viernes, 29 de abril de 2016

más topónimos, por favor

     A petición de algunos lectores, voy a intentar una segunda entrega de topónimos que a ser posible no desmerezca a la primera. Los nombres hay que merecerlos y estar a su altura; si uno se llama, pongamos, Gustavo Adolfo o Eleanora debe atenerse a las expectativas y a las consecuencias. Asimismo, si alguien decide hacer un viaje a la felicidad, yo le tengo que proponer Valparaíso, donde las avenidas que llevan al mar ostentan las más altas palmeras, y las mansiones lucen fachadas de color palo rosa, vainilla, limón o lapislázuli, cada una rodeada de su propio jardín romántico, con pavos reales, estatuas, cenador y columpio. Mas si en el viaje de ida, contemplando el atardecer desde la cubierta, el viajero pierde la cabeza por una mulata candonga de ojos verdes, carne de membrillo y andares ondulantes, en ese caso el destino de su pasión ha de ser Antofagasta, donde los ventiladores de las alcobas de los hoteles alivian el calor de los cuerpos en la penumbra de la siesta ardorosa. Aunque, si por algún motivo de celos o de honor, hay que salir de allí a toda prisa, lo más aconsejable es continuar esa siesta a la sombra de los flamboyanes en algún dulce bohío de Guanabacoa o de Camagüey, con la mecedora en perezoso bamboleo. Y si el viajero desea poner tierra por medio y olvidar unos amores contrariados o extenuantes, entonces debería abrir su mente y orientar sus pasos hacia la ruta de la seda -más allá de la deslumbrante Persépolis-, en dirección a Samarkanda, aunque sin llegar nunca a ella, pues Samarkanda es un estado del espíritu, una categoría tan evanescente como la legendaria Xanadú, donde se alzaba, dicen, el palacio de verano del Gran Kan. O como la no menos fabulosa Shangri-La, que en sus resonancias tibetanas combina la espiritualidad del gong y el hilo de humo azul del opio que conduce al nirvana. Y de ahí a las ciudades invisibles de las que habló Italo Calvino -Cloe, Tamara, Euphemia...- no hay más que una tarde de lectura. Claro que, sin necesidad de irse tan lejos, el viajero siempre podrá volver a hacer la travesía clásica del mito al logos: atracar en Cefalonia a pleno sol, navegar por el Dodecaneso, escuchar a María Callas en Halicarnaso. No existe en todo el planisferio una toponimia más dionisíaca que la que se extiende por el mar de Jonia y el Egeo, de Samotracia a Heraklión. de Naxos a Mikonos, del estrecho de Corinto al de los Dardanelos. Y nunca olvides que "Si vas a emprender el viaje a Ítaca (...) Pide que tu camino sea largo./Que numerosas sean las mañanas/de verano en que arribes a bahías/ nunca vistas, con ánimo gozoso./Detente en los emporios de Fenicia,/y adquiere las hermosas mercancías:/madreperla y coral, ámbar y ébano,/perfumes deliciosos y diversos..." Cavafis te espera, marinero, en algún tugurio infame de las malas calles que bajan al puerto, en Alejandría, por las que es fácil y agradable perderse al anochecer.


viernes, 22 de abril de 2016

el santo al cielo

     A veces ocurre que en medio de la lectura de un párrafo se abre un paréntesis con nada dentro, un espacio en blanco en el que se desvanecen las palabras recién leídas. Es algo semejante a una desconexión, a un sumidero por el que se nos va la luz y la lectura queda interrumpida, en suspenso. Aunque yo recuerdo que durante los apagones siempre pasaban cosas. Cuando se iba la luz, la repentina oscuridad nos traía un poco de miedo (del bueno, del que gusta), además de incertidumbre, expectación, suspense. A veces, en esa oscuridad recién llegada tenían lugar algunos juegos, risas nerviosas, sustos, creo recordar que también algún toqueteo adolescente. Pero todo aquello sucedía en ese intervalo, desde el momento en que se producía el apagón hasta que alguien encendía la primera vela o volvía la luz a las bombillas. Y ahí acababa todo: todo lo que había brillado en lo oscuro. Las cosas volvían a su ser y la normalidad se reanudaba. Bueno, pues algo parecido sucede cuando, tras esas desconexiones mentales, de pronto se hace la luz de las palabras y la lectura reanuda su curso. No tenemos la menor idea acerca de dónde hemos estado, ni cómo ni por cuánto tiempo: igual han podido transcurrir cinco segundos que cincuenta, o cien, incluso más. ¿Qué ocurre en ese limbo, ese estado aéreo en el que entra nuestra mente cuando se nos va la luz? Yo sospecho que ahí suceden maravillas no declaradas, fugaces brillos de metales insólitos, microsueños que escapan a los detectores de actividad, algo así como los ultrasonidos que el oído no percibe. Quizá ese espacio exento y libre de escrutinio sea territorio de ángeles, soleada azotea para las patinadoras del aire… Algo así. Qué bien se ha de estar ahí toda una tarde, una temporada sin tener que rendir cuentas ni dar frutos ni recogerlos. Esas interrupciones que a veces se abren en medio de un párrafo son como el anticipo de algo desconocido, aunque prometedor, que acaso esté por llegar: viajes insospechados que unos sensores sean capaces de descifrar y hacernos ver, sentir, vivir... como se viven las ensoñaciones, las películas de amor o de vampiros, los cuentos de hadas, de brujas, de princesas frías que sueñan con leopardos. Llegados a ese punto entenderemos al fin el significado de la expresión ‘se me ha ido el santo al cielo.’ Solo entonces sabremos si realmente en el cielo está el paraíso. Aunque si es un paraíso de ficción, también vale.

