viernes, 27 de diciembre de 2013

tiempo de silencios

Después de las canciones de los dos últimos viernes, no viene mal un tiempo de silencio, de silencios. Como cada año por estas fechas, tras pasar la Navidad en familia, vuelvo solo a casa para tomarme unos días de silencio, soledad, lectura... y poco más. No faltará quien piense o sospeche que este ascetismo mío oculta una especie de 'semana fantástica' de libertinaje y barra libre. Aunque tampoco hago nada por evitarlo y dejo que corra la leyenda. ¡Ojalá fuera cierto, y esta casa se convirtiera en una Babilonia orgiástica, y yo fuese aquel rey Baltasar de los placeres inmensos y los graves pecados inconfesables... durante séis días con sus noches! Pero no es el caso. Aquí, en este espacio limpio, se suceden los silencios de igual modo que discurren las horas y la luz adquiere sus matices. Para los que no la conocen, debo decir que en esta casa, sin apenas ruidos y excelente calefacción, el que no escribe un buen poema o una carta de amor inolvidable es porque no da más de sí. Aquí los silencios se asemejan a los de algunos cuadros, y varían no poco entre ellos, como los que llenan, por ejemplo, un bodegón de Morandi, o la habitación de un hotel de Hopper, o el aire de una estancia de Vermeer, cada uno tan distinto de los otros. Aquí los silencios tienen unas calidades que por momentos recuerdan unas sábanas de hilo recién planchadas o una tarde de otros tiempos. Incluso de días que no han llegado aún. También, en ocasiones, hay un silencio como el que sucede tras haber sonado el concierto para violín de Samuel Barber. En función de la hora y de la estación del año, varían los silencios de la casa en modo semejante a los cambios meteorológicos o a los estados de ánimo. Los hay muy cerrados, de los que no dejan el menor resquicio a la negociación, pero las más de las veces resultan transitables como un cuerpo tendido. En ocasiones se dan esos silencios expectantes, tal que recién creados, en los que cualquiera diría que Dean Martin  se dispusiera a contar un chiste entre canción y canción en un casino de Las Vegas. Algo así. Supongo que cada casa tiene sus silencios, de igual modo que cada uno tiene su voz reconocible, y el reverso de esta, que es el silencio propio de cada cual. Dice una amiga mía que 'la calefacción forma parte de la decoración de una casa'. Los silencios también. En este salón desde el que ahora escribo, si dejo de pulsar las teclas y cierro los ojos... se escucha un silencio muy acogedor, yo diría que de color madera o coñac. Ese silencio envuelve o resbala por los muebles, los cuadros, los lomos de los libros... y estos a su vez le otorgan algo, le transfieren parte de su personalidad. Cuando la casa ha estado varios días vacía, a mi llegada -como sucedió ayer- me encuentro un silencio distinto al de ahora o al que dejamos al salir de viaje el otro día. Otras veces, de regreso a casa, al abrir la puerta he percibido en el aire algo semejante a eso que dejan los pianos tras haber sonado largo rato. Una especie de reminiscencia, no sé si me explico. Es como si, a mi regreso, al entrar yo por la puerta la música saliera sin hacer ruido por la ventana. En fin, voy a dejarlo aquí. Y ahora sí, voy a poner música. Estoy dudando entre Sinatra y la banda sonora de Being Julia. Feliz viernes a todos.





viernes, 20 de diciembre de 2013

se puede vivir en canciones (2)

(En el capítulo anterior...) Habíamos dejado a Miguel Poveda estremeciéndonos en la madrugada: "Yo muchas veces sentía, /cercano ya el día, / tus pasos en la casa." Pero ha pasado una semana y en ese tiempo, como en la canción de Jorge Drexler, Todo se transforma, y como una cosa lleva a otra, resulta que "a Frida [Kahlo] le duele la vida, y aprendiendo de su herida llena todo de color", según nos cuenta y canta Pedro Guerra en El elefante y la paloma. Y de ahí, una vez más, a otra paloma herida que solo volaba de noche: se llamaba Eleanora Fagan, pero con unas copas, un desamor reciente y algunos cigarrillos se convertía en Billie Holiday; nadie ha cantado ni cantará como ella Moonlight in Vermont. Y del pequeño y culto estado de la Costa Este (donde mi buen Paco Layna imparte cursos de verano), nos vamos con Sting a una rara canción que invita a bailar a la luz de la hoguera en los palmerales de Túnez o Arabia: Desert Rose. Sí, es un hecho probado que hay canciones para cada día y hora, pero la pregunta es: ¿qué día y a qué hora no queremos que Rod Stewart nos hable de ello con su imprescindible  I dont want to talk about it? Uno puede escuchar impunemente a cualquier hora de la tarde o noche el superbailable y algo almibarado Tell it like it is de Aaron Neville, que yo visito y bailo alguna noche al año, si ella me lo admite. Y si la cosa viene bien dada, propongo renovar las copas y pinchar Lía (versión Ana Belén); es entonce cuando surge la pregunta: "¿cuánto amor nos cabe de una sola vez?" Para las tardes grises o lluviosas de echar a alguien de menos, siempre viene bien esa guitarra y ese sonido pinkfloyd de Wish you were here. Pero también es cierto que hay noches en que no solo de dulces baladas vive en hombre, y es entonces cuando apetecen los alcoholes fuertes y los garitos duros, y en esos casos no hay nada como la voz canalla y raspada de Bambino cantando por rumbas Soy lo prohibido. Aunque tampoco vendría mal, ya muy a última hora, justo antes de ponerse uno el abrigo y marcharse a ninguna parte, el If a have to go de Tom Waits. Después de eso vendrán días difíciles, acaso terribles días de mucha soledad y silencio solo roto por una canción que resuena en la memoria: En estos días "los mares se han torcido con no poco dolor hacia tus costas..." Pero el propio Silvio Rodríguez nos dará la respuesta con una pregunta en otra canción: "¿Adónde va la sorpresa casi cotidiana del atardecer, / adónde va el mantel de la mesa, / el café de ayer?" Luego llega Sabina entre Dieguitos y Mafaldas y le cede el escenario del Gran Rex a Calamaro, que por alguna razón dice querer tener Algo contigo, querida Luz Casal, y entrar quizá en esa canción tuya que a veces me visita: Lo eres todo. Aunque para esos días, esas tardes de invierno en que uno se queda solo en casa, nada mejor que un buen combinado de Madelaine Peyroux, Norah Jones  y Melody Gardot. Y ya, para rematar la botella, a falta de láudano o adormidera, dejar correr las 24 canciones del álbum The complete original, de Chet Baker. Y así se va dejando uno llevar por el azul y acaba viajando allá "donde nos llevó la imaginación...." a El sitio de mi recreo. Vaya nochecita. Todo empezó con Miguel Poveda cantando de madrugada A ciegas, y todo va a acabar con El pequeño reloj de Morente (pero en la versión grande y definitiva, la que despliega Enrique en su último disco, ya al final): "He aquí otra manera de medir, / y gira y gira el llanto sin cesar, / como el rosario como la noria / como el mundo como la espiral / del mecanismo perfecto y / perpetuo de un reloj..." Y a partir de ahí todo es noche y océano y descomunal belleza que duele y mata y resucita con cada ola amarga de ese pequeño artefacto... Punto y aparte. ¿Y para esta noche de viernes? Bueno, esa es otra:  para esta noche tenemos Tonight, de Elton John.


viernes, 13 de diciembre de 2013

se puede vivir en canciones (1)

