viernes, 24 de junio de 2016

lo que queda en suspenso

     'Todo lo que queda en suspenso deviene en lírico', leí hace mil años. Y en suspenso quedan las conversaciones interrumpidas, los proyectos abandonados, los sueños que se desvanecen en la memoria; también algunas catedrales y no pocos amores: las catedrales quedan 'inconclusas'; los amores se malogran o pierden mil días de fuego, años de luz. Hay un relato breve de Augusto Monterrosso titulado Sinfonía concluida -poco más de dos páginas, pero de un tirón, sin puntos ni comas hasta el final- en el que un viejo organista encuentra en el archivo de su iglesia, en Guatemala, algo extraordinario: la partitura de los dos movimientos que le faltan a la célebre Sinfonía inacabada de Schubert. El buen hombre se embarca hacia Europa con intención de acreditar su descubrimiento ante la comunidad melómana de Viena. Sin embargo, la acogida no resulta tan entusiasta como cabía esperar, salvo por "una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español" (...) "¡Son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno en el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento". Pero, pese a la emoción, estos persuaden al organista de que, "si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert", lo más sensato era ocultar aquel hallazgo, pues la gente se había acostumbrado a razonar que "nada lograría superar la calidad de los dos primeros [movimientos] y que la gracia consistía en pensar que si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo". Y frente a eso, ni la más sublime de las partitura puede competir, bien lo sabemos. Pero cuántas sinfonías inacabadas dejamos en nuestra vida, en nuestras obras o amores. Todo cuanto queda en suspenso -o se pierde, desaparece- adquiere un temblor, un no sé qué inefable ante lo que nada puede hacerse, salvo la rendición sin condiciones. Pensemos por un momento en los amores malditos o imposibles que cada cual haya tenido la suerte y la desgracia de tener y no tener. Cada uno de ellos es un peliculón en potencia, una historia más grande que la vida. Quizá la dimensión de un individuo pueda valorarse por la grandeza dramática de sus amores imposibles. Otro tanto cabría decir de la capacidad creativa de un autor: no debemos enjuiciarlo (sólo) por aquello que hace sino por cuanto cabría esperar de él. Por la parte que me toca diré que el poema del que siempre me he sentido más orgulloso fue uno que, además de quedar inacabado, lo perdí, se fue a la nada sin remedio. A ningún otro poema le he dedicado tantas y tan fecundas horas como a aquel. Era largo, ambicioso. Estaba inspirado en una película de Josef von Sternberg -Capricho imperial (1934)- que yo vi una tarde remota en la Filmoteca de Madrid. Me fascinó.

Capricho imperial - Buscar con Google

viernes, 17 de junio de 2016

a propósito de Facebook (o el placer de callar)

       En Facebook caben todos los excesos y también lo contrario: el ascetismo extremo. Si existiera un manual del buen uso de las redes sociales, debería decirse en él que Facebook es algo semejante a un bufé donde cada cual se sirve a su gusto y medida. Por tanto, ha de tenerse en cuenta la hora y el apetito del usuario, pero también las posibles alergias, las intolerancias del propio organismo, las reacciones o ardores que a cada uno le provoca esto o aquello. En tiempos de hambrunas están justificados los banquetes de cinco horas, las grandes tracaladas de amigotes. Con Facebook sucede algo parecido: en caso de mucha necesidad, el usuario se puede dar un atracón y pasarse semanas enteras entrando a todos los trapos y comentando hasta la última tontuna que le salga al paso. Pero, superada esa fase, hay que elegir el tipo de relación que uno desea mantener, las amistades que está dispuesto a cultivar, aquello que descarta de antemano y lo que comparte con gusto. También tiene uno que decidir si va a ser miembro activo o pasivo, y en en qué medida. Yo mismo empecé adoptando una actitud generosa, un perfil expuesto y despreocupado. Pero lo cierto es que no se puede estar en todo y atender a todos todo el tiempo sin perder la compostura y el buen humor. Hace unos meses me enfadé y escribí una especie de 'hasta aquí hemos llegado'. A partir de entonces mis apariciones en fb se limitaron a colgar cada viernes este blog y poco más. Aunque de un tiempo a esta parte me muestro más relajado, menos ríspido, incluso me animo a compartir alguna foto, algún artículo, cosas de amigos. Pero en la distancia algo se aprende. Se aprende, por ejemplo, a no meterse uno en todos esos jardines que ahora eludo con gustosa displicencia. Qué placer tan insospechado el de abstenerse, el de no pronunciarse. Callar en ciertos casos puede ser de lo más voluptuoso, sobre todo si es en medio del griterío. Cuando los impacientes te interpelan para que te pronuncies, para que manifiestes dónde y de parte de quién estás, es un placer maravilloso dar por respuesta una sonrisa enigmática. Y más aún en tiempo de elecciones. Impacientar al adversario produce una secreta satisfacción que ha de ser necesariamente buena para la salud mental. Y es que hay quienes parece como si, tras arduos esfuerzos intelectuales, eligieran la majadería más gruesa de la mañana para colgarla a la vista de todos, algo así como diciendo: '¡Jódete, que te la he metido doblada!' Con estos es con los que más disfruto no respondiendo. Para ellos cultivo un silencio que viene a decir: 'Nada, chico, ni por esas vas a obtener el privilegio de alterarme, ni que te obsequie con un un merecido desplante.' En fin, sonrisas y bagatelas.

