viernes, 27 de diciembre de 2013

tiempo de silencios

Después de las canciones de los dos últimos viernes, no viene mal un tiempo de silencio, de silencios. Como cada año por estas fechas, tras pasar la Navidad en familia, vuelvo solo a casa para tomarme unos días de silencio, soledad, lectura... y poco más. No faltará quien piense o sospeche que este ascetismo mío oculta una especie de 'semana fantástica' de libertinaje y barra libre. Aunque tampoco hago nada por evitarlo y dejo que corra la leyenda. ¡Ojalá fuera cierto, y esta casa se convirtiera en una Babilonia orgiástica, y yo fuese aquel rey Baltasar de los placeres inmensos y los graves pecados inconfesables... durante séis días con sus noches! Pero no es el caso. Aquí, en este espacio limpio, se suceden los silencios de igual modo que discurren las horas y la luz adquiere sus matices. Para los que no la conocen, debo decir que en esta casa, sin apenas ruidos y excelente calefacción, el que no escribe un buen poema o una carta de amor inolvidable es porque no da más de sí. Aquí los silencios se asemejan a los de algunos cuadros, y varían no poco entre ellos, como los que llenan, por ejemplo, un bodegón de Morandi, o la habitación de un hotel de Hopper, o el aire de una estancia de Vermeer, cada uno tan distinto de los otros. Aquí los silencios tienen unas calidades que por momentos recuerdan unas sábanas de hilo recién planchadas o una tarde de otros tiempos. Incluso de días que no han llegado aún. También, en ocasiones, hay un silencio como el que sucede tras haber sonado el concierto para violín de Samuel Barber. En función de la hora y de la estación del año, varían los silencios de la casa en modo semejante a los cambios meteorológicos o a los estados de ánimo. Los hay muy cerrados, de los que no dejan el menor resquicio a la negociación, pero las más de las veces resultan transitables como un cuerpo tendido. En ocasiones se dan esos silencios expectantes, tal que recién creados, en los que cualquiera diría que Dean Martin  se dispusiera a contar un chiste entre canción y canción en un casino de Las Vegas. Algo así. Supongo que cada casa tiene sus silencios, de igual modo que cada uno tiene su voz reconocible, y el reverso de esta, que es el silencio propio de cada cual. Dice una amiga mía que 'la calefacción forma parte de la decoración de una casa'. Los silencios también. En este salón desde el que ahora escribo, si dejo de pulsar las teclas y cierro los ojos... se escucha un silencio muy acogedor, yo diría que de color madera o coñac. Ese silencio envuelve o resbala por los muebles, los cuadros, los lomos de los libros... y estos a su vez le otorgan algo, le transfieren parte de su personalidad. Cuando la casa ha estado varios días vacía, a mi llegada -como sucedió ayer- me encuentro un silencio distinto al de ahora o al que dejamos al salir de viaje el otro día. Otras veces, de regreso a casa, al abrir la puerta he percibido en el aire algo semejante a eso que dejan los pianos tras haber sonado largo rato. Una especie de reminiscencia, no sé si me explico. Es como si, a mi regreso, al entrar yo por la puerta la música saliera sin hacer ruido por la ventana. En fin, voy a dejarlo aquí. Y ahora sí, voy a poner música. Estoy dudando entre Sinatra y la banda sonora de Being Julia. Feliz viernes a todos.





viernes, 20 de diciembre de 2013

se puede vivir en canciones (2)

