viernes, 27 de junio de 2014

cuando algo reaparece

     De tarde en tarde aparece un tesoro, ya se trate de veinte poemas inéditos de Neruda o de la copia de una película inacabada de Orson Welles. Que alguien encuentre una comedia perdida de Lope de Vega -Mujeres y criados, ed.Trifaldi- parece una broma que nos gasta el destino, pero en realidad es un regalo de los dioses obsequiosos. Este tipo de reapariciones cumple una función más que necesaria: la de mantenernos a la expectativa, abiertos al prodigio que pueda suceder en cualquier momento. Yo soy hombre de poca fe, lo admito, pero de grandes y pequeñas esperanzas que cultivo con esmero, y no descarto que un buen día aparezca en Nápoles una égloga de Garcilaso de la que no había noticia. O una partitura en Leipzig con varias cantatas inéditas (inauditas, más bien) de Bach. O las legendarias cartas de alto contenido inflamable -que creíamos arrojadas al fuego por cierta mano fría- entre Galdós y la Pardo Bazán. Ya en el terreno personal, puesto que soy algo perdulario, quiero creer que, de algún modo, las cosas desaparecen por su cuenta, para luego, varias semanas o años después, reaparecer por sorpresa y llenarnos los ojos de luz y la casa de una alegría antigua recién hecha. Hay un dicho en Cuba: 'todo lo que sucede es necesario'. Tiendo a creer que cuando algo reaparece es porque no podía ser de otro modo. Hace dos décadas alguien descubrió casualmente en el sur de Francia un prodigio con 30.000 años de existencia que hoy conocemos como La Cueva de Chauvet, y también como La cueva de los sueños olvidados, gracias al documental de Werner Herzog. Esas asombrosas pinturas rupestres -lobos, caballos, bestias- no es que se hubieran perdido: solo se habían ocultado por una larga temporada. Sus razones tendrían. ¿Cuántas cuevas llenas de caballos permanecen por descubrir? ¿Cuántas maletas repletas de negativos, como la legendaria 'maleta mexicana' de Robert Capa, están aún por aparecer? Gracias a los desvanes, los falsos techos, los dobles fondos, las fosas marinas..., gracias a todo eso nos queda la esperanza del hallazgo, de lo que está por regresar, no se sabe cuándo ni dónde. Sabemos que a través de un armario, de una grieta, un resquicio, incluso a través de un espejo, podemos acceder a mundos desconocidos. Y extraviarnos en ellos. A veces se olvida el camino de regreso. Pero otras no. Y de pronto las cosas reaparecen, aunque ya algo distintas, viajadas, renovadas, con otra luz... como los cantes flamencos de ida y vuelta. Y ese misterio es tal que cuando algo reaparece por sorpresa -una llave que abrió; una carta escrita al volver de París, en primavera; una canción desaparecida del recuerdo desde el verano del 74- ilumina el instante con un fulgor del oro recién amanecido. Pero no hay mejor manera de desaparecer que volverse uno invisible, ese viejo anhelo. Meses después, inviernos enteros de ausencia, qué maravilla reaparecer sin avisar y meterte en la cama de tu antigua amada, con mucho cuidado, para no despertarla.
   

