleta de papel. A veces tiene uno la impresión, o mejor la sospecha, de que las cosas no desaparecen porque sí, sino porque desean perderse de vista, al menos por una temporada. Poco antes de que reaparecieran esas gafas me había entrado otro whatsapp, esta vez con una foto hecha a la entrada de una boca de metro: un guante rojo de mujer aparece en el suelo, impecable entre la suciedad, pero dispuesto de tal modo que más que perdido diríase dejado ahí a propósito, como una señal que sólo su destinatario sabría descifrar. ¿Y quién me envió esa foto? Pues el mismo con el que estuve charlando un mes atrás durante un par de minutos. Todo está secretamente relacionado de algún modo. Y no descartemos la idea de que el azar solo es otra lógica cuyas reglas aún no conocemos. Las leyes invisibles de la causalidad rigen nuestras vidas.

viernes, 18 de noviembre de 2016

ni pena ni miedo

     Esa divisa del poeta chileno Raúl Zurita -"ni pena ni miedo"-, excavada en el salitre del desierto de Atacama, con una longitud de más de tres mil metros, quisiera yo hacerla mía en estos tiempos de tribulación en que el retroceso avanza por todas partes, en todos los órdenes. La semana pasada, tras conocerse los resultados electorales en EE.UU, el Nobel de Economía Paul Krugman escribió: "Resulta tentador llegar a la conclusión de que el mundo se va al infierno, pero como no se puede hacer nada al respecto, ¿por qué no limitarse a cuidar del jardín?" Y en verdad es tentadora esa idea de la renuncia (que el propio Krugman rechaza), del abandono ante lo inevitable. Después de todo, si la suerte está echada... para qué librar esa batalla perdida de antemano. Incluso tendría su estética. No sé si estaremos aún a tiempo de reaccionar frente a ese mundo de pesadilla que ya se deja ver sin recato ni disimulos. Los patrocinadores de esa irresistible ascensión se sienten fuertes, seguros de su empresa, y mientras aquí nosotros languidecemos de melancolía, hace tiempo que ellos están entrando a saco en el templo. Y además con todas las de la ley. En una escena de esa maravillosa película que todo aficionado al cine debería ver ya mismo, Historia de una pasión -A Quiet Passion-, Emily Dickinson se lamenta amargamente ante su hermana: "Vinnie, ¿por qué el mundo se ha vuelto tan feo?" Y más feo que se va a poner. Si las cosas son lo que parecen, la que se nos avecina es de una fealdad intolerable. Pero, mira por dónde, quizá esa necesidad de defender un mínimo de elegancia estética, y por tanto moral, nos lleve a algunos diletantes estetas hedonistas a tener al fin un gesto teatral y hermosamente inútil (o no) frente la barbarie. Me estoy poniendo estupendo, lo sé, y me encanta, casi que me excita la libido de este jueves 17. Es mediodía y el cielo de Madrid que veo a mi izquierda, tras la ventana, resulta un escándalo de puro azul limpísimo, guilleniano. Mientras escribo, suena una vez más Marin Marais, la banda sonora de Tous les matins du monde. Nada que ver pues con esa basura, con esa distopía tan amenazadora. Y bien mirado, quizá este post haya sido un malentendido por mi parte, una falsa alarma. Y además, ¿quién dijo miedo? Ni pena ni miedo. Así las cosas, si hay que elegir una canción, qué mejor en estos días que una de Leonard Cohen recreada en Omega por el gran Morente: "Primero conquistaremos Manhattan / después conquistaremos Berlín."    

