viernes, 27 de marzo de 2015

secreta sociedad

     Crear una secreta sociedad con quienes ocultan en Facebook su verdadero rostro, nombre, edad, estado civil... Estaría bien. Aunque ya sé que todos escondemos algo. ¿Quién no tiene un teléfono oculto, una afición no declarada, una fantasía inconfesable? ¿Quién no ha soñado alguna vez con ser por unas horas o días un infame y genial impostor? Pero ahora me refiero a quienes se presentan en las redes sociales bajo la cobertura de una máscara, un pseudónimo, puede que tras una biografía ficticia o parcialmente inventada. No puedo negar que me fascinan las falsificaciones de documentos o de esos modigliani que 'superan' el original. Me fascinan, sí, esas breves imposturas inocuas que por momentos mejoran nuestros sueños. Es cierto que el mundo se divide entre quienes son transparentes y fluyen sin esfuerzo como "el agua suelta" de Borges, y aquellos que para sobrevivir necesitamos de la sombra y las fragancias y los frutos terrenales de este mundo. Soy impuro, lo admito, y si no cultivo la envidia como una enredadera es más por pereza o falta de codicia que por méritos propios. Admiro, cómo no, la despejada línea recta sin obstáculos, pero adoro el arco de una bahía o de un deseo. Puestos a divagar, me atrevo a decir que la recta es virtud, aspiración, concepto, exigencia, disciplina; sin embargo la curva es el resultado de someter la línea recta y rauda a la influencia del tiempo y del espacio, de la temperatura, de la luz y la sombra, la humedad..., de todo eso que condiciona y modifica los hechos que suceden, los acontecimientos, las pequeñas cosas. Pero decía que hay o podría haber algo así como una secreta sociedad de internautas semiclandestinos, de enmascarados online a los que me encantaría invitar a una fiesta. ¿Por qué no a un baile de máscaras donde cada uno acudiera debidamente disfrazado, disfrazada, siendo a todos los efectos quien dice ser, con la tranquilidad de quien sabe que han sido borrados del disco duro todos sus antecedentes penales? En ese baile, cada cual rendiría cuentas solo de su máscara, de su brillante o mediocre interpretación. Y así las cosas, todos nos acercaríamos unos a otros en función de las afinidades estéticas o de otro tipo. Confieso que en esa fiesta de inspiración veneciana me pasaría la velada recorriendo el palazzo y saludando a unas y a otros, pero buscando sin cesar a la Marquesa de Meteuil, pues no en vano yo sería el Vizconde de Valmont de Las amistades peligrosas. ¡Ay, qué música barroca de Scarlatti, qué pelucas y casacas y lunares rococó! ¡Que deliciosos artificios de sedas y de flores, flirteos, coqueteos, minuetos, espejos, cornucopias! Y lo mejor de todo: tras las perpetraciones y los homenajes al divino marqués..., a la mañana siguiente todo seguiría igual en Facebook, y nadie ajeno al convite sabría nada de lo sucedido esa noche con Madame de Tourvel y compañía. Porque todos respetaríamos el pacto de silencio, las reglas no escritas de una secreta sociedad. O dicho de otro modo: Eyes wide shut.




viernes, 20 de marzo de 2015

¿cuándo apetece llorar?

