viernes, 25 de julio de 2014

duchas de agua fría

     Cuando se alcanzan los 40º a la sombra, hay que tomar medidas: beber agua en abundancia, moverse poco y más despacio, mantener durante el día las persianas bajadas y la casa en penumbra. Sin embargo, entrar en esa atmósfera de silencio y quietud, de semioscuridad, trae consigo algunas consecuencias no diré que ingratas pero sí desgastatorias. El calor, la pereza, el zumbido del frigorífico a pleno rendimiento, la voluptuosidad que todo lo envuelve, el duermevela de la siesta... Todo eso crea un ambiente muy propicio a las ensoñaciones. Y así sucede que por la penumbra quieta empiezan a deslizarse sombras, 'sombras nada más', sí, pero que nos exaltan y nos hacen ver visiones, no todas confesables. También los santos tenían 'visiones', y algunas muy tentadoras, pues ya es sabido que la carne es débil y la imaginación exuberante. Yo no sé que ocurrirá en otros pisos de Madrid a la hora de la siesta, pero aquí, en el mío, hay un trasiego de celebrities por el pasillo y la alcoba que no es normal. Angelina Jolie se pasea por mi casa como si tal cosa, con esa musicalidad fluyente que tienen sus andares. CharlizeTheron se cruza con ella en el pasillo como Dior la trajo al mundo. Linda Evangelista se detiene para mirarme con toda alevosía y prometerme el paraíso, como en el anuncio de Aura de Loewe. Marion Cotillard, ay, con una combinación negra de seda salvaje o piel de ángel, se tiende a mi vera, muy felina ella, y me susurra palabras en francés très doucement. Pero, cuando más embobaliconado estoy, sucede que... como quien atraviesa una pantalla de mercurio, sale de la luna del armario Rachel Weisz, mi favorita entre todas, mi debilidad, vestida tan solo con una gruesa boa enroscada a su cuerpo (que yo reconocería a ciegas entre un millón). Es entonces cuando Rachel, al pie de la cama, se cruza de brazos o se pone en jarras y me mira a los ojos, a mitad de camino entre la guasa y el falso reproche, como diciéndome: '¿Se puede saber qué hacen todas éstas por aquí?' Con la mirada y el gesto, le pido comprensión, benevolencia, ante mi incorregible promiscuidad. Ella sonríe de aquella manera y empieza a desceñirse la serpiente. Estoy perdido. Un rato después, fatigado aún tras los excesos, busco la acogida reparadora de la ducha fría. Pero ni siquiera ahí me respetan las fantasías, y el pequeño cuarto de baño se llena de bellezas y juegos y travesuras. No bien secado del todo, me siento al fin en el sofá del salón, al amparo de la penumbra, con un café con hielo en la mano. Es entonces cuando reflexiono acerca de lo complicada (y agotadora a ratos) que es la vida de un hombre en la soledad de un piso en pleno verano, cuando los termómetros de la ciudad alcanzan los 40º a la sombra.