viernes, 15 de abril de 2016

topónimos

     Ella me pide topónimos, y yo, marido complaciente, no soy capaz de negárselos. Podría pedirme cosas más sencillas, pero no. Las profesoras de Lengua y las musas primordiales tienen estas cosas arbitrarias, que igual pueden pedirte perfectos endecasílabos como paseos al atardecer a la orilla del mar. Dicho de otro modo: por la noche te proponen lujosas hipérboles e hiperestesias y al día siguiente, al desayuno, prosas profanas. Así pues, retomemos ese paseo a la orilla del mar... de Mármara, por ejemplo, un "mar que encierra tres veces el mar", como dice la canción. Y navegando por ahí llegamos a Estambul, la palabra mágica que desprende ensueños y evoca serrallos y sultanes. No existe en la toponimia ciudad más fragante que Estambul, pero de una fragancia nocturna y algo narcótica. Muy cerca en ese imaginario está Sebastopol, la capital más enérgica del mapamundi. Su carácter militar salta al oído; en ella se cruzan sables y galopan caballerías que unas veces son cosacas y otras del Imperio Austrohúngaro. Directamente emparentado con Sebastopol está Pernambuco, donde, por una extraña transposición cultural, se habla el ruso en lugar del luso, y por sus avenidas circulan carruajes a la manera del San Petersburgo zarista, aunque los cocheros son mulatos nativos que lucen libreas color azafrán. En la misma área de fabulación se encuentra Bucaramanga, ciudad festiva y parrandera como ninguna, donde se practica un parloteo chisporroteante de palabras hechas pedazos y vueltas a reconstruir, pero ya con las sílabas cambiadas de orden, como si las letras hubieran sido volteadas en el bombo de la lotería y salieran patas arriba, creando así un caleidoscopio de sonidos rompecabezas: el bucaramango. Algo muy semejante sucede en Kipingamarangi -paraíso de los loros y las pastelerías- que, aunque parezca un nombre traído de la región de Bóbilis-Bóbilis, en realidad es una de las miles de islas que salpican el Pacífico Sur; allí los nativos se inventan las palabras al tuntún, como si introdujeran todos los fonemas en una especie de maracas del habla y, tras una buena agitación, saliera un idioma inusitado y jitanjáforo. Y tras la juerga polinésica de los palíndromos y los daikiris, regresamos a la sensatez, volvemos a casa, a esos topónimos que nos son tan familiares. Pero por muy alto y muy limpio que apunten las agujas de Madrigal de las Altas Torres, yo prefiero ver caer la tarde en la llanura que se extiende a ojos vista desde Villalba de los Alcores. Qué bien se está mirando desde ahí, desde ese nombre con sus cinco eles, qué buen silencio... apenas pespunteado por el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas. En fin, que se nos ha echado la noche encima. Otro día, querida, te traeré Islamabad, toda de ámbar y sedas de oriente; los tambores lejanos de Tombuctú a la luz de la luna; la apetitosa Antananaribo, con su intenso olor a plátanos maduros... Y para recuperarnos de tan exóticos excesos: Marienbad.