     Apetece llorar cuando el aeroplano sobrevuela el desierto y el viento esparce o desordena el cabello de Kristin Scott Thomas. Apetece llorar -aunque ya sea un tópico- al final de Los puentes de Madison, cuando, tras una eternidad de espera mirando por el retrovisor, el semáforo en rojo da paso al verde, y con ello la vida continúa y se desvanecen todas nuestras esperanzas. Dan ganas de llorar muy a gusto, junto al whisky, cuando suena alguna canción de Billie Holiday, como esta que ahora está sonando, por ejemplo. También apetecía entonces, cuando llevábamos toda la tarde esperándolo y se hacía de noche, y el teléfono, lejos de sonar, daba la callada por respuesta. Apetece llorar en silencio y en calma tras repasar de memoria algún poema bien irónico, triste, de Jaime Gil de Biedma. La belleza irrebatible de Ava Gardner, ya madura, en ciertas escenas de La noche de la iguana, me emociona sin remedio. Cuando me río mucho con Cary Grant y Katharine Hepburn en La fiera de mi niña... acabo casi llorando de risa. También me sucedió eso mismo en algunas páginas de La vida exagerada de Martín Romaña. Ver cada mañana cómo se hace mayor mi hijo el pequeño... me obliga a un serio esfuerzo para no decirle: 'te prohíbo que sigas creciendo'. Escuchar At seventeen (Janin Ian) o Vincent (Don Mclean), o incluso la almibarada Honey  (Bobby Goldsboro), o Para vivir (Milanés), me pone un brillo líquido en los ojos. En La edad de la inocencia hay una escena que más que hacerme llorar me rompe el corazón: es cuando, treinta años después, Archer viaja de Nueva York a París para reencontrarse al fin con el amor imposible de su juventud, la maravillosa Ellen Olenska (Michelle Pfeiffer); todo va perfecto hasta que en el momento decisivo, el momento con el que ha estado soñando durante más de media vida, Archer se queda mirando desde la calle la ventana iluminada de madame Olenska y..., finalmente, renuncia a subir. Me mata esa escena. Entiendo a Archer -claro que lo entiendo-, pero no le perdonaré nunca esa renuncia. Llegados a este punto, quizá habría que distinguir entre lo que nos hace llorar y lo que hace que nos apetezca llorar, que no es exactamente lo mismo. Pero no voy a enredarme ahora en ese asunto: no dispongo aquí del espacio necesario, ni quizá de la necesaria finezza, para adentrarme en semejantes floristerías. A cambio, siempre tengo a mano recursos de tahúr con oficio, como pueda ser la memoria de viejas canciones. Probemos a ver si esta funciona: "...como un ladrón / te acechan detrás de la puerta, / te tienen tan / a su merced / como a hojas muertas / que el viento arrastra allá o aquí, / que nos sonríen triste y / nos hacen que... / lloremos cuando nadie nos ve." Vale, bien, aceptemos que a veces una pequeña lágrima es la única alternativa a la tristeza.

Billie Holiday - I'm a Fool to Want You (subtítulos en español) - YouTube

viernes, 13 de marzo de 2015

pornografía

     Creo que la pornografía depende más de las palabras que de las imágenes. Y también estoy convencido de que redactar un buen porno es algo que no lo consigue cualquiera: hace falta tener una mente muy turbia y una pluma de arcángel. Todo el mundo sabe ya a estas alturas que los poetas y aforistas del siglo XXI se refugian en las trincheras online y en los departamentos creativos de las agencias de publicidad. Bien, pero, ¿dónde encuentran hoy acomodo los pornógrafos vocacionales? Pues, dónde iba a ser: en las multinacionales farmacéuticas. Valga como ejemplo esta suculenta obscenidad verbal: "Xxxxxxx es un medicamento que mediante el sinergismo de sus componentes rompe el círculo vicioso de los trastornos funcionales digestivos que cursan con aerofagia y meteorismo." Como puede verse, ya de entrada empezamos a lo grande: rompiendo "el círculo vicioso". Ni siquiera el divino marqués de Sade comenzó jamás ninguna de sus obras con semejante alarde de violencia verbal. Se estremecen los sintagmas y los esfínteres con solo imaginar ese rompimiento del círculo vicioso. Y eso no es más que el principio de la perpetración. Por si no habíamos tenido bastante, el libertino redactor del prospecto nos advierte de que la "cleboprida es una ortopramida provista de dos mecanismos", uno de los cuales serviría para evitar "la producción de aerofagia", así como la "acción peristaltógena gastrointestinal." Acto seguido se nos desvela que "la simeticona, de acción local directa, complementa la acción de la cleboprida absorbiendo las moléculas gaseosas que se encuentran en la luz gastrointestinal." Sí, sí: "luz gastrointestinal". Y ello sin necesidad de ingerir ninguna sustancia alucinógena. Es una lástima que ese remedio solo se sirva en cápsulas, y no en supositorios de diversos calibres debidamente lubricados. Nadie puede negar que todo esto nos remite a ese mundo oscuro y sugestivo de las parafilias más perturbadoras: coprolalia, candaulismo, fratrilagnia, hemotigolagnia... (tan del príncipe Carlos esta última) En fin, dejémoslo ahí. Pero, si todavía alguno se pregunta dónde están los poetas libertinos de ahora, léanse los prospectos de los fármacos habituales y en ellos se encontrará la respuesta. Con razón suelen advertirnos de que estos productos "se mantengan alejados del alcance de los niños." Bien está la precaución, pero, por otra parte, ¿cómo evitar que los niños se acerquen a la Tabla Periódica de los Elementos? Y es que, con semejante nomenclatura, ¿cómo no van a sentirse intimidados cuando se encuentren a solas en sus cuartos de estudio con Vanadio, Zirconio y Wolframio? ¿No es para echarse a temblar cuando un adolescente, inquieto por el examen de mañana, tras apagar la luz repase de memoria los nombres de Arsénico, Antimonio y Bismuto? Esa noche quizá tengan pesadillas -tanto ellos como ellas- y es posible que se despierten sobresaltados buscando sombras por los rincones, bajo la cama... Luego tratarán de convencerse a sí mismos de que Selenio, Teluro y Polonio no son lo que parece, sino solo tres elementos de la tabla periódica.