(En el capítulo anterior...) Habíamos dejado a Miguel Poveda estremeciéndonos en la madrugada: "Yo muchas veces sentía, /cercano ya el día, / tus pasos en la casa." Pero ha pasado una semana y en ese tiempo, como en la canción de Jorge Drexler, Todo se transforma, y como una cosa lleva a otra, resulta que "a Frida [Kahlo] le duele la vida, y aprendiendo de su herida llena todo de color", según nos cuenta y canta Pedro Guerra en El elefante y la paloma. Y de ahí, una vez más, a otra paloma herida que solo volaba de noche: se llamaba Eleanora Fagan, pero con unas copas, un desamor reciente y algunos cigarrillos se convertía en Billie Holiday; nadie ha cantado ni cantará como ella Moonlight in Vermont. Y del pequeño y culto estado de la Costa Este (donde mi buen Paco Layna imparte cursos de verano), nos vamos con Sting a una rara canción que invita a bailar a la luz de la hoguera en los palmerales de Túnez o Arabia: Desert Rose. Sí, es un hecho probado que hay canciones para cada día y hora, pero la pregunta es: ¿qué día y a qué hora no queremos que Rod Stewart nos hable de ello con su imprescindible  I dont want to talk about it? Uno puede escuchar impunemente a cualquier hora de la tarde o noche el superbailable y algo almibarado Tell it like it is de Aaron Neville, que yo visito y bailo alguna noche al año, si ella me lo admite. Y si la cosa viene bien dada, propongo renovar las copas y pinchar Lía (versión Ana Belén); es entonce cuando surge la pregunta: "¿cuánto amor nos cabe de una sola vez?" Para las tardes grises o lluviosas de echar a alguien de menos, siempre viene bien esa guitarra y ese sonido pinkfloyd de Wish you were here. Pero también es cierto que hay noches en que no solo de dulces baladas vive en hombre, y es entonces cuando apetecen los alcoholes fuertes y los garitos duros, y en esos casos no hay nada como la voz canalla y raspada de Bambino cantando por rumbas Soy lo prohibido. Aunque tampoco vendría mal, ya muy a última hora, justo antes de ponerse uno el abrigo y marcharse a ninguna parte, el If a have to go de Tom Waits. Después de eso vendrán días difíciles, acaso terribles días de mucha soledad y silencio solo roto por una canción que resuena en la memoria: En estos días "los mares se han torcido con no poco dolor hacia tus costas..." Pero el propio Silvio Rodríguez nos dará la respuesta con una pregunta en otra canción: "¿Adónde va la sorpresa casi cotidiana del atardecer, / adónde va el mantel de la mesa, / el café de ayer?" Luego llega Sabina entre Dieguitos y Mafaldas y le cede el escenario del Gran Rex a Calamaro, que por alguna razón dice querer tener Algo contigo, querida Luz Casal, y entrar quizá en esa canción tuya que a veces me visita: Lo eres todo. Aunque para esos días, esas tardes de invierno en que uno se queda solo en casa, nada mejor que un buen combinado de Madelaine Peyroux, Norah Jones  y Melody Gardot. Y ya, para rematar la botella, a falta de láudano o adormidera, dejar correr las 24 canciones del álbum The complete original, de Chet Baker. Y así se va dejando uno llevar por el azul y acaba viajando allá "donde nos llevó la imaginación...." a El sitio de mi recreo. Vaya nochecita. Todo empezó con Miguel Poveda cantando de madrugada A ciegas, y todo va a acabar con El pequeño reloj de Morente (pero en la versión grande y definitiva, la que despliega Enrique en su último disco, ya al final): "He aquí otra manera de medir, / y gira y gira el llanto sin cesar, / como el rosario como la noria / como el mundo como la espiral / del mecanismo perfecto y / perpetuo de un reloj..." Y a partir de ahí todo es noche y océano y descomunal belleza que duele y mata y resucita con cada ola amarga de ese pequeño artefacto... Punto y aparte. ¿Y para esta noche de viernes? Bueno, esa es otra:  para esta noche tenemos Tonight, de Elton John.


viernes, 13 de diciembre de 2013

se puede vivir en canciones (1)

