viernes, 27 de noviembre de 2015

imitación a la vida

    Que la naturaleza imita al arte es algo que ya nadie discute, pero también es cierto que la realidad imita a la ficción. O la plagia. Si uno se fija un poco, comprueba que con frecuencia se producen situaciones que incitan a echar un vistazo alrededor, por si aquello formara parte de un montaje, de un programa de televisión con cámara oculta o algo así. Asimismo, hay quienes se comportan como si fueran sus propios imitadores. O como si salieran de casa con el papel estudiado y se dirigieran a un casting, a una prueba donde demostrar que cada uno es quien dice ser. A veces me acuerdo de aquel sketch genial de José Mota en el que un grupo de actores y figurantes simulaba estar trabajando en un edificio en construcción. Sólo se ponían en marcha cuando alguien se acercaba a la obra. Se trataba de 'dar sensación' de actividad. Bueno, pues algo semejante percibe uno a menudo. Hay veces que todo el mundo parece fingir que hace su trabajo, o que pasea ociosamente, mira los escaparates o espera al niño a la salida del colegio. En las esperas es donde mejor se ve quien es creíble y quién no. Pero la realidad está llena de actores que no saben que lo son o que simulan no serlo, que pretenden hacerse pasar por honrados ciudadanos, discretos pasajeros, operadoras de telemarketing, tipos que hacen footing o sacan el perro a pasear. En mayor o menor medida, todos se comportan como actores que interpretan el papel que les cae en suerte en cada caso: el apresurado cartero del banco, la enfermera que vuelve tras 24 horas de guardia, el ama de casa tirando del carro de la compra. Todo costumbrismo tiene algo de representación. Aunque casi todos sobreactúan en algún momento, y eso nos hace dudar de ellos, de la realidad, pues sabemos que el exceso de apariencia suele ser engañoso. Dice Ennio Flaiano que "la realidad es la que nosotros conseguimos hacer pasar por tal." El que barre las hojas del parque, por ejemplo, no puede evitar mirarnos de soslayo como lo haría un agente infiltrado de los Servicios de Inteligencia. Yo, sin ir mas lejos, en un rizar el rizo de mucho virtuosismo, a veces salgo a la calle como quien finge simular no ser quien es, ni acudir o volver de donde no puede ocultar que va o que vuelve. Y, según tenga el día, subo al autobús con una expresión tal que de regodeo en la concupiscencia. Pero la señora que va sentada enfrente me ha calado, está segura de ello: 'este viene de pasárselo bien con un veinteañera que podría ser su hija, una estudianta de Farmacia que lo trae loco, no hay más que verle la cara de satisfacción. Qué asqueroso, cómo se va relamiendo por dentro, el muy guarro.' Claro que también a veces mentimos con verdades, o fingimos ser quienes en realidad somos. Inevitablemente, vienen al caso los versos de Pessoa: "El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente /que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente." Buenos días.

       

