viernes, 25 de octubre de 2013

me gusta

 Como millones de personas, yo todos los días hago clic decenas de veces en los ‘me gusta’ que aparecen debajo de una foto, una noticia, un algo que alguien publica en Facebook. No las llevo por cuenta, claro está, pero son muchas más las veces que pincho en ‘me gusta’ que en ‘compartir’. El ‘me gusta’ es tan versátil que vale igual para un entusiasmo que para un 5 raspado. Pinchar en ‘me gusta’ no compromete gran cosa; sin embargo, ‘compartir’ ya es otro cantar. Ahí nos lo pensamos tres veces. Hay que tener mucho cuidado con lo que comparte uno. Por salud, por higiene mental, por ética y por estética (misma cosa en buena medida), por el qué dirán y por lo que pudieran o pudieren decir. En fin, que compartir compromete, señala, adscribe, identifica. En Facebook comparto lo justo; o ni siquiera eso: comparto lo mínimo, que luego las carga el diablo. Pero en los ‘me gusta’ soy rumboso, como los de los pueblos en ferias, y me prodigo alegremente sin preocuparme en exceso por el precio de cada clic, por la cuenta al final del día. ¡Quién dijo miedo! Además, si vuelve el Santo Oficio a pedirnos cuentas (que nunca hay que descartar nada), siempre podremos alegar que pinchábamos en los ‘me gusta’ más descarriados para ganarnos su confianza e introducirnos en las secretas sociedades conspirativas del racionalismo protervo. En fin, dejemos eso ahora. A lo que voy. Los ‘me gusta’ de cada uno vistos en perspectiva, en panorámica, van formando un collage en expansión, una especie de cartografía que lo dice casi todo acerca de su autor, de su responsable. Aseguran los expertos en demoscopia que dos mil encuestas bien hechas son suficientes para dibujar un mapa fiable de determinada cuestión o realidad. Dando por bueno que eso es así, dos mil ‘me gusta’ pinchados por una misma mano, ¿no darán la radiografía precisa de cada uno? Voy más allá. Pienso que cien mil ‘me gusta’ multiplicados por cien o doscientos darían un resultado no solo fiable sino que podría competir (con todos los matices y salvedades) con un referéndum. Me pregunto si la suma de todos mis ‘me gusta’ soy yo o si el resultado es otro Luis Alonso, otro mirón del que no tengo por qué hacerme responsable, rendir cuentas; y menos en un país como este de nuestros amores y quebrantos en el que no rinde cuentas ni dios. Incluso, llegado el caso, ante una supuesta exigencia de responsabilidades, me ‘desagregaría’ de mí mismo, quiero decir que, puesto que somos seres vivos, cambiantes, en constante transformación, yo no puedo responder cabalmente de lo que me gustó ayer ni de lo que me gustará mañana. Y además, ¡ah, el morboso placer de traicionarse uno! Pero, vamos a ver, ¿me gusta o no me gusta aquello que durante algo menos de un segundo (un clic) he admitido que me gusta? Pues unas veces sí y otras non. ¡Soy tan veleta! Lo que pasa es que cuando una cosa o persona me gusta de veras... me gusta como mínimo para un cuarto de siglo. Más aún: las personas que me gustan mucho, mucho, me gustan para siempre. O eso creo. 

viernes, 18 de octubre de 2013

la mirada de linda evangelista

Cuando vi el anuncio de Aura de Loewe –me lo envió una amiga que conoce mis gustos, y a quien van dedicadas estas líneas–, supe que antes o después iba a escribir sobre la mirada de Linda Evangelista. No tiene mérito esa anticipación: nada me gusta más para escribir, hablar, jugar, fantasear... Ya he perdido la cuenta del número de veces que he pulsado play para dejarme mirar por la mirada oblicua y sonreída de esa mujer. Pero soy promiscuo, y a través de ella, de Linda, me están mirando todas las mujeres de cuarenta en adelante. Somos lentos los hombres. ¡Lo que tardamos en descubrir la belleza plena en la mujer madura! ¿Y qué decir de esa cosa tan sumamente sexy que es la inteligencia, el talento, en la mujer que te mira sin reparos? Una mujer madura te sonríe al mirarte y estás viendo de un solo golpe de luz la primavera y el otoño, el sol del membrillo... Una mujer madura te mira como lo hace Linda Evangelista (toda mujer es Linda Evangelista, o más, algún minuto al día) y ya no eres el mismo después de esa mirada, solo te queda dimitir de ser tú y aspirar a mejorarte tanto como septiembre mejora agosto, como abril a marzo, como Billie Holiday mejora a Billie Holiday de una noche para otra. Por cierto, está sonando ahora, aquí, no del todo casualmente, el clásico My baby just cares for me de Nina Simone. ¿Cómo no cerrar los ojos y ver esos andares de Linda haciendo aún más hermosa la Gran Vía? En la mirada de esa mujer está toda la viveza del mundo, todos los juegos, los besos robados (y por robar), la curva irrepetible de unos labios, de una avenida... La mirada de Linda nos regresa por un instante al lugar del que nunca debimos salir: el Paraíso, la mañana ilimitada, la fragancia de lo que aún no tiene nombre, la dulce fatiga del sexo reciente, el sol entibiando los párpados... La mirada de Linda es todo lo que soñamos y todo lo que perdimos. Pero ¿qué hemos perdido que nos duele tanto?, se preguntaba el autor de Bélver Yin. Yo creo que lo que hemos perdido es la gracia, la luz, el tiempo sin preguntas. O sea, todo lo que nos promete la mirada de una mujer madura y lúcida. Sin ella estamos perdidos. Pero es verdad que con ella recobramos por momentos lo que acaso nunca tuvimos. O no del todo al menos. Recobramos el ángel que deberíamos tener de nuestra parte un rato cada día, aunque solo sea lo que dura ese anuncio de Loewe, incluido el make in off que lo acompaña. Qué menos. Porque si el ángel viene a visitarnos cada tarde, o al mediodía, no todo está perdido, y podemos aspirar a la mirada de Linda (sea ella quien sea) durante esa sucesión de instantes que se extienden al lo largo del ámbar, en el tránsito que va del rojo al verde en un semáforo de la Gran Vía. Ojalá que así sea.
http://www.youtube.com/watch?v=ko17MyR8168