Me acuerdo de cuando nos decían en el colegio que España había tenido tal vegetación que una ardilla podía cruzar la Península viajando de árbol en árbol sin tocar el suelo. Eso mismo me pasa a mí con las canciones: que para cada rato, día, jueves por la tarde o mediados de otoño... hay una canción que le va como anillo al dedo. Casi que en lugar de calendario uno podría tener su agenda organizada a base de canciones. Por ejemplo, para un lunes de invierno con frío y lluvia el alma nos pide una canción de Damien Rice para abrirnos las venas:  The blower's daughter. Pero si es viernes al final de la tarde y el gintonic está salvajemente bueno mientras te vistes y acicalas para una cita, conviene subir el volumen y dejar que suene un clásico como Honky tonk woman, de los Stones. Para las noches más canallas siempre estará disponible La Magdalena de Sabina o el lado salvaje de Lou Reed. Para esas tardecitas en que te declararías en paradero desconocido, cuentas con "las tardecitas de Buenos Aires tienen ese... qué sé yo..." de la Balada del loco de Piazzolla. Si la nostalgia acecha dulcemente en aquel instante en que la luz derivaba hacia el azul en la pista de baile: te vendría bien Vincent ("Starry, starry night...") de Don McLean. O bien, sencillas y tiernas Paraules de amor. Vale, de acuerdo, si quieres llorar, si necesitas llorar un poco, te concedo un par de minutos para hacerlo en silencio. Entre tanto puedes escuchar Para vivir, de Pablo Milanés: "Cuántas veces te dije que antes de hacerlo..." Cambiando de registro, Felicitá, en la versión de Dalla & Morandi, es una fiesta que inaugura el verano y las ganas de vivir. At seventeen, de Janis Ian, me mata de amor y de recuerdos a cualquier hora. La encantadora Je veux, de Zaz, te rejuvenece de inmediato.  Y de pronto surge Enrique Morente con Lorca y nos estremece asegurando que "no estaba el pájaro en la rama." Ante una cosa así solo cabe algo igual o más desmesurado: ¡Ay, amor!, en la voz y el piano de Bola de Nieve: "...pero, ay, amor, si te llevas mi alma, llévate de mí también el dolor..." Si bien, ahora estamos en diciembre de... 1955, por ejemplo. Un taxi se detiene en la Gran Vía, a la altura de Chicote. De él surge 'el animal más hermoso del mundo', se abre la puerta del bar y entra ella, tal que una diosa irónica y sensual como ninguna. ¿Qué canción le da la bienvenida? Por supuesto Fly me to the Moon, de su marido Franky, que está en Nueva York y la echa de menos. Y de NYC volamos al Hotel California (cuya letra es inquietante, por cierto) donde los Eagles suenan cada vez mejor. No lejos de esos días y años, la bruja Joplin nos vuelve locos con su Me and Boby McGee. Por su parteDylan se alía con Sam Peckimpah y escribe Llamando a las puertas del cielo. Y qué elegante Antonio Vega cuando entraba en el Penta o en el Cock, veinte años después, con la mirada baja y las solapas del abrigo levantadas, días antes o después de grabar La chica de ayer. Vailima nos da para una escapada de verano a los mares del Sur. Pequeñas cosas ("unos se creen...") para escondernos en un baile, al fondo de la memoria. Jim Morrison, Armando Manzanero, Mina, La bambola de Patty Pravo, por supuesto que el Ne me quite pas de Brel. Y Suzanne, de Leonard Cohen, y Lucía, de Serrat, y la Canción de amor de Paco de Lucía, y Angie, de los Stones, y Carmen, de Amaury Pérez (con letra de José Martí), y "Aurora y Magdalena se querían, como quiere a las lágrimas la pena...", también de Martí, la Stefanie de Zitarrosa, o la Sweet Caroline de Neil Diamond, o ese romance A Rafael de León que cantara Carlos Cano. O el estremecedor A ciegas, en la versión de Miguel Poveda, que tanto escalofrío me produce. Y esto no es sino una centésima parte de las mil o más canciones que me roban el corazón... o que me hacen perder la cabeza. (Continuará)







jueves, 5 de diciembre de 2013

fantasías

Yo nunca he ocultado que fantaseo mucho. Desde temprana edad desarrollé muy a gusto esa capacidad. Porque de igual modo que hay quien desarrolla musculatura, perfecciona la técnica o mejora el estilo de tal o cual disciplina, yo vi muy pronto que fantasear iba a ser mi juego favorito, y comprobé que la naturaleza me había dotado mejor que bien para afrontar esos ejercicios de vuelo. Así pues, a los 18 ya estaba doctorado en fantasías diversas, no todas necesariamente sexuales. A día de hoy, tantos años después, puedo afirmar sin rubor que soy un auténtico virtuoso en la materia. Para mí las fantasías son un instrumento de estudio y práctica diaria, como, digamos, pudiera ser el piano para Barenboim o, en su día, el cello para Rostropovich. Tan es así que, si alguien, en un arrebato de curiosidad, me preguntara si alguna vez ha formado parte de mis fantasías, mi respuesta habría de ser invariablemente: de mis fantasías no se ha librado nadie... hasta ahora. Me valen por igual la escena de una película, un semáforo que tarda en abrirse, el cuello de una mujer de Modigliani, el Almost Blue de Chet Becker, la risa de Ava Gardner, un despertar entre dos luces, algunos silencios muy limpios que nadie debería ni siquiera mirar. La fantasía, cuando está habituada a hacerlo, discurre alegremente por su cuenta sin casi necesidad de encontrar a su paso motivo, belleza o argumento. La fantasía viaja, viaja, y si en su camino se cruzan Marion Cotillard o Rachel Weisz, pues estupendo, claro está, pero si aparece un poema de Pedro Casariego -"Van Gogh quiere pintarte los labios antes de morir"- o una escena muy romántica de Nosferatu, o el Let's spend the night  together de los Stones sonando a todo volumen a lo largo de una recta en algún verano al cruzar Torozos a casi 200 kms/h... Todo eso también es terreno abonado a las ensoñaciones mascadas a conciencia. No sé si es preciso aclarar que las fantasías son un territorio libre de toda culpa o responsabilidad donde no tienen cabida ley ninguna ni orden ni prohibiciones ni tabúes. En el reino de las fantasías no entra ni Dios. Y el Diablo, a duras penas, y calladito. Porque en ese territorio de plena libertad sin restricciones, el hombre, la mujer, el ser humano es un dios por momentos, alguien que por una vez no tiene que dar explicaciones ni pedir disculpas ni pagar por ello. Ahí Todo Vale. Las fantasías, mis fantasías, son (casi) lo único de lo que me siento plenamente dueño. Y a la vez plenamente irresponsable. Qué maravilla.


   

viernes, 29 de noviembre de 2013

maneras de vivir

Camino del Jardín Botánico, a la altura del Museo del Prado, el pasado domingo al mediodía dice mi hijo Ignacio (ya pronto 12 años): "Creo que he salido en una foto." Y ese es un tema que se las trae. Quien más, quien menos, está presente en medio mundo, y es probable que en el otro medio también. ¿Cuántos millones de fotos se disparan anualmente en Venecia, en París, en Nueva York, en Londres o en Madrid? Es prácticamente imposible que en algún momento no pases por allí, por el campo visual de algún turista cámara en mano, o de alguna pareja de enamorados en  viaje de novios. Lo mejor es no saber dónde estamos, dónde aparecemos en segundo plano, en qué salón o ajeno dormitorio nos hallamos presentes, como testigos mudos de quién sabe qué vidas cotidianas, qué historias familiares, qué conversaciones. Estoy convencido de hallarme en al menos una docena de domicilios japoneses, y eso sin haber viajado nunca al Japón. ¿Tendría yo un buen día fotogénico (es improbable) esa mañana de sábado en que una esposa yanqui que se parecía a Julianne Moore me cazó en la Plaza de Santa Ana, al cruzar detrás de su marido y de otra pareja que posaban felices frente al Teatro Español? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Seguirán juntos veintitantos años después? ¿Estarán vivos y sanos los cuatro? ¡Mira que si se han intercambiado las parejas, allá en Minnesota o en Miami! ¿A qué inconfesables conversaciones telefónicas en Buenos Aires o en Berlín habré asistido, desenfocado, irreconocible, desde una foto bien tópica con la Cibeles al fondo? Si uno pudiera vivir de algún modo todas esas vidas a las que asiste en silencio desde la parte más alejada de una fotografía, de una instantánea cazada al vuelo, qué experiencias, qué cosas viviría y descubriría. ¡Y qué amistades haríamos con los desconocidos compañeros de foto! Es posible, por qué no, que surgiera un amour fou, un terremoto por todo lo alto de la escala Richter con una turista escandinava (1,80 de estatura) que se cruzó en tu trayectoria, o tú en la suya, durante un segundo y siete décimas. Y quién sabe si aquel gozoso callejeo por las galerías atestadas del Gran Bazar o por Piazza San Marco no nos hubiera llevado en el interior de una Nikon a vivir hoy en una casa grande y algo destartalada, rodeada de viñedos, cómo no, en La Toscana, por ejemplo. O a escribir un relato, el mismo cada día, pero con sutiles, casi imperceptibles variaciones, en algún lugar indeterminado y aburrido en apariencia, junto al lago Leman, en una especie de secreto exilio al margen de la ley, de toda ley. Ese relato repetido y perfeccionado hasta el delirio quizá ganaría un concurso que daría lugar a una entrega de premios donde se dispararían decenas de fotos con el autor en primer plano, junto al presentador del acto, los miembros del jurado, etc, pero también, al fondo, aparecería algún curioso que en ese instante pasaba por allí.  

