viernes, 29 de noviembre de 2013

maneras de vivir

Camino del Jardín Botánico, a la altura del Museo del Prado, el pasado domingo al mediodía dice mi hijo Ignacio (ya pronto 12 años): "Creo que he salido en una foto." Y ese es un tema que se las trae. Quien más, quien menos, está presente en medio mundo, y es probable que en el otro medio también. ¿Cuántos millones de fotos se disparan anualmente en Venecia, en París, en Nueva York, en Londres o en Madrid? Es prácticamente imposible que en algún momento no pases por allí, por el campo visual de algún turista cámara en mano, o de alguna pareja de enamorados en  viaje de novios. Lo mejor es no saber dónde estamos, dónde aparecemos en segundo plano, en qué salón o ajeno dormitorio nos hallamos presentes, como testigos mudos de quién sabe qué vidas cotidianas, qué historias familiares, qué conversaciones. Estoy convencido de hallarme en al menos una docena de domicilios japoneses, y eso sin haber viajado nunca al Japón. ¿Tendría yo un buen día fotogénico (es improbable) esa mañana de sábado en que una esposa yanqui que se parecía a Julianne Moore me cazó en la Plaza de Santa Ana, al cruzar detrás de su marido y de otra pareja que posaban felices frente al Teatro Español? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Seguirán juntos veintitantos años después? ¿Estarán vivos y sanos los cuatro? ¡Mira que si se han intercambiado las parejas, allá en Minnesota o en Miami! ¿A qué inconfesables conversaciones telefónicas en Buenos Aires o en Berlín habré asistido, desenfocado, irreconocible, desde una foto bien tópica con la Cibeles al fondo? Si uno pudiera vivir de algún modo todas esas vidas a las que asiste en silencio desde la parte más alejada de una fotografía, de una instantánea cazada al vuelo, qué experiencias, qué cosas viviría y descubriría. ¡Y qué amistades haríamos con los desconocidos compañeros de foto! Es posible, por qué no, que surgiera un amour fou, un terremoto por todo lo alto de la escala Richter con una turista escandinava (1,80 de estatura) que se cruzó en tu trayectoria, o tú en la suya, durante un segundo y siete décimas. Y quién sabe si aquel gozoso callejeo por las galerías atestadas del Gran Bazar o por Piazza San Marco no nos hubiera llevado en el interior de una Nikon a vivir hoy en una casa grande y algo destartalada, rodeada de viñedos, cómo no, en La Toscana, por ejemplo. O a escribir un relato, el mismo cada día, pero con sutiles, casi imperceptibles variaciones, en algún lugar indeterminado y aburrido en apariencia, junto al lago Leman, en una especie de secreto exilio al margen de la ley, de toda ley. Ese relato repetido y perfeccionado hasta el delirio quizá ganaría un concurso que daría lugar a una entrega de premios donde se dispararían decenas de fotos con el autor en primer plano, junto al presentador del acto, los miembros del jurado, etc, pero también, al fondo, aparecería algún curioso que en ese instante pasaba por allí.  