viernes, 11 de octubre de 2013

si yo fuera otro

A veces siento la tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme, ser otro. Cambiar de nombre, de currículum, de manera de vestir, no necesariamente de ciudad. Sería como ir desprendiéndose uno de aquello que ha ido incorporando hasta llegar a ser el que es, lo que es. Ignoro si ello tiene que ver con el anhelo del proscrito, del fugitivo que trata de crearse una identidad nueva, un pasado distinto, incluso adquirir una memoria diferente (‘implantes’ de memoria). Puede que sí, que ello tenga alguna relación desapercibida con la figura del que huye de una realidad que lo persigue de manera inclemente, alguien en busca de un lugar distinto donde librarse de sí mismo y vivir una vida nueva: la vida de otro. Me pregunto cómo será esa cosa impensable de ser ‘otro’. ¿Adónde quiero llegar con todo esto? Eso habría que preguntárselo al otro, al que vive divinamente (en el que no soy, donde no figuro) y viste mucho mejor que yo, a ese no declarado alter ego que, además de dinero en abundancia, no tiene el menor problema de conciencia sino todo lo contrario. Cómo le detesto, cómo le envidio. Si yo fuera él... volvería por aquí en vacaciones –como volvían antaño los indianos rumbosos, con sombrero panamá y traje de lino color barquillo–, para disfrutar sádicamente interesándome por el que fui (o sea, por el que soy) ante mis amigos de toda la vida, mi familia, las novias que no lo fueron... por muy poco. ‘¿Y cómo era él?’, preguntaría yo desde la distancia ecuánime de mi nueva identidad, libre de toda sospecha. Con las respuestas obtenidas elaboraría un sonado best seller que me permitiría una vuelta al mundo (promociones, marketing, entrevistas, etc), acaso en compañía de algunas de mis casi ex novias que no lo fueron en su día. Bueno, a lo que iba: que cuando siento esa tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme, etc, es porque preferiría cambiar de mirada. Dicho de otro modo: lo que veo –yo, mirón– no me gusta lo más mínimo. ¿Entonces? Pues una de dos: o cambia la realidad... o cambio la mirada. No estoy pidiendo un imposible: me consta que hay personas no perversas ni del todo cínicas que han conseguido ver “naves ardiendo más allá de Orión” mientras yo solo veía (o casi) comercios cerrados, suciedad en las calles, resignación... Aun así, creo que todavía estamos lejos de la República de Weimar (1919-1923). Vale, bien. Punto y aparte. Hoy es viernes, 11 de octubre a las 14 horas. El cielo de Madrid irradia un azul de finales de abril, primeros de mayo, así como de noviazgo recién estrenado. No hay disculpa para la tristeza. 

viernes, 4 de octubre de 2013

el arte de mentir

Cada tarde de este amable otoño se produce un milagro en El Teatro Pavón de Madrid, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, es un prodigio y es una fiesta. Para no repetirme demasiado, he releído lo que escribí acerca de otra obra representada en esa misma sala –En la vida todo es verdad y todo mentira, de Calderón–, en un post que titulé “Puro teatro”. Como en aquella, y como en tantas otras, en esta comedia también se juega de continuo con los equívocos, las fabulaciones y los embustes más alambicados y brillantes que uno pueda imaginar. El protagonista de La verdad sospechosa, don García, es un virtuoso de la mentira, hasta el punto de que él mismo llega a creerse sus cada vez más logradas fabulaciones. Aquí casi lo de menos es la trama de las dos historias de amor que se entrecruzan de continuo, o los engaños del hijo al padre; lo importante, a mi juicio, es la capacidad suprema que tiene don García para alterar la realidad, para inventarla mediante el arte del ingenio, de la alquimia que transforma la fantasía en realidades admitidas, en hechos dados por buenos. Es como si el autor de la obra le cediese al personaje el talento y hasta la autoría, el privilegio de dar y de quitar, de decidir quién ríe y quién llora, quién ama a quién y cuándo y de qué modo. Durante casi toda la obra, el placer de mentir, de mentir bien (¿me repito, quizá?), es la verdadera estrella, la fuente de la que mana no solo todo el delicioso enredo sino esa fuerza mayor que nos mantiene con los ojos muy abiertos, la atención muy viva, la disposición cada vez más favorable a que triunfe el artificio y el ingenioso embuste obtenga su recompensa. No miente (con arte, claro está) quien quiere sino quien puede. Dice un personaje en algún momento: para mentir bien hay que tener dos cosas: mucho ingenio y buena memoria. Esta es una verdad incontestable. Lo cierto es que las malas mentiras empeoran la situación; las mentiras buenas y bien urdidas, además de dar esperanza, hacen posible la alegría, el mejor vivir, la capacidad de escapar al destino. Las buenas mentiras son un desacato a la resignación. De acuerdo que don García acaba bailando con la más fea –porque el autor y la época lo quieren así–, pero ¿quién nos dice que, transcurrido un tiempo de ‘penitencia’ por sus excesos verbales, nuestro hombre no vuelva a las andadas y empiece a recrear de nuevo la vida y hacer de su capa un sayo y de la necesidad virtud?  Nadie sabe  las cosas que pueden pasar en los márgenes de un texto, en la oscuridad de un teatro vacío.