jueves, 21 de noviembre de 2013

se regalan abrazos

Siempre que voy a una estación de trenes o autobuses, a un aeropuerto, no puedo evitar fijarme en las despedidas a los pasajeros de sus seres queridos. Y especialmente las de las parejas que se separan con dolor, cuando uno de los dos tiene que irse sin remedio. Qué distintos esos abrazos a los que se producen en los reencuentros, en los recibimientos. Es tremendo el modo en que se manifiesta el dolor en los rostros ante la separación inminente. A mí siempre me conmueve contemplar esas despedidas. Y hay casos en los que duele a los ojos comprobar la pena infinita, el desconsuelo de una muchacha enamorada. Qué pronto -me digo entonces, casi desaprobándolo- da comienzo el aprendizaje del dolor. Y cuántas despedidas a todas horas, en todos los aeropuertos o andenes del mundo, rompen los corazones de media humanidad. Lo sé, me estoy poniendo blando, bizcochón, y pido disculpas por ello. Imagino un relato en el que el protagonista se dedica a regalar abrazos en los aeropuertos y en las estaciones a quien los necesita. Alguien que se ha especializado en abrazos. Pero la tensión dramática del relato es creciente, porque nuestro hombre no puede fallar en el abrazo preciso que ha de dar a cada persona, en cada momento. Porque, como es sabido, hay abrazos de muy distinta naturaleza. Abrazos para llenar el vacío que deja el abandono. O para combatir esa cosa heladora que a veces se mete en los huesos. Abrazos como de escena de película bajo la lluvia. Abrazos de ‘los que levantan los pies del suelo’. Abrazos que abrasan. Que cortan la respiración. Que devuelven la vida... a quien se la habían arrebatado. Hay abrazos también de difícil diagnóstico, de resolución compleja, en los que el menor error de cálculo en el modo, el tiempo, la presión... lo echaría todo a perder. El protagonista de nuestro relato, pese a su dominio de la materia, vive con el temor de equivocarse y dar un abrazo inadecuado a la persona indebida. Con cada abrazo bien dado, respira hondo, porque sabe que prolonga una vida, un párrafo de alegría, una página. Pero si falla... el relato desaparece, y el libro no llegará a existir. Todo esto viene a cuento (o a relato breve) porque hace unos días, una amiga mía, de paso por Madrid, me dijo una de las mentiras más hermosas que alguien pueda escuchar: “¡Qué bien abrazas!”  

viernes, 15 de noviembre de 2013

un laberinto

     
      Mi ordenador es un laberinto de mucho cuidado. Después de varios años de usarlo a diario durante no pocas horas, tras cientos de miles de operaciones he acabado por contagiarle todos mis virus neurológicos y vicios adquiridos, mis manías, retorcimientos, desórdenes. A veces, buscar algo en él puede ser una aventura agotadora o desesperante que conduce al abatimiento o a tener que salir a da una vuelta por ahí, a refrescarse uno y blasfemar entre dientes. Yo sé que hay cosas que tienen que estar en él, en algún recóndito lugar de su memoria fría, pero que llevan meses o incluso años en paradero desconocido. En este ordenador de mis pecados, todos los documentos viven en una acracia libertina sin el menor control policial ni político ni social ni leches. Aquí, en este desbarajuste informático, no se admiten jerarquías de ningún tipo: es un territorio comanche sin ley ni orden, una isla Tortuga en la que cada doc. entra y se acomoda donde cae o se le antoja. Mis carpetas llevan nombres tales como Cajón desastre, Cosas de acá y de allá, De varia lección, Misceláneas, etc. Eso por no hablar de las que se llaman escuetamente Luis, así, sin más. Y luego están mis tres cuentas de correo en activo, que también tienen su punto: una de Yahoo, otra de Gmail y una tercera de Hotmail (ahora reconvertida en Outlook). El cruce de mensajes de una cuenta a otra es frecuente (algo así como haría Bárcenas con sus cuentas bancarias en paraísos fiscales), y durante un tiempo respondieron a algún criterio más o menos razonable; ahora ya ni eso: van de acá para allá a capricho, en un trasiego de mucha promiscuidad, casi por el puro placer de viajar. Bueno, y luego, en cada una de las tres cuentas están las distintas categorías de ‘importante’, ‘personal’, ‘creativo’, ‘trabajo’,’humor’, etc. Pero, claro, hay correos o documentos que participan de varias etiquetas a la vez. ¿Dónde guardarlos? Es complicado. Sin embargo, la insubordinación y la bandera negra surcando los mares de silicio también nos dan de vez en cuando alegrías y emociones fuertes. Cosas que dábamos por perdidas y de pronto... reaparecen, saliendo de la niebla, como resurgen alguna vez ciertos objetos extraviados, o un poema que se desvaneció en el olvido, o una amistad largo tiempo ausente, de viaje. Parece como si todo estuviera escrito por ese guionista secreto que rige nuestras vidas. El mismo que trama el desorden ingobernable de mi ordenador. Dejo para otro día el documento reaparecido en el que glosé los términos entrada, borradores, enviado, papelera, no deseado... Bueno, a manera de tráiler, copio aquí las palabras que escribí para ilustrar uno de esos epígrafes.  Papelera: “El camión de la basura. La papelera es el fin de viaje, la estación término de tantas y tantas aventuras posibles que no llegan a serlo. Ahí se pudren las flores más hermosas. Y las proposiciones más deshonestas. Y las ideas más incomprendidas. En ese vertedero, a veces brillan en la oscuridad los más codiciados diamantes.” Sed buenos. Y buenas. Y que todo el viernes esté de vuestra parte. Amén. 