viernes, 20 de noviembre de 2015

de lo que (no) quiero hablar

    "En mi vida han chocado al menos dos tensiones siempre: la necesidad de estar y de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir y a la vez la de dejar de hacerlo." Dicho sea con toda modestia, comparto enteramente estas palabras de Enrique Vila-Matas. Y algo de eso había, creo yo, en el post que publiqué aquí el pasado viernes. Es la tensión entre dos impulsos contrarios: 1) hablar por no callar; 2) dar la callada por respuesta. El problema de callar está, como es sabido, en que quien calla otorga, aunque también cuenta a su favor con la conocida sentencia de que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Sin embargo, a eso cabría darle la vuelta y afirmar que seremos juzgados por cuanto no denunciamos en su día ni advertimos ni dejamos constancia de ello. De modo que si uno habla, puede meterse en líos y buscarse enemistades; si calla, la mala conciencia no le dejará dormir tranquilo. Así las cosas, nos vemos avocados a equivocarnos doblemente: por lo que decimos y por lo que dejamos sin decir. Pero pudiendo complicar, para qué simplificar. Hay una manera aún más completa de equivocarse: es aquella que podríamos denominar 'tercera vía'. Consiste en tratar de salvar los muebles mediante un recurso formal, una salvaguarda a la que acogernos como el que a buen árbol se arrima. Pongamos por caso que yo recurriese aquí a una fórmula retórica, algo así como 'cosas de las que no quiero hablar', y a continuación escribiera un listado meramente enunciativo de aquello con lo que no quiero enfangarme. Por ejemplo, no quiero hablar de... de lo que está en boca de todos desde hace una semana. Ni de lo que arrojaría cada noche al fuego frío de la papelera de reciclaje. Ni tampoco acerca de algo no descartable: que el 20-D las urnas no hagan justicia. No quiero hablar de los cines que se cierran, de los fondos buitre, de los tristes tigres, de "que la vida iba en serio..." Y así podríamos seguir de mal en peor hasta completar el post de hoy. Pero no, no le daré gusto al malhumor ni al desaliento. Por el contrario, hay oros este otoño a partir de las cinco de la tarde que no tienen precio; también hay silencios muy limpios, de una elegancia vertical, como de línea recta, y versos de Tomás Salvador -"hay algo que se escapa, que se guarda / a oscuras en un tiempo que ha prescrito"- que podré releer esta noche y cualquier noche. Ya ve el lector, la lectriz, que no me privo de nada, que el lujo va conmigo incluso en las mañanas más austeras. Con razón dice mi compañero de letras Mario Pérez Antolín en su Oscura lucidez: "El temor a perder la vida hace que los hedonistas la disfruten y los afligidos la padezcan." Amén.                                                          
                                                                                                                               

viernes, 13 de noviembre de 2015

un poco de nada

     Hay días que no tiene uno el ánimo para pronunciamientos, y lo que de veras apetece, aunque tampoco mucho, es dar la callada por respuesta. No tengo claro si es más desgana que desdén o lo contrario, ni tampoco si ello es debido a la falta de fe o a "la falta de hierro" que aquejó a Curro El Palmo, pero es un hecho cierto que existen esos días en los que desde primera hora uno levantaría bandera blanca y la dejaría ahí hasta nueva orden; aunque quizá vendría mejor al caso la bandera amarilla de los apestados, como en  El amor en los tiempos del cólera. Y que no sonara el teléfono, ni llamara abajo el cartero del banco, ni nadie nos hiciera preguntas, más allá de las recompensadas de Nicequest. Días de silencio, sí, pero de un silencio al que uno se acoge, como en las películas americanas de tribunales en que el acusado ejerce su derecho de acogerse a la Quinta Enmienda. En este post de hoy me gustaría no decir nada. Pero hay tantas maneras de no decir, tantos silencios y tan distintos unos de otros. Cada silencio guarda un secreto. Y al revés: cada secreto requiere un silencio único, irrepetible, hecho a medida. 'Callar la boca' es un pleonasmo de una diversidad sin límites. ¿Cuántos silencios caben en un día? ¿Y en un espacio en blanco? Un secreto no es otra cosa que un pacto de silencio. Pero yo no pretendía aquí un pacto de silencio, sino más bien un pacto con el silencio que me permitiera sacar este post de la nada... sin decir nada. "Escribir también es no hablar, es callarse", dice Margueritte Duras. De acuerdo, escribir, pero escribir ¿qué? El compositor John Cage -el creador de la célebre 'pieza silenciosa'- escribió: "No tengo nada que decir y lo estoy diciendo, y eso es poesía." Mucho más modestamente, no es que yo quiera decir callando: lo que quiero es callar diciendo. (...) Y así estaban las cosas ayer a estas horas. Me había quedado mudo de escritura, tal que flotando en la nada, con la mirara perdida y la mente en blanco, como quien se queda dormido con los ojos abiertos. Pero algo sucedió a poco más de un metro de distancia, a mi izquierda... Todo empezó hace ya cinco semanas, cuando abrí la gaveta de la cómoda y descubrí que no estaba el monedero: negro, de piel, con forma de herradura, de los de toda la vida. Rara vez lo sacaba de allí. Tras buscarlo infructuosamente por todas partes -incluso pregunté en el súper y en la tienda de los chinos- lo di por perdido, no sin gran pesar y mala conciencia. Tan es así que durante estas semanas lo he mantenido en secreto. Pero ayer, a la salida de ese viaje al limbo, con la mirada todavía desenfocada, percibo que algo cobra nitidez entre los cachivaches de la estantería: es negro, de piel, tiene forma de herradura. No dije nada. Ni siquiera hice intención de alargar el brazo y tocarlo con los dedos. Tan sólo me quedé mirándolo en silencio. Luego cerré los ojos y sonreí hacia dentro, rendido a la evidencia. 

