viernes, 3 de junio de 2016

la vida de los otros

      Gracias al periodista y escritor norteamericano Gay Talese, hemos sabido que el dueño de un discreto motel en Denver (Colorado) espió la vida sexual de sus huéspedes durante treinta años, tomando buena nota de cuanto veían sus ojos a través del 'mirador' practicado en el conducto de ventilación de cada una de las habitaciones. Supongo que, además de tomar apuntes, el tal Gerald Foos gozaba como un perro, relamiéndose, ya fuera solo o en compañía de su esposa, la cual a veces se incorporaba a la investigación. Me los imagino observando y haciendo pronósticos de lo que pudiera suceder esa noche en la 14, en la 5, en la 19. Quizá en la 8 la joven secretaria y su jefe pudieran depararles algún momento estelar. Quién sabe, acaso Lolita y Humbert Humbert pasaron por allí alguna vez, dejando un recuerdo indeleble en el amigo Gerald. Treinta años y veintiuna habitaciones dan para mucho. Y así, nuestro estudioso de los comportamientos íntimos reunió "cientos y cientos de páginas manuscritas", asegura Talese. Las cifras resultan mareantes: treinta años contienen casi once mil noches. ¡Once mil!, una tras otra. Bastaría con los libros de registros, debidamente anotados, para constituir toda una casuística sexual en treinta volúmenes. Semejante estudio de campo, bien manejado, podría dar lugar a un Premio Pulitzer, o a una película porno 'de culto' que se convertiría en objeto de estudio en los departamentos de sexología más prestigiosos. Pero todo este vaivén nos conduce a las preguntas de siempre: ¿A qué obedece ese eterno afán por mirar a los otros sin ser visto? ¿Qué se obtiene con ello? Y es ahí donde se encuentran, se enfrentan, dos hemisferios: el de los que miran y el de los mirados. Hay algo perturbador en el acto en sí de mirar, y parece que el mundo contuviera la respiración cada vez que miramos en silencio, con alevosía, sin consentimiento. Porque ese codicioso mirar tiene voluntad o ánimo de apropiación, de apoderarse de lo ajeno. Lo que hacía el tipo del motel era acaparar momentos, escenas, aprovisionarse de realidades pertenecientes a la vida de los otros. La intimidad es sagrada, desde luego, y por tanto inviolable. Quizá por ello mismo, la tentación de mirar por el ojo de la cerradura puede llegar a ser irresistible. Sin embargo, es mucho más poderosa la mirada en sí que el objeto mirado, más rica, más perturbadora la imaginación que la torpe y cansina realidad. La prueba está en los millones de lectores de novelas y relatos, de cinéfilos reincidentes. Nuestro hombre en Denver, en lugar de ir al cine o ver una serie de TV, cada noche, con lo que sucedía en las habitaciones del motel Aurora, se montaba una película.



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