jueves, 21 de noviembre de 2013

se regalan abrazos

Siempre que voy a una estación de trenes o autobuses, a un aeropuerto, no puedo evitar fijarme en las despedidas a los pasajeros de sus seres queridos. Y especialmente las de las parejas que se separan con dolor, cuando uno de los dos tiene que irse sin remedio. Qué distintos esos abrazos a los que se producen en los reencuentros, en los recibimientos. Es tremendo el modo en que se manifiesta el dolor en los rostros ante la separación inminente. A mí siempre me conmueve contemplar esas despedidas. Y hay casos en los que duele a los ojos comprobar la pena infinita, el desconsuelo de una muchacha enamorada. Qué pronto -me digo entonces, casi desaprobándolo- da comienzo el aprendizaje del dolor. Y cuántas despedidas a todas horas, en todos los aeropuertos o andenes del mundo, rompen los corazones de media humanidad. Lo sé, me estoy poniendo blando, bizcochón, y pido disculpas por ello. Imagino un relato en el que el protagonista se dedica a regalar abrazos en los aeropuertos y en las estaciones a quien los necesita. Alguien que se ha especializado en abrazos. Pero la tensión dramática del relato es creciente, porque nuestro hombre no puede fallar en el abrazo preciso que ha de dar a cada persona, en cada momento. Porque, como es sabido, hay abrazos de muy distinta naturaleza. Abrazos para llenar el vacío que deja el abandono. O para combatir esa cosa heladora que a veces se mete en los huesos. Abrazos como de escena de película bajo la lluvia. Abrazos de ‘los que levantan los pies del suelo’. Abrazos que abrasan. Que cortan la respiración. Que devuelven la vida... a quien se la habían arrebatado. Hay abrazos también de difícil diagnóstico, de resolución compleja, en los que el menor error de cálculo en el modo, el tiempo, la presión... lo echaría todo a perder. El protagonista de nuestro relato, pese a su dominio de la materia, vive con el temor de equivocarse y dar un abrazo inadecuado a la persona indebida. Con cada abrazo bien dado, respira hondo, porque sabe que prolonga una vida, un párrafo de alegría, una página. Pero si falla... el relato desaparece, y el libro no llegará a existir. Todo esto viene a cuento (o a relato breve) porque hace unos días, una amiga mía, de paso por Madrid, me dijo una de las mentiras más hermosas que alguien pueda escuchar: “¡Qué bien abrazas!”  

viernes, 15 de noviembre de 2013

un laberinto

     
      Mi ordenador es un laberinto de mucho cuidado. Después de varios años de usarlo a diario durante no pocas horas, tras cientos de miles de operaciones he acabado por contagiarle todos mis virus neurológicos y vicios adquiridos, mis manías, retorcimientos, desórdenes. A veces, buscar algo en él puede ser una aventura agotadora o desesperante que conduce al abatimiento o a tener que salir a da una vuelta por ahí, a refrescarse uno y blasfemar entre dientes. Yo sé que hay cosas que tienen que estar en él, en algún recóndito lugar de su memoria fría, pero que llevan meses o incluso años en paradero desconocido. En este ordenador de mis pecados, todos los documentos viven en una acracia libertina sin el menor control policial ni político ni social ni leches. Aquí, en este desbarajuste informático, no se admiten jerarquías de ningún tipo: es un territorio comanche sin ley ni orden, una isla Tortuga en la que cada doc. entra y se acomoda donde cae o se le antoja. Mis carpetas llevan nombres tales como Cajón desastre, Cosas de acá y de allá, De varia lección, Misceláneas, etc. Eso por no hablar de las que se llaman escuetamente Luis, así, sin más. Y luego están mis tres cuentas de correo en activo, que también tienen su punto: una de Yahoo, otra de Gmail y una tercera de Hotmail (ahora reconvertida en Outlook). El cruce de mensajes de una cuenta a otra es frecuente (algo así como haría Bárcenas con sus cuentas bancarias en paraísos fiscales), y durante un tiempo respondieron a algún criterio más o menos razonable; ahora ya ni eso: van de acá para allá a capricho, en un trasiego de mucha promiscuidad, casi por el puro placer de viajar. Bueno, y luego, en cada una de las tres cuentas están las distintas categorías de ‘importante’, ‘personal’, ‘creativo’, ‘trabajo’,’humor’, etc. Pero, claro, hay correos o documentos que participan de varias etiquetas a la vez. ¿Dónde guardarlos? Es complicado. Sin embargo, la insubordinación y la bandera negra surcando los mares de silicio también nos dan de vez en cuando alegrías y emociones fuertes. Cosas que dábamos por perdidas y de pronto... reaparecen, saliendo de la niebla, como resurgen alguna vez ciertos objetos extraviados, o un poema que se desvaneció en el olvido, o una amistad largo tiempo ausente, de viaje. Parece como si todo estuviera escrito por ese guionista secreto que rige nuestras vidas. El mismo que trama el desorden ingobernable de mi ordenador. Dejo para otro día el documento reaparecido en el que glosé los términos entrada, borradores, enviado, papelera, no deseado... Bueno, a manera de tráiler, copio aquí las palabras que escribí para ilustrar uno de esos epígrafes.  Papelera: “El camión de la basura. La papelera es el fin de viaje, la estación término de tantas y tantas aventuras posibles que no llegan a serlo. Ahí se pudren las flores más hermosas. Y las proposiciones más deshonestas. Y las ideas más incomprendidas. En ese vertedero, a veces brillan en la oscuridad los más codiciados diamantes.” Sed buenos. Y buenas. Y que todo el viernes esté de vuestra parte. Amén. 