viernes, 8 de noviembre de 2013

fondo de armario

    Guardar la ropa de primavera/verano y sacar la de otoño/invierno es un ejercicio ritual que da para alguna divagación acerca del paso del tiempo o del eterno retorno. Como soy un tipo cuidadoso para algunas cosas (la ropa es una de ellas), conservo en buen estado aún algunas prendas muy vividas. A veces, mientras devuelvo a su percha un tres cuartos, o plancho una camisa que sabe más de mí que casi todo el mundo, pienso en lo que esas prendas dirían... si las prendas hablaran. Abro el armario del pasillo –a fin de decidir qué dejo en él y qué bajo al trastero– y mantengo un breve diálogo en silencio con una americana impecable, muy primaveral, estrenada hace 19 años, el día del bautizo de mi hijo mayor, la cual debo retirar por seis o siete meses, como cada otoño, y dejar sitio a otras prendas más abrigadas. O bien, las yemas de mis dedos repasan el tacto aterciopelado del pantalón negro que en 23 años de casado apenas me habré puesto en media docena de ocasiones. ¿Por qué esa reserva tan fuera de lugar? Cuando me lo probé en la tienda, aquel anochecer, supe de inmediato que ese pantalón iba a ser mío para siempre: no necesité mirarme al espejo para saber que ‘ni hecho a medida’. Tal cual. La ropa hecha a medida no queda nunca tan a la medida, tan bien traída a la cintura, con tan buena caída de arriba abajo. Es un pantalón tan perfecto que casi me ha dado miedo ponérmelo, mancharlo, profanarlo, echarlo a perder. Conste que estoy en contra de eso a todos los efectos, pero su tacto aterciopelado es algo aparte. Sé que está siempre ahí, colgado enteramente, de una pieza, aunque rara vez lo miro o lo acaricio, no vaya a ser que lo desgaste. A propósito: ¿Alguien duda a estas alturas que la mirada desgasta? Luego están los jerseys cómodos, acogedores, mullidos. Jerseys de hace una década algunos de ellos, o estrenados la mañana en que vi la retrospectiva de Cristina García Rodero, o la de Horacio Coppola, en el Círculo de Bellas Artes. Durante muchos años conservé una bufanda del mejor paño inglés que alguien me pidió una amanecida con niebla, hace un millón de años, como recuerdo de aquella noche, y yo se la negué, oh, miserabile, retirándola de su cuello perfumado cuando nos despedimos. Pasado el tiempo, la bufanda desapareció sin yo advertirlo; años después, quizá tras algún cambio de domicilio, alguna mudanza, volvió a aparecer por sorpresa, como resurgen a veces los olvidos mejor guardados y los arrepentimientos. Me acordé de aquella noche, y de mi gesto mezquino, tan impropio. Sigo aquí, delante del armario abierto: ese chaquetón de paño –así como de marinero en Rotterdam– me ha acompañado los últimos doce inviernos; junto a él, esta americana color arboleda en Tierra de Campos a finales de octubre, primeros de noviembre, ha estado en tres o cuatro teatros, varios encuentros, algunas cenas memorables con amigos, con personas queridas. Un poco más allá, hacia la izquierda, ¿qué me dicen estos vaqueros colgados? Bien claro está: habíamos ido al cine aquella noche. Marion Cotillard paseaba como nadie por la pantalla cuando, hora y media después, Carmen y yo caminábamos sin prisa a la salida de Midnigth in Paris. ¿O fue al revés: Carmen y Marion paseaban a la orilla del Sena mientras yo intentaba prolongar aquel sueño hasta dar con un final feliz? Hoy la mañana está de un gris mate en Madrid, de un gris edimburgo elegantoso como de película inglesa de espías. O como para empezar una novela de John Le Carré. Buen momento para consultar con el fondo de armario. O para mirar escaparates y hacer frente a una disyuntiva dramática: ¿Zara o Armani? ¿Sensatez o... la Visa por la ventana? Cierro el armario y me preparo una infusión de tila.   

viernes, 1 de noviembre de 2013

andar, mirar, leer

No sé si es manía o vicio, pero al pasar delante de un quiosco no puedo evitar echar un vistazo a los titulares de los periódicos. Es un impulso ingobernable, algo que responde a no sé qué atracción, pero lo cierto es que al acercarme a un quiosco aminoro el paso y pierdo el hilo de la conversación, o de los pensamientos que conmigo van si camino solo. Todas las mañanas paso por delante de uno ante el que me detengo no menos de veinte segundos, tiempo suficiente para leer los titulares de la prensa deportiva y de la otra, pero leerlos al revés, pues el quiosquero coloca los mazos de periódicos en dirección inversa a la mirada del paseante, y ello es así con una sola excepción: La Gaceta, la cual ocupa un lugar de privilegio y a favor de la mirada del peatón. Quizá sea debido a ello que tengo muy desarrollado el arte de leer los titulares a contragobierno, con los tipos patas arriba. Pero esta querencia mía a los quioscos no es más que una parte del todo, un síntoma que revela mi afición a la lectura. La calle está llena de palabras escritas, incluso de frases enteras a las que es imposible sustraerse. Los comercios, las marquesinas, los autobuses, los luminosos, los escaparates... son soportes cargados de avisos, llamadas, reclamos o propuestas que la mirada no puede rechazar. “Todo al 50%. Menú del día. Liquidación por cese de negocio. Especialidad: patatas bravas. Próximo estreno en cines.” A esa hora de buena mañana están cerrados el Ébano Nigth Club y la competencia, el Blue Velvet, pero a cambio ya puede leerse, escrito en el cristal del bar madrugador: “Desayuno con porras, churros, tostadas, bollería: 2€.” Los ventanales del BBVA utilizan la imagen de Casillas para convencernos de que “Como Iker, hacemos fácil lo difícil.” Y hablando de bancos, todo está relacionado con el dinero: por eso aparece bien legible “Compro Oro”, y un poco más allá, “Western Union: Money Transfer”. Sin tiempo para digerir las porras del desayuno, te sale al paso la pizarra con el “Menú del día”. Apartas la vista de la “fabada asturiana” del menú y en ese momento pasa el autobús dejando claro que "Hoy no me puedo levantar, Teatro Coliseum". Aunque en la marquesina de la parada del bus descubres que la película Pacto de silencio es “un thriller fascinante.” Luego aparece un “cerramos los lunes por descanso del personal”, y después, directamente tres “se vende” consecutivos, otra “liquidación por cierre”, un “Locutorio-Internet: descargas, tarjetas, fax, liberamos móviles, envío de dinero” que precede a “+Visión: el fin de las gafas caras.” Y Mientras el semáforo permanece en rojo, pasa un camión de la “Limpieza Verde” seguido de otro del reparto de "Mahou Cinco Estrellas”. Luego viene “La Caixa: presentes en tu fu[TU]ro”, y otra marquesina en la que Ed Harris y Annette Bening protagonizan "La mirada del amor", allí donde “la vida siempre te puede sorprender”. Más adelante, ya de vuelta a casa, tras media docena de establecimientos cerrados , varios ‘se vende’, un “Thor, el mundo oscuro, 31 de octubre en cines”, después de todo eso aparece un quiosco de la ONCE asegurándonos que “la ilusión nos permite ver”. Aunque también la mirada del mirón se encuentra con una proposición de lo más tentadora: “Por la otra puerta.” 

viernes, 25 de octubre de 2013

me gusta

 Como millones de personas, yo todos los días hago clic decenas de veces en los ‘me gusta’ que aparecen debajo de una foto, una noticia, un algo que alguien publica en Facebook. No las llevo por cuenta, claro está, pero son muchas más las veces que pincho en ‘me gusta’ que en ‘compartir’. El ‘me gusta’ es tan versátil que vale igual para un entusiasmo que para un 5 raspado. Pinchar en ‘me gusta’ no compromete gran cosa; sin embargo, ‘compartir’ ya es otro cantar. Ahí nos lo pensamos tres veces. Hay que tener mucho cuidado con lo que comparte uno. Por salud, por higiene mental, por ética y por estética (misma cosa en buena medida), por el qué dirán y por lo que pudieran o pudieren decir. En fin, que compartir compromete, señala, adscribe, identifica. En Facebook comparto lo justo; o ni siquiera eso: comparto lo mínimo, que luego las carga el diablo. Pero en los ‘me gusta’ soy rumboso, como los de los pueblos en ferias, y me prodigo alegremente sin preocuparme en exceso por el precio de cada clic, por la cuenta al final del día. ¡Quién dijo miedo! Además, si vuelve el Santo Oficio a pedirnos cuentas (que nunca hay que descartar nada), siempre podremos alegar que pinchábamos en los ‘me gusta’ más descarriados para ganarnos su confianza e introducirnos en las secretas sociedades conspirativas del racionalismo protervo. En fin, dejemos eso ahora. A lo que voy. Los ‘me gusta’ de cada uno vistos en perspectiva, en panorámica, van formando un collage en expansión, una especie de cartografía que lo dice casi todo acerca de su autor, de su responsable. Aseguran los expertos en demoscopia que dos mil encuestas bien hechas son suficientes para dibujar un mapa fiable de determinada cuestión o realidad. Dando por bueno que eso es así, dos mil ‘me gusta’ pinchados por una misma mano, ¿no darán la radiografía precisa de cada uno? Voy más allá. Pienso que cien mil ‘me gusta’ multiplicados por cien o doscientos darían un resultado no solo fiable sino que podría competir (con todos los matices y salvedades) con un referéndum. Me pregunto si la suma de todos mis ‘me gusta’ soy yo o si el resultado es otro Luis Alonso, otro mirón del que no tengo por qué hacerme responsable, rendir cuentas; y menos en un país como este de nuestros amores y quebrantos en el que no rinde cuentas ni dios. Incluso, llegado el caso, ante una supuesta exigencia de responsabilidades, me ‘desagregaría’ de mí mismo, quiero decir que, puesto que somos seres vivos, cambiantes, en constante transformación, yo no puedo responder cabalmente de lo que me gustó ayer ni de lo que me gustará mañana. Y además, ¡ah, el morboso placer de traicionarse uno! Pero, vamos a ver, ¿me gusta o no me gusta aquello que durante algo menos de un segundo (un clic) he admitido que me gusta? Pues unas veces sí y otras non. ¡Soy tan veleta! Lo que pasa es que cuando una cosa o persona me gusta de veras... me gusta como mínimo para un cuarto de siglo. Más aún: las personas que me gustan mucho, mucho, me gustan para siempre. O eso creo. 