viernes, 8 de abril de 2016

acertar por error

      Nada es comparable al placer que nos produce acertar por error, esa gozosa travesura del destino. Te distraes leyendo en el autobús, o escribiendo un whatsapp, y ello te obliga a bajarte una parada más allá, pero a cambio, al poner el pie en tierra, ¡bingo!, por poco no pisas un billete de 10 viajes sin estrenar. O te encuentras con una antigua compañera de trabajo a la que no habías vuelto a ver desde hace ¿ocho años? En un minuto de atropellada conversación tratáis de poneros al día de vuestras vidas; al final os dais un abrazo y los números del móvil. '¡Nos llamamos, eh!' Gracias a ese encuentro tan fortuito como improbable te acabas de enterar de que 'estás igual que siempre.' Pero toda esa alegría no existiría de no haber sido por unos segundos de distracción. Y así, lo que fue un error, un descuido, se convierte en un premio, o propicia una oportunidad. Hay que salir en busca de las cosas, es cierto, pero también estar en disposición de dejarse encontrar por ellas. El escritor y guionista Ennio Flaiano escribió que "los mejores momentos los hemos tenido por equivocación. No estaban dirigidos a nosotros." Por eso es bueno dejarnos ver, estar visibles ('vivibles' he tecleado por error) y a merced de las casualidades que puedan salirnos al paso. No se trata de mostrarse uno como la bella Friné ante los jueces* (que tampoco estamos para tales esplendores), pero sí adoptar la actitud de quien se ofrece con gusto a la fortuna, o se hace el encontradizo. Serendipia es, más o menos, encontrar lo que no buscas, pero no coincide del todo con ese 'dejarse uno encontrar'. Cuando buscamos afanosamente algo (sin saber bien qué), diríase que esa obcecada búsqueda llevara a lo buscado a ocultarse, a protegerse. En esos casos, solo cabe mirar para otro lado, hacerse el distraído, y conseguir así que lo buscado se confíe, se deje ver. O incluso nos salga al encuentro. Es entonces cuando no queda más remedio que acertar. Aunque también ocurre en ocasiones que por un exceso de celo, o por afán de hacer bien las cosas, desencadenamos una calamidad tras otra. ¿Cuántas veces una interpretación errónea aunque bienintencionada, o sea, un malentendido, pone en marcha una sucesión de despropósitos que no responden a hechos ciertos, ni siquiera a intenciones probables? Claro que no faltará quien diga que la Historia, la Humanidad, son el fruto de un malentendido que no cesa. Esto explicaría algunas cosas que suceden a diario a nuestro alrededor, que están sucediendo. Kafka sabía algo de este oscuro asunto. Pero, aunque resulte retorcido, y sin embargo ingenuo, quiero confiar en que alguna vez un benéfico malentendido nos sacará (por error) del laberinto.

(*) LA OSCURIDAD ES OTRO SOL (Arte y literatura): El juicio de Friné




viernes, 1 de abril de 2016

¡alegría, alegría!

     Hay días que parecen diseñados para acogerse a la tristeza desde primera hora. Tan es así que no hace falta estar triste para ingresar casi que gustosamente en ella. Echas un vistazo desde la ventana y percibes la luz gris mate, la humedad del aire; los escasos individuos que caminan por las aceras llevan la mirada baja, las solapas levantadas, los andares... como dando la espalda al porvenir. No se requiere un gran esfuerzo para traer a la memoria un solo de trompeta de Miles Davis o algo de Chet Baker. Pero esa es la tristeza cinematográfica, blue, la tristeza como un territorio de acogida donde refugiarse. No se está mal en ella, especialmente algunas tardes sin objeto en que predomina la desgana. Y además hay que admitir que goza de gran prestigio literario y posee abundante bibliografía. Hasta tal punto es así que puede uno pasarse, creo yo, largos y crudos inviernos sin sentir la necesidad acuciante de salir de ella. ¿Salir al exterior en busca de alegría? No, por favor, nada de esa hortera y estridente alegría -murmura desdeñoso el refugiado-, mejor que dure la temporada otoño-invierno con su pálida esbeltez. Vale, de acuerdo. Pero eso no es tristeza propiamente, es más bien melancolía, ese estado que alguien definió como "el placer de estar triste." Hace unas semanas leí una entrevista con el cantante y compositor italiano Paolo Conte en la que afirmaba que "la melancolía es nuestro antídoto contra la tristeza." No está mal vista esa idea de la melancolía como cortafuegos que nos deja a salvo de males mayores. Es curioso, al leer esa frase me acordé de El cielo protector de Paul Bowles. Simplificando mucho, mucho, la melancolía de Conte pudiera ser algo semejante al firmamento que nos protege; la tristeza equivaldría aquí a la nada que hay detrás de ese cielo protector. En fin, dejémoslo; para qué meterse uno en jardines celestes. Lo cierto es que la tristeza severa lleva al abatimiento, al desconsuelo, al dolor insufrible. Sin llegar a esos extremos, la tristeza serena tiene algo como de fiebre fría, de ceniza en los labios. Las personas que la padecen, que conviven con ella, poseen una especie de sonrisa reconocible, como un rictus ahumado de abandono y resignación. Yo la he visto de cerca, sí. Quizá por eso, cuando percibo que ella no anda lejos, que se desliza por aquí como la sombra de Nosferatu, me armo de valores y organizo la resistencia. ¡No pasarás!, le advierto, mientras hago acopio de canciones infalibles, canciones prozac con las que levantar las barricadas. The Rolling Stones, la Creedence, Janis Joplin, Tina Turner, Queen, Led Zeppelin y toda la artillería de los 60, 70, 80... hasta llegar a Tino Casal con su insuperable Eloise y a los Sex Pistols, con Sid Vicious perpetrando genialmente My Way. Y así, mientras vemos el modo de pararle los pies a la tristeza, nos hacemos fuertes en la melancolía.