viernes, 8 de noviembre de 2013

fondo de armario

    Guardar la ropa de primavera/verano y sacar la de otoño/invierno es un ejercicio ritual que da para alguna divagación acerca del paso del tiempo o del eterno retorno. Como soy un tipo cuidadoso para algunas cosas (la ropa es una de ellas), conservo en buen estado aún algunas prendas muy vividas. A veces, mientras devuelvo a su percha un tres cuartos, o plancho una camisa que sabe más de mí que casi todo el mundo, pienso en lo que esas prendas dirían... si las prendas hablaran. Abro el armario del pasillo –a fin de decidir qué dejo en él y qué bajo al trastero– y mantengo un breve diálogo en silencio con una americana impecable, muy primaveral, estrenada hace 19 años, el día del bautizo de mi hijo mayor, la cual debo retirar por seis o siete meses, como cada otoño, y dejar sitio a otras prendas más abrigadas. O bien, las yemas de mis dedos repasan el tacto aterciopelado del pantalón negro que en 23 años de casado apenas me habré puesto en media docena de ocasiones. ¿Por qué esa reserva tan fuera de lugar? Cuando me lo probé en la tienda, aquel anochecer, supe de inmediato que ese pantalón iba a ser mío para siempre: no necesité mirarme al espejo para saber que ‘ni hecho a medida’. Tal cual. La ropa hecha a medida no queda nunca tan a la medida, tan bien traída a la cintura, con tan buena caída de arriba abajo. Es un pantalón tan perfecto que casi me ha dado miedo ponérmelo, mancharlo, profanarlo, echarlo a perder. Conste que estoy en contra de eso a todos los efectos, pero su tacto aterciopelado es algo aparte. Sé que está siempre ahí, colgado enteramente, de una pieza, aunque rara vez lo miro o lo acaricio, no vaya a ser que lo desgaste. A propósito: ¿Alguien duda a estas alturas que la mirada desgasta? Luego están los jerseys cómodos, acogedores, mullidos. Jerseys de hace una década algunos de ellos, o estrenados la mañana en que vi la retrospectiva de Cristina García Rodero, o la de Horacio Coppola, en el Círculo de Bellas Artes. Durante muchos años conservé una bufanda del mejor paño inglés que alguien me pidió una amanecida con niebla, hace un millón de años, como recuerdo de aquella noche, y yo se la negué, oh, miserabile, retirándola de su cuello perfumado cuando nos despedimos. Pasado el tiempo, la bufanda desapareció sin yo advertirlo; años después, quizá tras algún cambio de domicilio, alguna mudanza, volvió a aparecer por sorpresa, como resurgen a veces los olvidos mejor guardados y los arrepentimientos. Me acordé de aquella noche, y de mi gesto mezquino, tan impropio. Sigo aquí, delante del armario abierto: ese chaquetón de paño –así como de marinero en Rotterdam– me ha acompañado los últimos doce inviernos; junto a él, esta americana color arboleda en Tierra de Campos a finales de octubre, primeros de noviembre, ha estado en tres o cuatro teatros, varios encuentros, algunas cenas memorables con amigos, con personas queridas. Un poco más allá, hacia la izquierda, ¿qué me dicen estos vaqueros colgados? Bien claro está: habíamos ido al cine aquella noche. Marion Cotillard paseaba como nadie por la pantalla cuando, hora y media después, Carmen y yo caminábamos sin prisa a la salida de Midnigth in Paris. ¿O fue al revés: Carmen y Marion paseaban a la orilla del Sena mientras yo intentaba prolongar aquel sueño hasta dar con un final feliz? Hoy la mañana está de un gris mate en Madrid, de un gris edimburgo elegantoso como de película inglesa de espías. O como para empezar una novela de John Le Carré. Buen momento para consultar con el fondo de armario. O para mirar escaparates y hacer frente a una disyuntiva dramática: ¿Zara o Armani? ¿Sensatez o... la Visa por la ventana? Cierro el armario y me preparo una infusión de tila.   

