viernes, 25 de octubre de 2013
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viernes, 18 de octubre de 2013
la mirada de linda evangelista
Cuando vi el anuncio de Aura
de Loewe –me lo envió una amiga que conoce mis gustos, y a quien van dedicadas
estas líneas–, supe que antes o después iba a escribir sobre la mirada de Linda
Evangelista. No tiene mérito esa anticipación: nada me gusta más para escribir,
hablar, jugar, fantasear... Ya he perdido la cuenta del número de veces que he
pulsado play para dejarme mirar por
la mirada oblicua y sonreída de esa mujer. Pero soy promiscuo, y a través de
ella, de Linda, me están mirando todas las mujeres de cuarenta en adelante. Somos
lentos los hombres. ¡Lo que tardamos en descubrir la belleza plena en la mujer
madura! ¿Y qué decir de esa cosa tan sumamente sexy que es la inteligencia, el
talento, en la mujer que te mira sin reparos? Una mujer madura te sonríe al
mirarte y estás viendo de un solo golpe de luz la primavera y el otoño, el sol del membrillo... Una mujer madura te mira como lo hace Linda
Evangelista (toda mujer es Linda Evangelista, o más, algún minuto al día) y ya no eres el mismo después de esa mirada, solo te queda dimitir de ser tú y aspirar a mejorarte tanto como septiembre mejora agosto, como abril a marzo, como Billie Holiday mejora a Billie Holiday de una
noche para otra. Por cierto, está sonando ahora, aquí, no del todo casualmente,
el clásico My baby just cares for me
de Nina Simone. ¿Cómo no cerrar los ojos y ver esos andares de Linda haciendo
aún más hermosa la Gran Vía? En la mirada de esa mujer está toda la viveza del
mundo, todos los juegos, los besos robados (y por robar), la curva irrepetible
de unos labios, de una avenida... La mirada de Linda nos regresa por un
instante al lugar del que nunca debimos salir: el Paraíso, la mañana ilimitada,
la fragancia de lo que aún no tiene nombre, la dulce fatiga del sexo reciente,
el sol entibiando los párpados... La mirada de Linda es todo lo que soñamos y
todo lo que perdimos. Pero ¿qué hemos perdido que nos duele tanto?, se preguntaba
el autor de Bélver Yin. Yo creo que lo
que hemos perdido es la gracia, la luz, el tiempo sin preguntas. O sea, todo lo
que nos promete la mirada de una mujer madura y lúcida. Sin ella estamos
perdidos. Pero es verdad que con ella recobramos por momentos lo que acaso
nunca tuvimos. O no del todo al menos. Recobramos el ángel que deberíamos tener
de nuestra parte un rato cada día, aunque solo sea lo que dura ese anuncio de Loewe, incluido el make in off que lo acompaña. Qué menos.
Porque si el ángel viene a visitarnos cada tarde, o al mediodía, no todo está
perdido, y podemos aspirar a la mirada de Linda (sea ella quien sea) durante
esa sucesión de instantes que se extienden al lo largo del ámbar, en el
tránsito que va del rojo al verde en un semáforo de la Gran Vía. Ojalá que así
sea.
http://www.youtube.com/watch?v=ko17MyR8168
http://www.youtube.com/watch?v=ko17MyR8168
viernes, 11 de octubre de 2013
si yo fuera otro
A veces siento la
tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme, ser otro. Cambiar de nombre, de
currículum, de manera de vestir, no necesariamente de ciudad. Sería como ir
desprendiéndose uno de aquello que ha ido incorporando hasta llegar a ser el
que es, lo que es. Ignoro si ello tiene que ver con el anhelo del proscrito, del
fugitivo que trata de crearse una identidad nueva, un pasado distinto, incluso adquirir una memoria diferente (‘implantes’ de
memoria). Puede que sí, que ello tenga alguna relación desapercibida con la figura
del que huye de una realidad que lo persigue de manera inclemente, alguien en
busca de un lugar distinto donde librarse de sí mismo y vivir una vida nueva:
la vida de otro. Me pregunto cómo será esa cosa impensable de ser ‘otro’.