viernes, 20 de junio de 2014

de verano

     Supongo que nadie pondrá en duda que existen libros de verano, de igual modo que existen las canciones de verano, los amores de verano, las camisas de lino. Con las personas pasa lo mismo: hay quien siempre estará veraneando y quien tiene por nacionalidad irrenunciable el crudo invierno. Y no solo se trata de estética o de meteorología. El verano es mucho más que un trimestre: es un género literario y una predisposición al hedonismo, una siesta perezosa y un café con mucho hielo en alguna terraza a la sombra. En verano se habla más despacio, se camina más despacio, se sonríe más despacio, se ama de otra manera. Un amor de verano, como su propio nombre indica, no debe ir más allá del final de la vendimia, y esa es la condición para que dure siempre. Porque al igual que "los amores que matan nunca mueren", los amores de verano duran de por vida: son inmarchitables en la memoria, evocan días de vino y rosas, esplendor en la hierba, cuerpos tendidos, islas griegas, canciones de Abba, poemas de Cavafis. Pero esos amores, ya digo, deben despedirse a mediados de septiembre, no adentrarse nunca en octubre, porque de lo contrario se convierten en otra historia. Y entonces la cosa se complica y pierde la gracia. Cuando llegan estas fechas de junio, y ya hace semanas que nos salen al paso las vallas Summertine de El Corte Inglés, conviene adoptar los usos y ritos veraniegos, la ropa suelta, los colores claros, las comidas ligeras, las bebidas frías, la conciencia laxa... Sí, algo más laxa, porque llegado este tiempo los dioses están más permisivos con nosotros, y las ninfas más consentidoras, más joviales. Quizá sea debido a ello que en verano todo es generoso y abundante, incluso el exceso se acepta con una sonrisa indulgente. Si entornamos los párpados y dejamos que el sol los acaricie, veremos sin esfuerzo la espuma de las olas, la miel en los labios, las ensoñaciones en la penumbra de las siestas de agosto... Y entre los relumbres de la luz se irá filtrando la voluptuosidad dulce y espesa de la Niña Chole en la Sonata de estío, o el pecho de la bella durmiente dilatándose al respirar en el famoso cuadro de Frederic Lighton, o la escena aquella de La Luna en que Jill Clayburgh baila el twist a pleno sol en una azotea frente al mar. ¡Hay tantas escenas, páginas, canciones que llevan el verano dentro! En todas ellas parece como si esa belleza despreocupada fuese a durar para siempre. Y en cierto modo es así, pues con cada nuevo verano -la misma luz, parecidas sensaciones- llegan otros veranos ya vividos que la memoria guarda. Hay una canción perpetuamente joven que evoca como ninguna ese mundo, creo yo, y cada vez que suena se renuevan todos los veranos vividos y por vivir, todos los amores, bailes, helados de fresa, ventanillas bajadas, cabellos al viento... Al sonar ahora esta canción descubro que todo está por suceder, este mismo verano, aquella tarde... que aún no ha sucedido.

viernes, 13 de junio de 2014

romanticismo

     Mi amiga NP, siempre tan atenta a todo lo que se mueve, me habla de una exposición fotográfica titulada Nightscapes. Se trata de un particular recorrido nocturno por Calcuta y otras tres ciudades indias. Lo que se percibe en esas fotos es un mundo del que ha huido la vida, un paisaje urbano en abandono donde lo único que se escucha es el zumbido de los cables de alta tensión y algún perro lejano que ladra para nadie. Y sin embargo yo encuentro una cierta belleza en esa desolación. Quizá tenga ello algo que ver con la idea de que todo cuanto nace tiene un atisbo poético; y todo cuanto se acaba o despide, también. Es la vieja idea de que para que algo nazca, algo debe morir previamente. Véase, si no, ese párrafo tan romántico en que el conde Drácula le suplica a Mina que muera en su pequeña vida humana, para, de ese modo, renacer en la gran vida imperecedera que él le ofrece, y compartir así por siempre "el poder de la tormenta y de las bestias." Y por ahí entramos en el bosque de los bestiarios y de las criaturas fabulosas. Siempre me han fascinado esos templos abandonados en Camboya, en el Congo, en Yucatán, de los que se apoderaron la selva y sus jaguares, las charcas corrompidas, las emanaciones tóxicas... En Poeta en Nueva York hay cocodrilos de ojos glaucos ascendiendo por los rascacielos de Manhattan, y "negras palomas que chapotean en las aguas podridas." Así mismo, enormes edificios de un pasado esplendor en Detroit son ahora pasto de las ratas mutantes, laberinto donde el viento gime batiendo ventanas y puertas sacadas de quicio, haciendo rodar botellas vacías por el suelo. Y también están los cementerios de automóviles, los desguaces, las chatarrerías donde la misma lluvia sucia que oxida los metales hace crecer el jaramago entre las bielas, las hortensias más azules reventando los faros y el capó. Un teatro cerrado hace décadas es el escenario perfecto para recrear la ruina: butacas desventradas, termitas, goteras, desconchones de escayola por el suelo, paredes ennegrecidas por el humo de las hogueras de los mendigos. Allí, en algún momento estelar se desprendió del techo la gran lámpara, recorrió el vacío y se estrelló contra el pasillo central: mil lágrimas de vidrio salpicaron el patio de butacas, el proscenio, las plateas... Y todo ello sucedió para nadie en dos segundos de estruendo y belleza. Hoy solo habitan el viejo teatro algún yonki ocasional y dos o tres docenas de gatazos asilvestrados que salen cada noche en busca de ratas autóctonas. Se oyen chillidos entre bastidores. Pero haya paz. En alguna película creo haber visto una iglesia sin techo ni bóveda, quizá a causa de los bombardeos, recién acabada la guerra. Es de noche. Empieza a nevar mansamente en blanco y negro. Los fieles allí reunidos, recogidos, reciben la nieve en sus hombros como una bendición del cielo. Se sienten en paz y a buen recaudo al fin, pues saben que, cuando cese la nieve, verán, allá arriba, la bóveda más hermosa del mundo.