viernes, 18 de octubre de 2013

la mirada de linda evangelista

Cuando vi el anuncio de Aura de Loewe –me lo envió una amiga que conoce mis gustos, y a quien van dedicadas estas líneas–, supe que antes o después iba a escribir sobre la mirada de Linda Evangelista. No tiene mérito esa anticipación: nada me gusta más para escribir, hablar, jugar, fantasear... Ya he perdido la cuenta del número de veces que he pulsado play para dejarme mirar por la mirada oblicua y sonreída de esa mujer. Pero soy promiscuo, y a través de ella, de Linda, me están mirando todas las mujeres de cuarenta en adelante. Somos lentos los hombres. ¡Lo que tardamos en descubrir la belleza plena en la mujer madura! ¿Y qué decir de esa cosa tan sumamente sexy que es la inteligencia, el talento, en la mujer que te mira sin reparos? Una mujer madura te sonríe al mirarte y estás viendo de un solo golpe de luz la primavera y el otoño, el sol del membrillo... Una mujer madura te mira como lo hace Linda Evangelista (toda mujer es Linda Evangelista, o más, algún minuto al día) y ya no eres el mismo después de esa mirada, solo te queda dimitir de ser tú y aspirar a mejorarte tanto como septiembre mejora agosto, como abril a marzo, como Billie Holiday mejora a Billie Holiday de una noche para otra. Por cierto, está sonando ahora, aquí, no del todo casualmente, el clásico My baby just cares for me de Nina Simone. ¿Cómo no cerrar los ojos y ver esos andares de Linda haciendo aún más hermosa la Gran Vía? En la mirada de esa mujer está toda la viveza del mundo, todos los juegos, los besos robados (y por robar), la curva irrepetible de unos labios, de una avenida... La mirada de Linda nos regresa por un instante al lugar del que nunca debimos salir: el Paraíso, la mañana ilimitada, la fragancia de lo que aún no tiene nombre, la dulce fatiga del sexo reciente, el sol entibiando los párpados... La mirada de Linda es todo lo que soñamos y todo lo que perdimos. Pero ¿qué hemos perdido que nos duele tanto?, se preguntaba el autor de Bélver Yin. Yo creo que lo que hemos perdido es la gracia, la luz, el tiempo sin preguntas. O sea, todo lo que nos promete la mirada de una mujer madura y lúcida. Sin ella estamos perdidos. Pero es verdad que con ella recobramos por momentos lo que acaso nunca tuvimos. O no del todo al menos. Recobramos el ángel que deberíamos tener de nuestra parte un rato cada día, aunque solo sea lo que dura ese anuncio de Loewe, incluido el make in off que lo acompaña. Qué menos. Porque si el ángel viene a visitarnos cada tarde, o al mediodía, no todo está perdido, y podemos aspirar a la mirada de Linda (sea ella quien sea) durante esa sucesión de instantes que se extienden al lo largo del ámbar, en el tránsito que va del rojo al verde en un semáforo de la Gran Vía. Ojalá que así sea.
http://www.youtube.com/watch?v=ko17MyR8168

viernes, 11 de octubre de 2013

si yo fuera otro

A veces siento la tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme, ser otro. Cambiar de nombre, de currículum, de manera de vestir, no necesariamente de ciudad. Sería como ir desprendiéndose uno de aquello que ha ido incorporando hasta llegar a ser el que es, lo que es. Ignoro si ello tiene que ver con el anhelo del proscrito, del fugitivo que trata de crearse una identidad nueva, un pasado distinto, incluso adquirir una memoria diferente (‘implantes’ de memoria). Puede que sí, que ello tenga alguna relación desapercibida con la figura del que huye de una realidad que lo persigue de manera inclemente, alguien en busca de un lugar distinto donde librarse de sí mismo y vivir una vida nueva: la vida de otro. Me pregunto cómo será esa cosa impensable de ser ‘otro’. ¿Adónde quiero llegar con todo esto? Eso habría que preguntárselo al otro, al que vive divinamente (en el que no soy, donde no figuro) y viste mucho mejor que yo, a ese no declarado alter ego que, además de dinero en abundancia, no tiene el menor problema de conciencia sino todo lo contrario. Cómo le detesto, cómo le envidio. Si yo fuera él... volvería por aquí en vacaciones –como volvían antaño los indianos rumbosos, con sombrero panamá y traje de lino color barquillo–, para disfrutar sádicamente interesándome por el que fui (o sea, por el que soy) ante mis amigos de toda la vida, mi familia, las novias que no lo fueron... por muy poco. ‘¿Y cómo era él?’, preguntaría yo desde la distancia ecuánime de mi nueva identidad, libre de toda sospecha. Con las respuestas obtenidas elaboraría un sonado best seller que me permitiría una vuelta al mundo (promociones, marketing, entrevistas, etc), acaso en compañía de algunas de mis casi ex novias que no lo fueron en su día. Bueno, a lo que iba: que cuando siento esa tentación de desdecirme, desandarme, deconstruirme, etc, es porque preferiría cambiar de mirada. Dicho de otro modo: lo que veo –yo, mirón– no me gusta lo más mínimo. ¿Entonces? Pues una de dos: o cambia la realidad... o cambio la mirada. No estoy pidiendo un imposible: me consta que hay personas no perversas ni del todo cínicas que han conseguido ver “naves ardiendo más allá de Orión” mientras yo solo veía (o casi) comercios cerrados, suciedad en las calles, resignación... Aun así, creo que todavía estamos lejos de la República de Weimar (1919-1923). Vale, bien. Punto y aparte. Hoy es viernes, 11 de octubre a las 14 horas. El cielo de Madrid irradia un azul de finales de abril, primeros de mayo, así como de noviazgo recién estrenado. No hay disculpa para la tristeza. 

viernes, 4 de octubre de 2013

el arte de mentir

Cada tarde de este amable otoño se produce un milagro en El Teatro Pavón de Madrid, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, es un prodigio y es una fiesta. Para no repetirme demasiado, he releído lo que escribí acerca de otra obra representada en esa misma sala –En la vida todo es verdad y todo mentira, de Calderón–, en un post que titulé “Puro teatro”. Como en aquella, y como en tantas otras, en esta comedia también se juega de continuo con los equívocos, las fabulaciones y los embustes más alambicados y brillantes que uno pueda imaginar. El protagonista de La verdad sospechosa, don García, es un virtuoso de la mentira, hasta el punto de que él mismo llega a creerse sus cada vez más logradas fabulaciones. Aquí casi lo de menos es la trama de las dos historias de amor que se entrecruzan de continuo, o los engaños del hijo al padre; lo importante, a mi juicio, es la capacidad suprema que tiene don García para alterar la realidad, para inventarla mediante el arte del ingenio, de la alquimia que transforma la fantasía en realidades admitidas, en hechos dados por buenos. Es como si el autor de la obra le cediese al personaje el talento y hasta la autoría, el privilegio de dar y de quitar, de decidir quién ríe y quién llora, quién ama a quién y cuándo y de qué modo. Durante casi toda la obra, el placer de mentir, de mentir bien (¿me repito, quizá?), es la verdadera estrella, la fuente de la que mana no solo todo el delicioso enredo sino esa fuerza mayor que nos mantiene con los ojos muy abiertos, la atención muy viva, la disposición cada vez más favorable a que triunfe el artificio y el ingenioso embuste obtenga su recompensa. No miente (con arte, claro está) quien quiere sino quien puede. Dice un personaje en algún momento: para mentir bien hay que tener dos cosas: mucho ingenio y buena memoria. Esta es una verdad incontestable. Lo cierto es que las malas mentiras empeoran la situación; las mentiras buenas y bien urdidas, además de dar esperanza, hacen posible la alegría, el mejor vivir, la capacidad de escapar al destino. Las buenas mentiras son un desacato a la resignación. De acuerdo que don García acaba bailando con la más fea –porque el autor y la época lo quieren así–, pero ¿quién nos dice que, transcurrido un tiempo de ‘penitencia’ por sus excesos verbales, nuestro hombre no vuelva a las andadas y empiece a recrear de nuevo la vida y hacer de su capa un sayo y de la necesidad virtud?  Nadie sabe  las cosas que pueden pasar en los márgenes de un texto, en la oscuridad de un teatro vacío.   