¿Adónde quiero llegar con todo esto? Eso habría que preguntárselo al otro, al
que vive divinamente (en el que no soy, donde no figuro) y viste mucho mejor que
yo, a ese no declarado alter ego que, además de dinero en abundancia, no tiene el
menor problema de conciencia sino todo lo contrario. Cómo le detesto, cómo le
envidio. Si yo fuera él... volvería por aquí en vacaciones –como volvían antaño
los indianos rumbosos, con sombrero panamá y traje de lino color barquillo–,
para disfrutar sádicamente interesándome por el que fui (o sea, por el que soy)
ante mis amigos de toda la vida, mi familia, las novias que no lo fueron... por
muy poco. ‘¿Y cómo era él?’, preguntaría yo desde la distancia ecuánime de mi
nueva identidad, libre de toda sospecha. Con las respuestas obtenidas
elaboraría un sonado best seller que me permitiría una vuelta al
mundo (promociones, marketing, entrevistas, etc), acaso en compañía de algunas
de mis casi ex novias que no lo fueron en su día. Bueno, a lo que
iba: que cuando siento esa tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme,
etc, es porque preferiría cambiar de mirada. Dicho de otro modo: lo que veo
–yo, mirón– no me gusta lo más mínimo. ¿Entonces? Pues una de dos: o cambia la
realidad... o cambio la mirada. No estoy pidiendo un imposible: me consta que
hay personas no perversas ni del todo cínicas que han conseguido ver “naves
ardiendo más allá de Orión” mientras yo solo veía (o casi) comercios cerrados,
suciedad en las calles, resignación... Aun así, creo que todavía estamos lejos
de la República de Weimar (1919-1923). Vale, bien. Punto y aparte. Hoy es
viernes, 11 de octubre a las 14 horas. El cielo de Madrid irradia un azul de
finales de abril, primeros de mayo, así como de noviazgo recién estrenado. No hay
disculpa para la tristeza.
viernes, 4 de octubre de 2013
el arte de mentir
Cada tarde de este amable otoño se produce un milagro en El
Teatro Pavón de Madrid, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La verdad
sospechosa, de Ruiz de Alarcón, es un prodigio y es una fiesta. Para no
repetirme demasiado, he releído lo que escribí acerca de otra obra representada
en esa misma sala –En la vida todo es
verdad y todo mentira, de
Calderón–, en un post que titulé “Puro teatro”. Como en aquella, y como en
tantas otras, en esta comedia también se juega de continuo con los equívocos,
las fabulaciones y los embustes más alambicados y brillantes que uno pueda
imaginar. El protagonista de La verdad
sospechosa, don García, es un
virtuoso de la mentira, hasta el punto de que él mismo llega a creerse sus cada
vez más logradas fabulaciones. Aquí casi lo de menos es la trama de las dos historias
de amor que se entrecruzan de continuo, o los engaños del hijo al padre; lo
importante, a mi juicio, es la capacidad suprema que tiene don García para alterar
la realidad, para inventarla mediante el arte del ingenio, de la alquimia que
transforma la fantasía en realidades admitidas, en hechos dados por buenos. Es
como si el autor de la obra le cediese al personaje el talento y hasta la
autoría, el privilegio de dar y de quitar, de decidir quién ríe y quién llora,
quién ama a quién y cuándo y de qué modo. Durante casi toda la obra, el placer
de mentir, de mentir bien (¿me repito, quizá?), es la verdadera estrella, la
fuente de la que mana no solo todo el delicioso enredo sino esa fuerza mayor
que nos mantiene con los ojos muy abiertos, la atención muy viva, la
disposición cada vez más favorable a que triunfe el artificio y el ingenioso
embuste obtenga su recompensa. No miente (con arte, claro está) quien quiere
sino quien puede. Dice un personaje en algún momento: para mentir bien hay que
tener dos cosas: mucho ingenio y buena memoria. Esta es una verdad
incontestable. Lo cierto es que las malas mentiras empeoran la situación; las
mentiras buenas y bien urdidas, además de dar esperanza, hacen posible la
alegría, el mejor vivir, la capacidad de escapar al destino. Las buenas
mentiras son un desacato a la resignación. De acuerdo que don García acaba
bailando con la más fea –porque el autor y la época lo quieren así–, pero
¿quién nos dice que, transcurrido un tiempo de ‘penitencia’ por sus excesos
verbales, nuestro hombre no vuelva a las andadas y empiece a recrear de nuevo
la vida y hacer de su capa un sayo y de la necesidad virtud? Nadie sabe las cosas que pueden pasar en los márgenes de
un texto, en la oscuridad de un teatro vacío.
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