miércoles, 5 de agosto de 2015

petersburgo

     La gente bien de entonces decía coloquialmente 'Petersburgo', de igual modo que las personas importantes de hoy acuden a 'Zarzuela', sin el engorroso 'Palacio de la'. Así leemos que Ana Karenina iba o venía siempre de Petersburgo, aunque en los meses de estío se instalaba no muy lejos de allí, en su palacio de verano, en Peterhof. Viene esto a colación porque mi mujer y yo hemos visitado estos días Petersburgo. Allí hemos visto los mismos palacios y hoteles que veía o frecuentaba Ana, las mismas avenidas, canales navegables, parques y jardines fragantes. Por momentos dudaba yo si estábamos en aquella ciudad cosmopolita a orillas del Báltico o en algunas de las más de 600 páginas de la gran novela de Tolstoi. En Petersburgo pervive de algún modo un mundo ido, un mundo tan evanescente, tan efímero... -¿qué son cien años?- que ya casi apenas fue, y que habita más en la imaginación y en los sueños que en ningún otro ámbito. ¿Qué queda de todo aquello que fue y que no fue? Queda casi todo, pero de otra manera; o sea, casi nada. Los puentes sobre el Neva, el Palacio de Invierno o el de Yusupov, la Perspectiva Nevski, el templo de La Sangre Derramada,  el Gran Hotel Europa, el café Singer, las noches blancas... Todo eso está muy bien, y es hermoso en verdad, pero, tras haber estado allí (y allí mirado mucho), sólo si uno cierra los ojos, en el duermevela de la siesta de agosto empieza a escuchar una música, un vals que nos llega procedente del gran salón donde tiene lugar el baile de gala; o el sonido y el vapor del expreso de Moscú, suntuoso y puntual, haciendo su entrada en la estación de ferrocarril; o las expresiones de ansiedad o de entusiasmo en la tribuna del hipódromo en plena carrera. Con los párpados entornados, en la,penumbra de la siesta, entre las pestañas se filtra una luz que viene de muy lejos en la distancia y en el tiempo: es la luz que ilumina la escena, a la altura del capítulo diez de la segunda parte, cuando "...Wronsky se hincó de rodillas para ver mejor el rostro que pugnaba aún por esconderse a sus miradas. Al fin levantó ella la cara y, separándolo con una mano, dijo con voz apagada: ¡Ya todo se acabó! Ya nada me queda en el mundo más que tú, no lo olvides." Wronsky arguye la felicidad que les espera, pero ella le replica de manera terminante: "¡Felicidad!-exclamó Ana, con una expresión tan violenta de terror y de repugnancia que lo dejó en suspenso-. ¡Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra más!" Sí, es la luz que fulgura en sus ojos la que llena la escena y se filtra a través de mis pestañas, a las cuatro de la tarde, procedente de 1875, más o menos. Volveremos a Petersburgo, confío, aunque diga Sabina que "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver."Y además, Petersburgo casi no es un lugar: es un estado de ánimo elevado a categoría estética, un deslumbramiento que ocurre cuando el amor sucede y unos ojos centellean de tal modo que iluminan el mundo, las avenidas, el salón de baile, las páginas de un libro, la mirada del otro.    (Y ahora sí, hasta la vista, ya en septiembre)