viernes, 6 de marzo de 2015

¿y si lo dejamos?

     Yo suelo encontrar con facilidad razones o disculpas para abandonar algo, ya sea un libro, un viaje, un plan, una idea... Y no solo eso: con frecuencia lo que más me apetece es dar las buenas tardes y hacer un discreto mutis, a condición de que no pase del todo desapercibido. Quizá ello tenga que ver -no sé si como causa o efecto- con el hecho de que salir de escena me parece lo más elegante que pueda uno hacer la mayoría de las veces. Y dicho esto, por qué no un mutis por el foro de este blog, ahora que todavía estoy a tiempo de salir casi airoso, pues aún no ha caído en declive, o eso creo, aunque ya percibo en él algunos síntomas, algo así como una inercia que le invita al mirón a imitarse a sí mismo, a escribir aquello que cabe esperar de él. Ya sé que eso no es tan grave (por ahora), ni justificaría el cierre del colmado, pero sí pudiera ser un primer paso en esa dirección. Abandonar algo en marcha tiene su punto romántico, no hay duda, aunque pueda percibirse como una forma caprichosa de infidelidad, o incluso de falta de compromiso. Y es posible que haya algo de eso, pero también hemos de aceptar que todo lo que queda inacabado adquiere un halo misterioso con el que nada de lo concluido puede competir. Abandonar ahora este blog sería hacerle un favor, tanto a él como a sus lectores, pues lo recordarían por aquello que no llegó a aparecer en él, pero que potencialmente estaba en su radio de acción. O de observación. En otras palabras: lo mejor, lo que más echarían de menos esos lectores sería lo que estaba por llegar, lo que cabía esperar de él. Por eso digo que con el cierre saldría ganando este blog, aunque de momento... Pero hay que admitir que todo tiene su período de vigencia, y debe acostumbrarse uno a ir acabando las cosas cuando estas lo requieren. O a darlas por acabadas. Otra posibilidad sería la de hacerse el desaparecido por un tiempo y reaparecer donde menos se le espera, como Leslie Howard en La Pimpinela Escarlata (que era un reaccionario de tomo y lomo, pero absolutamente encantador). Lo cierto es que la continuidad y la frecuencia nos vuelven previsibles, nos quitan capacidad de sorprender. Dicho de otro modo: me temo que este mirón lleva camino de fijarse solo en aquello en que sus lectores esperan que ponga la mirada; o donde él cree que esperan. Y en esto, como en tantas otras cosas, si no hay sorpresa... todo queda reducido a fidelidad; que no es poco, lo sé, pero no es lo mismo. La fidelidad suele ser un combinado de gratitud y costumbre. De acuerdo que se está bien ahí, que hay un agradable bienestar en ella, pero sin la fulguración o el arrebato de lo insospechado, de alguna lluvia repentina que nos sorprendió en plena calle en medio de algo irrepetible que la memoria guarda. Son esos momentos que nadie más ha vivido ni posee -esos no-, y que resistirán heroicamente en la memoria, antes de perderse y deshacerse 'por la oscura región de nuestro olvido', allá por el soneto XXXVIII del poeta Garcilaso.