viernes, 10 de junio de 2016

cuando todo podía suceder aún

      Me ocurre lo mismo que al narrador y protagonista de la novela, que no quiero salir de las diez hectáreas y las trescientas páginas de El jardín de los Finzi-Contini. Se está demasiado bien allí, pasando las mañanas en la biblioteca del professore Ermanno, jugando al tenis con Alberto, conversando dulcemente con Micòl bajo los árboles centenarios. No hay duda: es el lugar perfecto para quedarse uno a vivir... largas temporadas. Tan es así que, a medida que se acerca fatalmente el final, retrocedo varios capítulos, avanzo hacia atrás, con ese gesto característico que tenía Micòl de avanzar volviendo la cabeza hacia el pasado. Todos tenemos nuestros refugios preferidos donde dejarnos llevar por la querencia en caso de peligro, exilio interior, enfermedad o melancolía incurable. Hay quien cabalga toda la noche hasta llegar a Camelot, donde reina la nobleza del Rey Arturo y sus caballeros cristianos. Otros preferirán quedarse con Justine -"Sabes que jamás cuento una historia dos veces de la misma manera. ¿Acaso eso significa que miento?"- en la Alejandría de El cuarteto. Tampoco faltará quien prefiera restablecerse de los males del alma en el Sanatorio Internacional de Berghof, en los Alpes suizos, donde se levantan las más de novecientas páginas de La montaña mágica. Y eso es, quizá, lo único que yo echo de menos en El jardín de los Finzi-Contini: novecientas páginas. Alguien, algún jardinero paciente -¿Alessandro Baricco?- debería hacerse cargo de Il giardino e ir recreando esas seiscientas páginas que yo echo en falta. Y ya de paso, ¿qué tal si le cambiamos el final, dejándolo de tal modo que quepa en él el beneficio de la duda? Quizá el propio autor, Giorgio Bassani, tuvo algún momento de vacilación cuando se vio ante la encrucijada de 'salvar' a los Finzi-Contini... o ser fiel a la memoria, a la historia reciente: "Entonces, cuando todo podía suceder aún, debí haberlo hecho." ¿Por qué no imaginar lo que pudo haber sido de ellos, de esa familia, si el autor hubiera alterado lo sucedido en apenas un párrafo? Basta con sustituir una ficha por otra, una sola, para cambiar el curso de los acontecimientos. Quizá Micòl y los demás podían haber burlado al destino en noviembre de 1943, y, en lugar de ser conducidos a ese tren que los llevó a Alemania, habrían tomado un barco que, tras un largo y azaroso periplo, los llevaría a... a la Argentina, por ejemplo. Y de ese modo sus vidas habrían continuado en otra novela, en la imaginación de otro autor. Así las cosas, ¿por qué no reaparecer -ya bajo otra identidad- en La historia del amor, de Nicole Krauss? Más aún: ¿Y si el propio Bassani hubiera dejado un manuscrito desconocido en el que contara qué fue de los Finzi-Contini tras evitar in extremis la deportación al campo de exterminio, desmintiendo así su Epílogo en la afamada novela?


viernes, 3 de junio de 2016

la vida de los otros

      Gracias al periodista y escritor norteamericano Gay Talese, hemos sabido que el dueño de un discreto motel en Denver (Colorado) espió la vida sexual de sus huéspedes durante treinta años, tomando buena nota de cuanto veían sus ojos a través del 'mirador' practicado en el conducto de ventilación de cada una de las habitaciones. Supongo que, además de tomar apuntes, el tal Gerald Foos gozaba como un perro, relamiéndose, ya fuera solo o en compañía de su esposa, la cual a veces se incorporaba a la investigación. Me los imagino observando y haciendo pronósticos de lo que pudiera suceder esa noche en la 14, en la 5, en la 19. Quizá en la 8 la joven secretaria y su jefe pudieran depararles algún momento estelar. Quién sabe, acaso Lolita y Humbert Humbert pasaron por allí alguna vez, dejando un recuerdo indeleble en el amigo Gerald. Treinta años y veintiuna habitaciones dan para mucho. Y así, nuestro estudioso de los comportamientos íntimos reunió "cientos y cientos de páginas manuscritas", asegura Talese. Las cifras resultan mareantes: treinta años contienen casi once mil noches. ¡Once mil!, una tras otra. Bastaría con los libros de registros, debidamente anotados, para constituir toda una casuística sexual en treinta volúmenes. Semejante estudio de campo, bien manejado, podría dar lugar a un Premio Pulitzer, o a una película porno 'de culto' que se convertiría en objeto de estudio en los departamentos de sexología más prestigiosos. Pero todo este vaivén nos conduce a las preguntas de siempre: ¿A qué obedece ese eterno afán por mirar a los otros sin ser visto? ¿Qué se obtiene con ello? Y es ahí donde se encuentran, se enfrentan, dos hemisferios: el de los que miran y el de los mirados. Hay algo perturbador en el acto en sí de mirar, y parece que el mundo contuviera la respiración cada vez que miramos en silencio, con alevosía, sin consentimiento. Porque ese codicioso mirar tiene voluntad o ánimo de apropiación, de apoderarse de lo ajeno. Lo que hacía el tipo del motel era acaparar momentos, escenas, aprovisionarse de realidades pertenecientes a la vida de los otros. La intimidad es sagrada, desde luego, y por tanto inviolable. Quizá por ello mismo, la tentación de mirar por el ojo de la cerradura puede llegar a ser irresistible. Sin embargo, es mucho más poderosa la mirada en sí que el objeto mirado, más rica, más perturbadora la imaginación que la torpe y cansina realidad. La prueba está en los millones de lectores de novelas y relatos, de cinéfilos reincidentes. Nuestro hombre en Denver, en lugar de ir al cine o ver una serie de TV, cada noche, con lo que sucedía en las habitaciones del motel Aurora, se montaba una película.