viernes, 18 de julio de 2014

el tiempo que llevamos dentro

     Hace unos días mi mujer y yo asistimos a la boda de un familiar. Ni que decir tiene que los novios muy guapos y el banquete escogido y abundante. Muchos de nosotros, los invitados, nos vemos solo muy de vez en cuando, de boda en boda, y, por desgracia, también en algún funeral. Al encontrarnos, nos saludamos con afecto y nos decimos lo bien que nos vemos, y que estamos igual que la última vez. Y en algún caso es cierto, sí, pero, por regla general, desde la última boda ha transcurrido tiempo suficiente para haber cambiado. En momentos así, resulta inevitable examinarnos unos a otros y evaluar los efectos del paso de los años. En algunos casos, esas sutiles variaciones observadas nos parecen... digamos que 'aceptables'; sin embargo, en otros, el cambio resulta desalentador. Hay quien veinte años después permanece fiel a sí mismo, insistiendo en ser quien es, profundizando en su rostro y sus rasgos, pero sin sobresaltos ni traiciones. Yo siempre confío en ser visto como uno de esos afortunados a los que el tiempo respeta, más o menos. "¡Estás igual que hace diez años o más!", me dicen a veces (pocas veces). Lo agradezco desde lo más hondo de mi corazón y de mi vanidad, aunque bien sé que ello no es del todo cierto, pero al menos tampoco es un embuste escandaloso ni un cruel sarcasmo, creo. Ante esos halagos ocasionales suelo responder con gesto y sonrisa condescendientes, como quien acepta con resignación aunque de buen grado una pequeña mentira sin importancia, casi una verdad a medias. O sea, una cosa entre paño y bola. Pero lo que más me interesa y me inquieta de este asunto -este viejo asunto- es observar cómo el tiempo nos trabaja por dentro, nos transforma, igual que hace con los frutos y con los recuerdos. El tiempo vivido -y lo vivido en él- actúa sobre cada uno de nosotros de un modo singular: endurece o ablanda las facciones, suaviza o encabrona el gesto, amarga o dulcifica la comisura de los labios, pone algo de miel o de acero en la mirada, pesadumbre en los hombros, ligereza o pesimismo en la manera de andar con brío o con desánimo. El tiempo entra y se queda en cada uno, sí, y deposita su oscuro sedimento. Desde ese fondo ciego, el tiempo nos trabaja, nos madura o corrompe, nos otorga un sesgo divertido o melancólico, un brillo seductor o cínico al primer golpe de vista, algo en la voz que alude a las ganas de broma o a la disposición al juego, a veces también al drama. Todo eso está ahí, va apareciendo con los años. Caballero Bonald acertó de pleno al decir que "somos el el tiempo que nos queda." Pero no solo. También somos el tiempo que llevamos dentro. Y una cosa está relacionada con la otra: el tiempo vivido condiciona el que nos queda por vivir. ¿En qué medida? Quién sabe. Quizá en la misma medida en que el topacio está relacionado con el tigre, el cine con los sueños, el vino con las rosas, la personalidad con los andares. Pudiera ser.


     

viernes, 11 de julio de 2014

mientras suena almost blue

     "El peso de la responsabilidad empieza en el momento de medir las palabras", así concluye Muñoz Molina un artículo reciente sobre un libro de Tony Judt. Se refiere a la responsabilidad del intelectual a la hora de pronunciarse. Yo no soy ningún intelectual, pero estoy de acuerdo en que eso es así: medir las palabras antes de escribirlas. Creo que esa afirmación tiene vigencia más allá del ámbito al que alude en su artículo el marido de Elvira Lindo. Así las cosas, cada mañana empezaría de otro modo, cada minuto sería muy distinto si en lugar de una preposición eligiéramos otra en la primera frase que decimos o enviamos por e-mail. De emplear un adverbio a emplear otro, cambia el curso de los acontecimientos, desencadena otra secuencia de acciones y reacciones. Con solo alterar la persona y el tiempo verbal en el momento preciso, podríamos poner en marcha una larga amistad o una declaración de guerra. El hecho arbitrario de pasar del pretérito imperfecto al presente de subjuntivo puede traernos todo un verano ocioso hasta bien cumplida la vendimia, desencadenar un novelón de 900 páginas, hacer posible un cambio de régimen... o de orden de magnitud. Si un adjetivo permuta con otro su posición en un párrafo, ello puede dar lugar a una catástrofe o a un orgasmo tan cegador como no se recuerda desde las escenas más ardorosas de El amante de Lady Chatterley. Hay que tener mucho cuidado, pues, con las palabras que elegimos y con el orden en que las pronunciamos. El Quijote se escribió tal cual de puro milagro: había una posibilidad entre un millón, pero lo cierto es que salió esa y no el resto. Con Blue Moon pasa tres cuartos de lo mismo: una nota de más, o a destiempo, hubiera arruinado esa canción que, lejos de envejecer, crea pactos indelebles ente quienes la bailan o la escuchan, antes o después del amor. Y así ocurre con todo cada día: una frase de menos o dos que sobran, una metáfora extemporánea, una sintaxis confusa... y al carajo todo lo bueno que estuvo a un tris de suceder. Cómo cambia el mundo en solo un parpadeo. La destrucción o el amor es probablemente la obra capital de Vicente Aleixandre. Pero qué diferencia en su significado si esa "o" del título se interpreta como disyuntiva o como identificativa (claro que no hace falta ser un lince para inclinarse por la segunda opción: la destrucción = el amor). Bien. A lo que estamos: medir las palabras es calcular los pasos, elegir los objetivos, marcar el punto de vista, seleccionar el tempo y la velocidad, pulsar la tecla exacta, no parpadear hasta que el viaje de la flecha haya concluido. A todo esto, está sonando por segunda, puede que por tercera vez el Almost blue de Chet Baker. Veo que le quedan noventa segundos. Tengo pues minuto y medio para elegir bien las palabras finales. Yo diría que... verano, lentitud, brisa, visillos en vaivén; Venus saliendo de las aguas, espuma salada, fruta madura, dulce carne de membrillo; ensoñación, miel en los labios, libélulas en la memoria, estrellas fugaces, algo... casi azul.
 Chet Baker - Almost blue - YouTube