viernes, 6 de noviembre de 2015

esto es Matrix

      Llevo publicadas 133 'confesiones' en este blog; apenas he dedicado tres a la política. Ante quienes me acusen de diletante y hedonista, o sea de deleitarme sólo con las bellas artes y los placeres de este mundo, tendría que defenderme alegando que a diario leo, escucho y hablo de cuestiones políticas. Bien es verdad que al cabo de un rato la querencia me lleva a otros asuntos. Y de ahí voy pasando al cine, la moda, el glamour... Uno empieza, o quisiera empezar, en Le Monde Diplomatique y acaba sin remedio en Vanity Fair, que es fascinante, por cierto. A lo que iba: la política me atrae sobre todo cuando se acerca temerariamente a la ficción. Pondré un ejemplo. ¿Por qué me asombra nuestro presidente Rajoy? No por sus logros invisibles, ni por sus méritos supuestos o atribuidos, pero sí por su proximidad con Bioy Casares, el autor de La invención de MorelVeamos. Allí, en la isla donde transcurre la acción, tiene lugar un extraño fenómeno de realidad ilusoria que el protagonista observa en secreto, incluso interactúa con ella. Pues bien, aquí ocurre casi otro tanto: hay una realidad imaginaria que suplanta a la realidad de los hechos vividos. Los generadores de apariencias trabajan a pleno rendimiento, y han alcanzado tal perfección que son capaces de crear y mantener vivas unas ilusiones ópticas asombrosas, hasta el punto de que la simulación generada parece más real incluso que la otra, la cruda realidad. Se queda uno pasmado viendo visiones, sí, comprobando que ante sus propios ojos se ha desvanecido, pongamos por caso, el edificio de la Telefónica, incluso toda la Gran Vía, y en su lugar aparece una especie de 'Marina Dor, ciudad de vacaciones'. ¡Oh! ¡Cómo es posible!, exclamamos. Pero los magos nunca desvelan sus secretos. Si bien es cierto que las ganas de creer en los prodigios consiguen maravillas. Vale, eso es así, y hay que admitirlo, pero que nadie le quite méritos a los aparatos de sugestión, a los potentes generadores de hologramas en tres dimensiones, realidades virtuales, mundos paralelos. Y ello sucede, en gran medida, porque hay unanimidad en los comunicados oficiales reproducidos ad infinitum por todos los medios: al fin hemos salido triunfantes (o estamos saliendo) de la maldita crisis, del infierno en el que nos hallábamos, y ahora tenemos delante un cielo azul y un aire limpio donde hacer volar las cometas y la imaginación. Aunque queda algún pequeño detalle que no acaba de encajar en la nueva realidad. Resulta que -dejando aparte lo sucedido en Sanidad, Educación, Cultura, Investigación y otros estragos- cuando nuestro Mariano Morel tomó posesión -"hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro"- había 17.200.000 afiliados a la Seguridad Social. Tras estos años, tenemos el mismo número de trabajadores inscritos, aunque con medio millón menos de contratos indefinidos y más de dos millones de parados que no reciben prestación alguna. ¿Entonces? ¿Dónde está el milagro? ¡Aaaah, descreídos! Poned el Telediario de las tres y veréis. Bienvenidos a Matrix.