viernes, 6 de junio de 2014

derecho al olvido

      Leo: "Google comienza los trámites para respetar el derecho al olvido." Se refiere, claro está, al derecho que asiste a todo usuario de Internet a que sean retirados sus datos de carácter estrictamente personal. El asunto es complejo, y no seré yo quien se meta en ese jardín ajeno. Lo que me interesa ahora es adentrarme un poco en esa expresión tan poética: 'derecho al olvido'. Es decir, derecho al secreto no revelado, al espacio de sombra del que no hay que rendir cuentas a nadie -como tampoco hay que responder de los sueños-, un espacio exento, libre de cargas, ajeno a toda jurisdicción, donde nadie pueda ser juzgado por cuanto en él haya tenido lugar. El derecho al olvido es, en cierto modo, el derecho al pecado (que no al delito), y al poder dormir sin más sobresaltos -"què volen aquesta gent / que truquen de matinada?"- que los acostumbrados temores, aquellos que nos quitan el sueño desde quién sabe cuándo. Defender el derecho al olvido es pedir respeto a ese último reducto de la intimidad, al refugio donde viven y juegan los deseos sin culpa ni castigo, incluidos los más inconfesables. Sin levantar la voz, ni las sospechas, digo que todo individuo tiene derecho a fantasear impunemente, a visitar sitios infames si le place, páginas abyectas que acaso nos envilecen, sí -como el opio envilecía a Dragon Lady,"sabia y prudente en el trato con el vicio"-, pero también esas malas compañías nos rejuvenecen veinte o más años durante unos minutos de vértigo. Y de todo ese mundo, incluida su inmundicia, no hay que rendirle cuentas ni al Diablo. Ni siquiera a la (mala) conciencia habría que darle cuentas de aquello que a nadie le importa ni perjudica a nadie. Viajes al fondo de la noche, sinuosas fantasías, sueños, incluso perversiones (a condición de que no dejen damnificados) forman parte de ese territorio al que todo individuo tiene derecho a acceder, a explorar... sin dejar huella ni registro ninguno. En otras palabras: el derecho al olvido. Lo que no tengo tan claro es si en esa retirada de datos personales que Google acepta cumplir -tras sentencia del Tribunal Europeo- va incluida su eliminación, su desaparición para siempre. No sé, me sobrecoge un poco pensar que todo ese imaginario secreto, transgresor, se pierda definitivamente. Yo sería más bien proclive a crear una especie de 'nube' anónima en la que guardar, preservar ('almacenar' me parece un horror) ese tesoro inconfesable, ese universo acribillado de negras luminarias deslumbrantes, de billones de deseos jamás declarados, de tantas lágrimas silenciosas, silenciadas, de las que no hay ni habrá jamás noticia... Reclamo el derecho al olvido, sí, pero también confío en que de aquí a la eternidad (o casi) exista un lugar donde habite el olvido.