viernes, 4 de julio de 2014

maneras de vivir

     Hay mañanas que con el primer café nos llega alguna palabra nueva dispuesta a nombrar algo que ya estaba ahí, pero que aún no tenía un nombre a su medida, o no del todo al menos. ‘Resiliencia’, ‘hipsters’, 'precariado',  'revocatorio', 'wasapear', ‘economía colaborativa'... Hace pocos días, una amiga generosa me regaló el término 'mindfulness', que significa algo así como tener plena consciencia del presente, aceptando su realidad a la vez que se percibe cada matiz de los instantes en que sucede. También puede definirse como "la capacidad para disfrutar de lo que estamos haciendo en cada momento." A mí eso me remite, cómo no, a Grecia. Estoy convencido de que el actual mindfulness ya estaba presente de algún modo en el jardín de Epicuro. Veintitrés siglos y medio después, la hermosa boca roja de Sara Montiel lanzó al mundo esta proclama o exigencia: "bésame, bésame mucho", pero no de cualquier modo sino "como si fuera esta noche la última vez." Y en el cómo de esos besos es donde está la cuestión: si le quitamos el teatral dramatismo a esa 'última vez', ahí aparece Epicuro de Samos sonriendo. La cuestión radica, creo yo, en perder el miedo y vivir alegremente, sin considerar siquiera eso que entendemos por 'eternidad'. O dicho de otro modo: si sabemos que la vida es breve, vivámosla de la mejor manera, con esa alegría redentora que conduce al hedonismo. Por mi parte, ya voy entendiendo que casi todo lo malo que nos pasa se debe muy a menudo al miedo, y también que muchas de las mejores cosas vividas las debemos a que el miedo no apareció por allí, a la imprudencia en algunos casos, incluso a la temeridad alguna vez. De lo contrario, ¿cómo explicar ciertas carcajadas hermosísimas que no estaban previstas ni nadie supo de ellas? ¿Y cómo entender si no algunos besos robados, aunque tiernos, suculentos, mientras amanecía? En otras palabras, el novísimo mindfulness es el viejo e irrenunciable carpe diem actualizado. Es aceptar que cada rosa, cada copa de vino, cada mirada... son irrepetibles. Se trataría pues de una actitud, entiendo yo, una disposición a dar por bueno aquello que nos regalen los sentidos o los dioses; a recibir con gusto las olas que reúnen la noche con el día; a contemplar sin prisa ni avaricia el oro de un cuerpo tendido. Así las cosas, ¿qué propongo? Propongo caer en la tentación y llevarse uno a la boca un pedazo de pan candeal; contemplar en silencio a una muchacha que pasa por la vereda en bicicleta; propongo il dolce far niente y café con hielo tras la dulce siesta; ver discurrir el agua en paz a la caída de la tarde en el Canal de Castilla; escuchar alguna vieja canción de Cole Porter; cerrar los ojos en medio de una fragancia; recordar una merienda de verano con natillas y muchas primas y primos... Confío así en estar preparado, disponible, para recibir los regalos que estén por suceder. Hedonismo, carpe diem, mindfulness... Distintas maneras de bailar el tango, o de ponerse y quitarse el sombrero. Como diría el gran Rosendo en inmortal canción: "maneras de vivir".   
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