Me acuerdo de cuando nos decían en el colegio que España había tenido tal vegetación que una ardilla podía cruzar la Península viajando de árbol en árbol sin tocar el suelo. Eso mismo me pasa a mí con las canciones: que para cada rato, día, jueves por la tarde o mediados de otoño... hay una canción que le va como anillo al dedo. Casi que en lugar de calendario uno podría tener su agenda organizada a base de canciones. Por ejemplo, para un lunes de invierno con frío y lluvia el alma nos pide una canción de Damien Rice para abrirnos las venas:  The blower's daughter. Pero si es viernes al final de la tarde y el gintonic está salvajemente bueno mientras te vistes y acicalas para una cita, conviene subir el volumen y dejar que suene un clásico como Honky tonk woman, de los Stones. Para las noches más canallas siempre estará disponible La Magdalena de Sabina o el lado salvaje de Lou Reed. Para esas tardecitas en que te declararías en paradero desconocido, cuentas con "las tardecitas de Buenos Aires tienen ese... qué sé yo..." de la Balada del loco de Piazzolla. Si la nostalgia acecha dulcemente en aquel instante en que la luz derivaba hacia el azul en la pista de baile: te vendría bien Vincent ("Starry, starry night...") de Don McLean. O bien, sencillas y tiernas Paraules de amor. Vale, de acuerdo, si quieres llorar, si necesitas llorar un poco, te concedo un par de minutos para hacerlo en silencio. Entre tanto puedes escuchar Para vivir, de Pablo Milanés: "Cuántas veces te dije que antes de hacerlo..." Cambiando de registro, Felicitá, en la versión de Dalla & Morandi, es una fiesta que inaugura el verano y las ganas de vivir. At seventeen, de Janis Ian, me mata de amor y de recuerdos a cualquier hora. La encantadora Je veux, de Zaz, te rejuvenece de inmediato.  Y de pronto surge Enrique Morente con Lorca y nos estremece asegurando que "no estaba el pájaro en la rama." Ante una cosa así solo cabe algo igual o más desmesurado: ¡Ay, amor!, en la voz y el piano de Bola de Nieve: "...pero, ay, amor, si te llevas mi alma, llévate de mí también el dolor..." Si bien, ahora estamos en diciembre de... 1955, por ejemplo. Un taxi se detiene en la Gran Vía, a la altura de Chicote. De él surge 'el animal más hermoso del mundo', se abre la puerta del bar y entra ella, tal que una diosa irónica y sensual como ninguna. ¿Qué canción le da la bienvenida? Por supuesto Fly me to the Moon, de su marido Franky, que está en Nueva York y la echa de menos. Y de NYC volamos al Hotel California (cuya letra es inquietante, por cierto) donde los Eagles suenan cada vez mejor. No lejos de esos días y años, la bruja Joplin nos vuelve locos con su Me and Boby McGee. Por su parteDylan se alía con Sam Peckimpah y escribe Llamando a las puertas del cielo. Y qué elegante Antonio Vega cuando entraba en el Penta o en el Cock, veinte años después, con la mirada baja y las solapas del abrigo levantadas, días antes o después de grabar La chica de ayer. Vailima nos da para una escapada de verano a los mares del Sur. Pequeñas cosas ("unos se creen...") para escondernos en un baile, al fondo de la memoria. Jim Morrison, Armando Manzanero, Mina, La bambola de Patty Pravo, por supuesto que el Ne me quite pas de Brel. Y Suzanne, de Leonard Cohen, y Lucía, de Serrat, y la Canción de amor de Paco de Lucía, y Angie, de los Stones, y Carmen, de Amaury Pérez (con letra de José Martí), y "Aurora y Magdalena se querían, como quiere a las lágrimas la pena...", también de Martí, la Stefanie de Zitarrosa, o la Sweet Caroline de Neil Diamond, o ese romance A Rafael de León que cantara Carlos Cano. O el estremecedor A ciegas, en la versión de Miguel Poveda, que tanto escalofrío me produce. Y esto no es sino una centésima parte de las mil o más canciones que me roban el corazón... o que me hacen perder la cabeza. (Continuará)







jueves, 5 de diciembre de 2013

fantasías

Yo nunca he ocultado que fantaseo mucho. Desde temprana edad desarrollé muy a gusto esa capacidad. Porque de igual modo que hay quien desarrolla musculatura, perfecciona la técnica o mejora el estilo de tal o cual disciplina, yo vi muy pronto que fantasear iba a ser mi juego favorito, y comprobé que la naturaleza me había dotado mejor que bien para afrontar esos ejercicios de vuelo. Así pues, a los 18 ya estaba doctorado en fantasías diversas, no todas necesariamente sexuales. A día de hoy, tantos años después, puedo afirmar sin rubor que soy un auténtico virtuoso en la materia. Para mí las fantasías son un instrumento de estudio y práctica diaria, como, digamos, pudiera ser el piano para Barenboim o, en su día, el cello para Rostropovich. Tan es así que, si alguien, en un arrebato de curiosidad, me preguntara si alguna vez ha formado parte de mis fantasías, mi respuesta habría de ser invariablemente: de mis fantasías no se ha librado nadie... hasta ahora. Me valen por igual la escena de una película, un semáforo que tarda en abrirse, el cuello de una mujer de Modigliani, el Almost Blue de Chet Becker, la risa de Ava Gardner, un despertar entre dos luces, algunos silencios muy limpios que nadie debería ni siquiera mirar. La fantasía, cuando está habituada a hacerlo, discurre alegremente por su cuenta sin casi necesidad de encontrar a su paso motivo, belleza o argumento. La fantasía viaja, viaja, y si en su camino se cruzan Marion Cotillard o Rachel Weisz, pues estupendo, claro está, pero si aparece un poema de Pedro Casariego -"Van Gogh quiere pintarte los labios antes de morir"- o una escena muy romántica de Nosferatu, o el Let's spend the night  together de los Stones sonando a todo volumen a lo largo de una recta en algún verano al cruzar Torozos a casi 200 kms/h... Todo eso también es terreno abonado a las ensoñaciones mascadas a conciencia. No sé si es preciso aclarar que las fantasías son un territorio libre de toda culpa o responsabilidad donde no tienen cabida ley ninguna ni orden ni prohibiciones ni tabúes. En el reino de las fantasías no entra ni Dios. Y el Diablo, a duras penas, y calladito. Porque en ese territorio de plena libertad sin restricciones, el hombre, la mujer, el ser humano es un dios por momentos, alguien que por una vez no tiene que dar explicaciones ni pedir disculpas ni pagar por ello. Ahí Todo Vale. Las fantasías, mis fantasías, son (casi) lo único de lo que me siento plenamente dueño. Y a la vez plenamente irresponsable. Qué maravilla.