viernes, 11 de noviembre de 2016

instrucciones de uso para una día de lluvia

     El pasado martes 8 dejé escrito aquí un borrador inacabado que, leído ahora sin más, resultaría de una frivolidad irritante, incluso parecería una deliberada provocación por mi parte, casi como aquello tan célebre que anotó Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación." Hecha la pertinente advertencia, esto fue lo que escribí, tal cual: Sales de buena mañana para hacer unas gestiones y a eso de las once ya tienes todo resuelto. Es así como te encuentras con tres horas libres de cargas con las que no contabas. Esta lluvia mansa de noviembre invita a abrir el paraguas y pasear por la Gran Vía hasta Callao. Y aquí el relato se bifurca: si vas solo, que es lo normal, el paraguas es todo tuyo y tú gobiernas el paso, el ritmo, la dirección, las pausas ante los escaparates, dónde tomar un café, el tiempo que permaneces curioseando en una librería; pero si te has encontrado con alguien, pongamos con una vieja amiga (que ya es casualidad), y te has ofrecido gentilmente a acompañarla, tienes que ajustar tu paso al suyo, coordinar la cadencia de los andares, atender las inflexiones de su voz, mirar por ella. Esa es una tarea sutil y delicada que rara vez sucede, y que casi nadie practica ni disfruta. El paraguas amplio (jamás plegable) ha de situarse a la altura precisa y con el punto justo de inclinación para crear esa campana de intimidad que favorece el diálogo, el bienestar compartido. Es un combinado de geometría y musicalidad, de miradas oblicuas y pequeños detalles. Cruzáis un semáforo y al llegar a la otra acera percibes, percibís, que algo ha cambiado: apetece seguir paseando juntos un rato más. Y si suena el móvil, se le ordena callar. O mejor, silenciarlo previamente, igual que hacemos en el cine. Y ello estaría justificado, pues algo como de película es lo que sucede en ese pasear bajo el paraguas a media mañana de un lunes lluvioso. La sensación cinematográfica se percibe de pronto al pisar la primera franja amarilla en un paso de cebra. O al veros reflejados en la luna de los escaparates al pasar, conviviendo unos instantes con los maniquíes...Y hasta aquí llegó el amable paseo dejado en suspenso, interrumpido acaso por una llamada inoportuna o por falta de inspiración. No sé cómo sería ese final. Quizá se despidieron en la boca del metro y cada uno se fue por su lado. O acaso procedía un café y entraron en un Starbucks. O en una panadería, como hacen Jack Nicholson y Helen Hunt al final de Mejor imposible. A la salida, habría dejado de llover. Sube la música y empiezan a entrar los títulos de crédito. El plano se va abriendo, se va abriendo... The end.


viernes, 4 de noviembre de 2016

rojo sobre negro

      En estos casos suelo contar lo de un compañero mío que tenía por norma dejar pasar el tiempo hasta que se acercara el momento de presentar la idea, el concepto creativo, la campaña. Si disponía de 48 horas, esperaba a los últimos 45 minutos para tomarse tres cafés dobles, fumar ansiosamente un cigarrillo tras otro y, con gesto atormentado, garabatear en el último momento unas pocas líneas definitivas. Recurro a esto para ir llenando el espacio en blanco y hacer como que escribo, antes de admitir la realidad: que hoy no tengo tema, ni ganas de salir a buscarlo. Podría acudir a borradores no publicados, o refugiarme en espacios de confort. También podría hablar de política y despacharme a gusto, pero hace tiempo que decidí no pisar más ese terreno, por las mismas razones que dejé de fumar: me sentaba mal y temía sus consecuencias. Con la política me ocurre otro tanto: si digo lo que realmente pienso, ello no me traería nada bueno, ni agradable. Mejor dejarlo estar y mirar hacia otro lado. Mirar, por ejemplo, hacia algún instante prodigioso, de esos que la vida nos depara ocasionalmente a los mirones. Pongamos por caso lo sucedido durante unos segundos el pasado lunes, a media tarde, en plena calle, junto al Café de La Paix, en París. Como quien ha salido de la pantalla de algún cine cercano -a la manera de La rosa púrpura de El Cairo-, aparece una figura portentosa de casi dos metros de estatura: un negro con traje negro, negro sombreo de ala ancha y algo así como un foulard rojo vivo anudado a la cintura. Una mezcla de atleta, modelo y bailarín de Broadway. Estacionado en la acera, levanta el brazo izquierdo en señal de aviso a un coche que se aproxima. Yo no había visto a nadie, lo juro, levantar un brazo de ese modo, con tal soberanía. El coche se detiene a su altura. Nuestro hombre abre una puerta suavemente y salen dos niños y una mujer, blanca, rubia, bien vestida. Mi mujer y yo observamos la escena desde la otra acera. Todo sucede como en un tempo diferente, en una atmósfera de irrealidad o ensueño. Acto seguido, los cuatro echan a andar. El hombre lleva de la mano a uno de los niños. Sus movimientos, sus andares, son a la vez elásticos y majestuosos, eurítmicos, coreográficos, como si en lugar de caminar se deslizara por la pista de baile o de hielo. Por dos veces volví la vista hacia él. A lo lejos, su alta cabeza, su sombrero, sobresalían aún entre la multitud.