viernes, 1 de noviembre de 2013

andar, mirar, leer

No sé si es manía o vicio, pero al pasar delante de un quiosco no puedo evitar echar un vistazo a los titulares de los periódicos. Es un impulso ingobernable, algo que responde a no sé qué atracción, pero lo cierto es que al acercarme a un quiosco aminoro el paso y pierdo el hilo de la conversación, o de los pensamientos que conmigo van si camino solo. Todas las mañanas paso por delante de uno ante el que me detengo no menos de veinte segundos, tiempo suficiente para leer los titulares de la prensa deportiva y de la otra, pero leerlos al revés, pues el quiosquero coloca los mazos de periódicos en dirección inversa a la mirada del paseante, y ello es así con una sola excepción: La Gaceta, la cual ocupa un lugar de privilegio y a favor de la mirada del peatón. Quizá sea debido a ello que tengo muy desarrollado el arte de leer los titulares a contragobierno, con los tipos patas arriba. Pero esta querencia mía a los quioscos no es más que una parte del todo, un síntoma que revela mi afición a la lectura. La calle está llena de palabras escritas, incluso de frases enteras a las que es imposible sustraerse. Los comercios, las marquesinas, los autobuses, los luminosos, los escaparates... son soportes cargados de avisos, llamadas, reclamos o propuestas que la mirada no puede rechazar. “Todo al 50%. Menú del día. Liquidación por cese de negocio. Especialidad: patatas bravas. Próximo estreno en cines.” A esa hora de buena mañana están cerrados el Ébano Nigth Club y la competencia, el Blue Velvet, pero a cambio ya puede leerse, escrito en el cristal del bar madrugador: “Desayuno con porras, churros, tostadas, bollería: 2€.” Los ventanales del BBVA utilizan la imagen de Casillas para convencernos de que “Como Iker, hacemos fácil lo difícil.” Y hablando de bancos, todo está relacionado con el dinero: por eso aparece bien legible “Compro Oro”, y un poco más allá, “Western Union: Money Transfer”. Sin tiempo para digerir las porras del desayuno, te sale al paso la pizarra con el “Menú del día”. Apartas la vista de la “fabada asturiana” del menú y en ese momento pasa el autobús dejando claro que "Hoy no me puedo levantar, Teatro Coliseum". Aunque en la marquesina de la parada del bus descubres que la película Pacto de silencio es “un thriller fascinante.” Luego aparece un “cerramos los lunes por descanso del personal”, y después, directamente tres “se vende” consecutivos, otra “liquidación por cierre”, un “Locutorio-Internet: descargas, tarjetas, fax, liberamos móviles, envío de dinero” que precede a “+Visión: el fin de las gafas caras.” Y Mientras el semáforo permanece en rojo, pasa un camión de la “Limpieza Verde” seguido de otro del reparto de "Mahou Cinco Estrellas”. Luego viene “La Caixa: presentes en tu fu[TU]ro”, y otra marquesina en la que Ed Harris y Annette Bening protagonizan "La mirada del amor", allí donde “la vida siempre te puede sorprender”. Más adelante, ya de vuelta a casa, tras media docena de establecimientos cerrados , varios ‘se vende’, un “Thor, el mundo oscuro, 31 de octubre en cines”, después de todo eso aparece un quiosco de la ONCE asegurándonos que “la ilusión nos permite ver”. Aunque también la mirada del mirón se encuentra con una proposición de lo más tentadora: “Por la otra puerta.”