viernes, 11 de noviembre de 2016

instrucciones de uso para una día de lluvia

     El pasado martes 8 dejé escrito aquí un borrador inacabado que, leído ahora sin más, resultaría de una frivolidad irritante, incluso parecería una deliberada provocación por mi parte, casi como aquello tan célebre que anotó Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación." Hecha la pertinente advertencia, esto fue lo que escribí, tal cual: Sales de buena mañana para hacer unas gestiones y a eso de las once ya tienes todo resuelto. Es así como te encuentras con tres horas libres de cargas con las que no contabas. Esta lluvia mansa de noviembre invita a abrir el paraguas y pasear por la Gran Vía hasta Callao. Y aquí el relato se bifurca: si vas solo, que es lo normal, el paraguas es todo tuyo y tú gobiernas el paso, el ritmo, la dirección, las pausas ante los escaparates, dónde tomar un café, el tiempo que permaneces curioseando en una librería; pero si te has encontrado con alguien, pongamos con una vieja amiga (que ya es casualidad), y te has ofrecido gentilmente a acompañarla, tienes que ajustar tu paso al suyo, coordinar la cadencia de los andares, atender las inflexiones de su voz, mirar por ella. Esa es una tarea sutil y delicada que rara vez sucede, y que casi nadie practica ni disfruta. El paraguas amplio (jamás plegable) ha de situarse a la altura precisa y con el punto justo de inclinación para crear esa campana de intimidad que favorece el diálogo, el bienestar compartido. Es un combinado de geometría y musicalidad, de miradas oblicuas y pequeños detalles. Cruzáis un semáforo y al llegar a la otra acera percibes, percibís, que algo ha cambiado: apetece seguir paseando juntos un rato más. Y si suena el móvil, se le ordena callar. O mejor, silenciarlo previamente, igual que hacemos en el cine. Y ello estaría justificado, pues algo como de película es lo que sucede en ese pasear bajo el paraguas a media mañana de un lunes lluvioso. La sensación cinematográfica se percibe de pronto al pisar la primera franja amarilla en un paso de cebra. O al veros reflejados en la luna de los escaparates al pasar, conviviendo unos instantes con los maniquíes...Y hasta aquí llegó el amable paseo dejado en suspenso, interrumpido acaso por una llamada inoportuna o por falta de inspiración. No sé cómo sería ese final. Quizá se despidieron en la boca del metro y cada uno se fue por su lado. O acaso procedía un café y entraron en un Starbucks. O en una panadería, como hacen Jack Nicholson y Helen Hunt al final de Mejor imposible. A la salida, habría dejado de llover. Sube la música y empiezan a entrar los títulos de crédito. El plano se va abriendo, se va abriendo... The end.


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