viernes, 27 de septiembre de 2013

mala conciencia quizá

     Lo que yo he llamado alguna vez ‘amaneramiento’ del lenguaje publicitario, Muñoz Molina lo llama ‘kitsch’ en un artículo reciente. No se me había ocurrido, es cierto, aunque me parece una denominación atinada. De acuerdo que el autor le dedica solo un párrafo al kitsch, a lo kitsch, en la publicidad, pero un párrafo concluyente. MM se sirve de varios ejemplos tópicos para ilustrar su teoría, entre otros el del anciano entrañable que amasa amorosamente el pan en la vieja mesa de madera “para anunciar una marca de tóxicos bollos industriales.” En publicidad, ese ha sido y sigue siendo el pan nuestro de cada día. Cálidos crepúsculos, voces de oro, palabras empapadas de dulzor, sobreabundancia de almíbar, emociones a flor de lágrima, una tercera edad como una perpetua luna de miel madura (¡que para sí quisieran ahora mismo los chicos de 18!)... y todo ello a fin de allanar el terreno de las conciencias y vendernos impunemente el paraíso perdido de un plan de pensiones, privado, claro está. Pues bien, toda esa sensiblería sin escrúpulos tiene su correspondencia en el exceso de azúcar que embadurna el spot caramelizado, o en el buen corazón corporativo (valga el oxímoron) y el admirable sentimiento ecosostenible que transmiten las grandes compañías energéticas, responsables y beneficiarias a su vez del tinglado contaminante. Ahora bien, algo tendremos que ver en ello, supongo, “los llamados creativos de publicidad” (MM dixit). Pero entrar en ese tema, ese temita, no nos gusta nada a los creativos (o ex creativos, voluntarios o forzosos): lo encontramos demagógico, superantiguo y, por supuesto, nada cool. A lo que iba: de igual modo que el jazz se lleva bien con la botella de gin, el kitsch combina de maravilla con la irrealidad. Sí, el kitsch publicitario crea una realidad paralela tipo Matrix (con todos mis respetos a los hermanos Wachowski) en la que se quedarían a vivir muy gustosamente los amigos del resort en Cancún, de las cuentas opacas, de paraísos turísticos, y no solo turísticos, tales como Bahamas, Barbados, islas Caimán, Gibraltar, San Marino, Liechtenstein... Voy concluyendo, señorías: el amaneramiento por principio, los anuncios navideños, la sensiblería frente a la sensibilidad, el artificio frente al arte, “Nornan Rockwell frente a Edward Hopper”, los parques temáticos frente a los temas...  todo eso es al arte lo que, en palabras de MM, “el hotel Alhambra Palace de Granada a la Alhambra de Granada.” En definitiva: lo importante es el anuncio, no lo anunciado. Compruebo que este post me está quedando de lo más kitsch, un puro artificio de palabrería resultona frente al desnudo de la palabra. Lo que yo defiendo (sin demasiada fe, todo hay que decirlo) es que la publicidad es una convención, un juego que todos conocemos y aceptamos, de igual modo que entendemos el cuento de Caperucita y damos por buenas las letras de los boleros o las reglas del bridge. Dicho de otro modo: hacemos ‘como si’ nos lo creyéramos, ‘como si’ fuéramos creyentes, de manera no muy distinta al modo en que nos comportamos con la tradición de los Reyes Magos. Sin duda la tradición más hermosa del mundo.  

viernes, 20 de septiembre de 2013

la tentación

Hay una tentación en el ambiente: la de no mirar, no leer el periódico, no despertarse con las noticias de la radio, no ver los informativos de televisión, no entrar en Internet. Eso es lo más tentador que hay ahora mismo: no enterarse uno de nada. Yo he cumplido cincuenta y tantos el sábado pasado y no recuerdo haber vivido una situación como esta. Recuerdo, sí, los últimos años de la prehistoria: la estúpida censura, los grises dando leña ‘de oficio’ (sabían que era inútil), la insostenible irrealidad oficial de los telediarios en blanco y negro. Pero aquello tenía el tufo inocultable de lo moribundo. La esperanza acechaba por todas partes. Hoy es otra cosa, en todos los sentidos. Sin embargo, hoy es imposible hablar con alguien que se sienta medianamente satisfecho (no digamos ya orgulloso) de lo que nos está pasando. En cuanto a la esperanza, ni está ni se la espera: hay que inventársela. Vayas donde vayas se oye o se desprende del silencio, de los silencios, la misma canción triste: ‘qué fraude, qué estafa, cuánta mentira, qué banda de corruptos, qué sinvergüenzas, la culpa es nuestra por...’ Mires donde mires –los médicos, los profesores, los investigadores, los jubilados, los jóvenes, los parados, los precarizados...– todo es lamento, o algo más. ¿Qué hacer ante semejante panorama? Mirar hacia otro lado es una salida, sí, pero, ¿hacia dónde? ¿Huir de la actualidad? Vale, de acuerdo, evito las noticias del periódico, los titulares de portada, los editoriales, y me limito a las páginas de cultura y espectáculos, pero resulta que el mundo del espectáculo está en un grito por malos tratos. Huyendo de la quema, me refugio en la columna apacible de un esteta presocrático, aunque me encuentro con esta desagradable sorpresa: “Un estado no puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él.” Intento nadar en las templadas aguas de la filosofía, pero me sale al paso esta inquietante reflexión orteguiana: “La realidad que se ignora acaba vengándose.” Por último, acudo a lugar seguro y alejado de toda contaminación: los proverbios orientales. Pero cuando más felices me las prometía con su saber intemporal, me doy de bruces con este malintencionado proverbio árabe: “La primera vez que se produce un engaño, la culpa es del que engaña; la segunda, del que se deja engañar.” Desalentado, arrojo la toalla y enciendo la televisión indiscriminadamente, confiando que entre los anuncios (que Dios guarde) y los deportes pueda librarme por esta vez del malestar general. Pero no es el caso, oh sorpresa: parece que, contra todo pronóstico, la cosa va bien, y que España remonta, y que el Gobierno cumple, y que los españoles empezamos a tomar conciencia de que hoy estamos mejor que ayer pero menos bien que mañana. Ahora me doy cuenta de mi torpeza: me había equivocado buscando sosiego en proverbios y filósofos; la solución a mi problema estaba mucho más cerca de lo que podía imaginar: en los telediarios de TVE. Qué tonto y qué ingrato he sido todo este tiempo. No aprende uno. ¡En ningún sitio como en la televisión de todos, para todos!   

viernes, 13 de septiembre de 2013

confieso que


Confieso que a mí las esencias patrióticas y los valores eternos de la nación, de las naciones, pues... ni frío ni calor. Me pasa con ello lo mismo que a Savater con la religión cuando escribió aquel artículo titulado A mí la fe, ni fu ni fa. Con las banderas, con los símbolos, me ocurre algo parecido: están bien en los grandes partidos internacionales para dar vistosidad al estadio y animar a los nuestros, pero poco más. Cuando los símbolos se llevan a otros terrenos, se convierten en otra cosa y pierden la gracia. Es bien sabido que en España tenemos una cierta tendencia –o mejor, una acusada tendencia– al exceso, y con esto de los símbolos y de las patrias, más aún: hay gente aquí (y no solo aquí) que se pone tremenda por un quítame allá esa bandera, ese himno, esa ofensa intolerable a la Nación. Siempre encontramos motivos –nos sobran los motivos para sentirnos ofendidos. Y el que no los encuentra es porque no quiere. Ahora resulta que, para algunos, para no pocos, el mundo, el COI, ha ofendido a Madrid, y por extensión a toda España, con la eliminación para organizar los Juegos Olímpicos de 2020. ¿Y qué decir de las seculares humillaciones de ‘Madrid’ a lo más sagrado, al alma de Catalunya, y viceversa, el rencor separatista de los catalanes hacia la Patria común e indivisible de todos los españoles? Confieso, no obstante, que soy eso que podríamos llamar un español de molde: tengo casi todos los defectos tradicionalmente atribuidos al español (y algunos más de mi propia cosecha), pero no ese, el de participar en la airada dialéctica del ofensor y el ofendido. Confieso también que a mí los nacionalismos, todos los nacionalismos –y particularmente el español, quizá porque lo conozco más de cerca–, además de estar fundados en una idea de ‘destino’ común (o peor aún, de ‘predestinación’) que no tiene un pase, además de eso, digo, los encuentro a todos, en mayor o menor medida, estrafalarios, ruidosos y de una retórica estomagante. El nacionalista patriota cuando está de buenas es o acaba siendo un plasta, y si además se ha tomado unas copas, siempre termina cantando himnos o canciones de fervor patriótico. Pero cuando está de malas, el patriota es un peligro. Y con copas, peor. Confieso, en fin, que, frente a esos ardorosos tenores de cualquier nacionalismo, prefiero a los hedonistas, los escépticos, los relativistas, los discretos, los que no dan voces, los que no tienen mal vino, los que ríen o sonríen, los que aman la vida por encima de las banderas, de los himnos, de las patrias y los patriotismos... Por cierto, hay una idea de patria(un poco antigua, es cierto) que sí comparto; la expresó Cicerón en cuatro palabras: Ubi bene, ibi patria. Algo así como: allí donde te sientas a gusto, allí está la patria. Más o menos.  

