viernes, 22 de julio de 2016

tiempo de penumbras

     Aquel tórrido verano escribí un poema humorístico que acababa así: "42 grados a la sombra. Madrid, 20 de julio./ La ola de calor no cesa."  En algún momento el poema avisaba de que cuando las temperaturas suben de ese modo "...va en aumento el riesgo de las perpetraciones:/es el tiempo de los peores crímenes y de los adulterios/ mascados a conciencia./ Hay que ser pues precavidos/ y alejar los alacranes de la mente." Hablaba en él de la quietud, y de un "cautelar silencio apenas horadado por el ventilador/ que gira y zumba como la mente fría de un psicópata." Han transcurrido más de quince años desde entonces; esta es otra casa, y yo también soy otro, pero el ventilador que me acompaña es el mismo que aparece en el poema. El mes de julio en Madrid tiene sus ritos, sus constantes. Tantos veranos consecutivos aportan una experiencia aleccionadora. Aprende uno, por ejemplo, a ahorrar esfuerzos, a comer más ligero, a darse duchas breves de agua fría. El silencio crea un hábitat favorable, como una higiene que evitara la contaminación que toda actividad genera, algo semejante a un fluido, un conductor que facilita el discurrir del tiempo sin obstáculos. Y así, el silencio de la mañana es limpio y delgado, respirable; al mediodía adquiere una amplitud de girasol; luego, a medida que la tarde avanza, el silencio pesa como un carro cargado de horas. Pero lo que en estas semanas tiene más presencia es la penumbra; o mejor dicho, las distintas penumbras que se van sucediendo a lo largo del día. Podría describir no menos de diez penumbras diferentes con las que convivo. Y ello se explica porque he alcanzado -qué remedio- un verdadero virtuosismo en el manejo de persianas, estores, cortinas, combinaciones diversas de sombra y de luz. A partir de las 11 empiezo a graduar penumbras, casi como haría un técnico de sonido ante los mandos de la mesa de mezclas. Es importante dar en cada momento con el ambiente deseado, con el cóctel de luz y de sombra mas propicio. Qué bien entiendo a los operadores de cine, a los directores de fotografía: son meticulosos, maniáticos, casi obsesivos -todo el día midiendo la luz, fotómetro en mano-, pero gracias a eso la cosa funciona. Y la casa también. Las penumbras nos permiten sobrevivir: constituyen el soto umbrío donde se escucha el rumor de la fuente que mana y corre... Hay una zona de la penumbra, es cierto, que se asoma al umbral mismo de la oscuridad; un paso más y es la propia oscuridad quien se adentra en la penumbra y la oscurece al límite. Entre una y otra, por ese desfiladero sinuoso serpentean las fantasías, las ensoñaciones, como sirenas silenciosas. Es la hora de la siesta.

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