viernes, 6 de septiembre de 2013

días de agosto

Mientras la Gran Guerra del 14 sacudía Europa, la burguesía portuguesa tomaba las aguas en los apacibles balnearios de Curia y de Luso. En uno de aquellos hoteles-balneario de la belle époque hemos pasado unos días de agosto. El Grande Hotel da Curia fue discretamente reformado en los primeros años 90, pero conservando todo su aire de época, su imponente presencia de trasatlántico, sus salones modernistas con mobiliario art deco. A nuestra llegada, al encontrarnos con aquel magnífico edificio varado en el tiempo, comprendimos que habíamos viajado a la época de los Grandes Expresos Europeos y los blancos hoteles des bains, y que estábamos a punto de ingresar en una novela que algún escritor viajero dejó inacabada allá por los años 30. Solo faltaban media docena de Bugattis aparcados a la entrada. ¿Faltaban? Bueno, en cierto modo seguían allí. Porque al espléndido decadentismo del Grande Hotel contribuía no poco el hecho de que fuéramos en torno a docena y media de huéspedes repartidos por sus tres plantas con casi noventa habitaciones de medidas más que generosas, altos techos, luminosos ventanales, amplios cuartos de baño con suelo de mármol blanco... La biblioteca o sala de lectura era todo un club inglés años 20, con aparadores, butacas, chimenea, vitrinas con celosía, piano, lámparas de un modernismo cubista... todo ello en armoniosa convivencia con los galeones y motivos de caza inequívocamente ingleses colgados en las paredes. La biblioteca, como casi todo lo demás, siempre estaba desierta. Los salones, no: los salones habían quedado tal que suspendidos tras la última fiesta, tras el último baile con orquestina y fox lentos con los que se despedía, acaso sin saberlo, un mundo ido... o a punto de irse. Pero ahora -cuando todos en el hotel dormían salvo el recepcionista-, yo me dejaba llevar por la novelería. En mi fantasmal deambular por la oscuridad de los salones de entreguerras, no me era difícil cruzarme con sombras como las de Settembrini, Hans Castorp, Gustav von Aschenbach; el barón de Charlus, Oriana y otros personajes pertenecientes al mundo de Guermantes también salían a mi encuentro sin esfuerzo. Las lámparas se encendían a mi paso y cobraban vida las fragancias marchitas en los búcaros, las conversaciones sotto voce de entonces, las historias de amor que acaso no llegaron a ser, o lo fueron tan solo en secreto, durante aquellos días de agosto... La lejana música, que apenas me llegaba desde la recepción del hotel, se fundía en mi mente con algún disco de Pink Martini. Y de ahí a los bailes glamourosos de los grandes trasatlánticos, a las pérgolas de la Riviera hasta el amanecer color champagne, a las locas fiestas de los tiempos del gin y del jazz en las mansiones de Long Island... no había más que un paso. En fin. El Grande Hotel da Curia ha quedado unido para siempre en mi imaginario a nombres tales como Karlovy Vary, Baden-Baden, Davos, Balbec, Marienbad...     

viernes, 26 de julio de 2013

sé que estás ahí

¿Quién no ha soñado alguna vez tener un admirador del que nadie conoce su existencia? Tener un admirador/a es como quien tiene un amante en un lugar remoto y a la vez muy próximo. Y quien dice un ‘admirador’ dice un ‘seguidor’. Pues bien, a día de hoy puedo afirmar que tengo un seguidor/a en Ucrania. Así, tal cual. Todas las semanas, tras publicar aquí el post de los viernes, veo en las estadísticas servidas por Blogspot que se ha producido en este blog una discreta, silenciosa visita desde algún lugar de Ucrania. Quién  será él o ella, me pregunto; cuál será su nombre, su edad, su profesión; cómo será su voz, el movimiento de sus manos, su mirada; qué habrá visto en este rincón para entrar en él semanalmente. ¿Será uno de los 18 ucranianos que entraron aquella mañana del miércoles, 20 de julio de 2011 (¡qué memoria la mía!), en mi blog de entonces, diario de un copy en crisis? Yo escribí que podían ser 18 ucranianos distintos, pero también uno solo que valiera por docena y media y se hiciera pasar por los 17 restantes. Sea él o ella quién sea, lo cierto es que la visita semanal procedente de Ucrania –gran potencia agrícola, como ya expliqué en aquel post– me llena de secreto orgullo y de curiosidad infinita. ¿Cuál será su lengua materna? ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Cuántos metros cuadrados tiene su apartamento? ¿Qué ve por la ventana? ¿Es consciente de que cuando me está leyendo... yo (mirón) le estoy/la estoy mirando? Observar a alguien leyéndote en la intimidad es algo semejante a mirarlo a escondidas, y ver (sin ser visto) cómo te mira por el ojo de la cerradura. ¿Mirar... o ser mirado... mirando? ¿Mirar... o ser mirada? Ay de mí. Te estoy mirando mirándome y no te veo, hombre o mujer invisible, pero sé que estás ahí, en Ucrania, gran potencia cerealística, país de gente alta, guapa y rubia.

PD: En agosto nos concedemos una tregua para descansar la mirada hasta septiembre, que es el tiempo de la vendimia y de volver a empezar, ya con los frutos recogidos, y con la luz del membrillo posada en nuestros párpados, acariciándonos las yemas de los dedos.

viernes, 19 de julio de 2013

me siento rejuvenecer

Ya tengo las gafas nuevas. Gafas de ver, como suele decirse. Con ellas lo veo y lo leo todo mejor, mucho mejor que con las antiguas. Quizá a partir de ahora empiece a ver las cosas de otro modo. Porque si cambia la percepción visual, lo lógico será que ello modifique, aunque sea mínimamente, la interpretación de lo que vemos o leemos. Voy a hacer una prueba: releer, ya con las nuevas gafas, libros o páginas que leí sin ellas. A ver que pasa. Es posible que al mejorar la visión mejore también la reflexión a que nos lleva la mirada y lo mirado. Ese leve desenfoque que percibía a menudo con las viejas gafas, estoy seguro de que condicionaba mi percepción de lo visto y leído. Presiento que de ahora en adelante voy a tener más claridad de ideas, mayor lucidez, mejor recepción de todo aquello que entra por los ojos en las distancias cortas. Y no olvidemos que “en las distancias cortas es donde un hombre... se la juega”. Brummel. Así pues, mi calidad de vida va a mejorar a ojos vista, y mi prima de riesgo caerá a niveles comparables a la de los tiempos en que no conocía más gafas que las de sol. Me siento rejuvenecer, como Cary Grant en aquella película. Desconozco cómo se lo tomará mi Ginger Rogers cuando compruebe que, en efecto, de un tiempo a esta parte su marido parece otro. ‘No sé...’, le dirá ella a alguna amiga de toda confianza, ‘está como... como más joven, de verdad te lo digo, y eso hasta me asusta un poco, porque de seguir así... va a parecer más joven que yo, ¡imaginate, Almu!’ Bueno, si veo que la cosa va a más, y el proceso rejuvenecedor es imparable, trataré de disimularlo en la medida de lo posible. Cuando empiecen los comentarios elogiosos (particularmente los femeninos) y las muestras de asombro ante mi... notoria mejoría, trataré de rebajarlo con expresiones tales como ‘¡Uy, qué va, qué va! Se me olvida todo. Me pesa el cuerpo. Estoy lento. A la más mínima, me quedo dormido...’ Y todo ello para no levantar suspicacias ni hacer de menos a nadie. Pero lo cierto es que, de seguir así las cosas, será como regresar al futuro de los años 80, disfrutar de una nueva movida madrileña, volver a Malasaña, Huertas, renovadas copas en el Cock, películas aún no estrenadas en los Alphaville, un nuevo Agustín García Calvo filosofando de viva voz en el Café de Manuela o en La Aurora, amores de verano,  grandes esperanzas... Aunque, visto lo visto, ¿no será más bien que estas coquetas gafas han sido objeto de algún encantamiento óptico que me hace ver maravillas y que vuelva a creer en los milagros? Queridos míos, si todo se pone feo muy feo a nuestro alrededor, acudid a una buena óptica, haced que os gradúen la vista y elegid unas gafas que de verdad os gusten y os sienten divinamente bien. O en su defecto, buscad el poema aquel de Raúl González Tuñón: “Eche veinte centavos en la ranura / si quiere ver la vida color de rosa.” O escuchad la canción que os regalo aquí mismo.

viernes, 12 de julio de 2013

hoy no


Hoy no hay.

Hoy no estoy.

Hoy no.

Hoy me niego.
.
Y cuando digo ‘no’

es que no.

¿Que por qué?

Porque no.

Porque estoy de no.

Y no tengo nada más que decir. 


jueves, 4 de julio de 2013

ritos de verano

Un hombre solo en casa en verano tiene mucho peligro: se está demasiado bien. Yo siempre paso el mes de julio así, tal que un anacoreta. Como es lógico, uno va creando sus propios ritos. Para librarme en lo posible del calor de Madrid, las persianas permanecen bajadas casi por entero la mayor parte del día. Tras la caminata matutina,  el café con hielo no puede  faltar sobre la mesa de trabajo, a la derecha del ordenador. Durante casi toda la mañana hay en la casa un silencio navegable, solo interrumpido por alguna llamada de teléfono o por “el cartero del banco”, que toca el timbre desde la calle para que le abra y pueda hacer su trabajo. Bueno, a veces pasa la furgoneta del tapicero con su megafonía bien audible. A media mañana, aprovecho un viaje a la cocina para regar las plantas. Por cierto, yo no hablo con ellas: bastante tengo ya con lo que hablo conmigo mismo de viva voz. Pero no todo es silencio y ascetismo: a eso de la una y cuarto, suena el primer vinilo del día –los vinilos son para el verano–, a menudo mi canción favorita de todos los veranos: Felicità, de Lucio Dalla, en aquel long play que grabó con Gianni Morandi. “¡Aaaah, felicidad!, sobre qué tren en esta noche viajarás...” Aunque tampoco es raro que suene esa maravillosa invitación al viaje que es Vailima, del viejo Aute: “También pudiera ser / que huyéramos hacia el azul / con rumbo a un atolón / perdido en los mares des sur...”  Pero eso ya sucede con una lata bien fría de Mahou cinco estrellas al alcance de la mano. No lo niego, a veces me echo un bailecito y todo, desplazándome por el salón como un Fred Astaire de pacotilla. Pero, ¿y lo a gusto que se queda uno? Por supuesto que, tras la comida, la siesta es irrenunciable, y si hay suerte y va acompañada de alguna fantasía..., pues mejor que mejor. La tarde tiene ya otro ritmo. Son las horas de mayor calor. Más café con hielo (ahora descafeinado). Más cerrada la penumbra. Luego, si la cosa funciona y he escrito algo decente, ¿qué tal un gintónic bien servido, con ese escalofrío que sienten los hielos al recibir la visita de la reina ginebra? Y ahora sí, ladies & gentlemen, la bruja Joplin se desmelena y la casa se pone estupenda con la llegada de nada menos que Me and Bobby McGee. Y aquí sí que no queda otra que subir el volumen y celebrar la vida, qué coño. Después, ya más sosegado, es posible que uno piense en los años vividos y se ponga algo melancólico por un rato. Es el momento de buscar el elepé Between the lines, de la otra Janis, Janis Ian, y dejarse uno acariciar por aquella canción: At seventeen. Sé que no debo escucharla, no me hace bien. ¿Para qué la escucho, entonces? Para qué va a ser. Como diría Juan Ramón, “para darme tristeza”, y a continuación llamar a la novia y decirle que la quiero. En fin. Como habéis tenido el detalle de llegar hasta aquí, os voy a hacer un pequeño regalo, una rara joyita: Janis Joplin y Tom Jones en un directo insuperable. Qué manera de cantar. Y qué manera de moverse (ella). Así eran las cosas por entonces. Pero, ojo, en este blog está prohibida la nostalgia. Tan solo se permite tener nostalgia del futuro.



viernes, 28 de junio de 2013

en el jardín fragante

 Afortunadamente no había testigos. Pero qué sospechoso hubiera resultado para la policía ver, la noche del miércoles, a una pareja de rodillas en el parque desierto, con un cuchillo en la mano, removiendo afanosamente la tierra. No nos hubiera sido fácil dar una respuesta breve y convincente. Aunque todo empezó el pasado domingo, en el jardín fragante de la bella Raquel. Como ya es costumbre, la noche de San Juan nos reunimos allí un grupo de amigos a pasar un buen rato y recibir de la mejor manera el solsticio de verano. La anfitriona, además de presentarnos con una especial sonrisa a Miguele –nuevo en estas fiestas–, había hecho su incomparable y obligado gazpacho, marca de la casa. Concha,  que posee una alta escuela culinaria, llevó una muy sabrosa carne fría con salsa de mil verduras. Carmen, mi mujer, había preparado ese puding de alcachofas que da gloria llevarse a la boca. Miguele –procedente del sur– nos sorprendió a todos con un tabulé moruno y limonero que causó sensación. Roger –hombre amable y dulce– aportó unos suculentos pastelillos cuya elaboración debió llevarle pacientes horas de cocina y horno. Gonzalo y yo (tipos duros, como Norman Mailer)... sendas botellas de buen crianza. La noche estaba fresca y la luna enorme. Daba gusto estar allí, entre amigos. El vaivén de la conversación nos va llevando de un sitio a otro, de un tema a una broma, de una sonrisa a una película de...¡de Marisol!, nada menos. Y yo, que me tengo por hombre agradecido, proclamo sin rubor que ella fue y será siempre mi amor primero, mis primeras lágrimas en el cine. Y para mayor verosimilitud, puntualizo nostálgico: “Yo vi Un rayo de luz en el cine Omy de Medina de Rioseco.” Y en estas, Miguele exclama: “¡Pero tú eres de Medina de Rioseco?” A partir de ahí se montó la marimorena de las coincidencias y de las familias y amigos comunes y del tremendo azar que nunca sabe uno. Y así, entre descubrimientos y complicidades, risas, guiños, afectos, más vino... nos dieron las doce menos diez. Siguiendo la costumbre, había que escribir en un papelito tres antideseos o rechazos que cada uno quisiera echar a la hoguera; asimismo, en otro papel, aquello que deseamos que suceda o se cumpla de hoy en adelante. Tres deseos, no más. Estos últimos, cada uno los envolvió en una hoja de yedra o similar, para dejarlo dormir durante tres noches bajo la almohada. Los otros, los malos rollos, ¡a la hoguera, a la hoguera, a la hoguera! Sobre ella saltamos tres veces seguidas pronunciando una y otra vez las palabras rituales: “¡¡¡San Juan San Juan dame milcao que yo te daré pan!!!” Por momentos me sentí casi como alegre bruja en las cuevas de Zugarramurdi. Todo un aquelarre. Y así llegamos mi mujer y yo a la noche del pasado miércoles, de rodillas, removiendo la tierra en el parque para cumplir el rito de enterrar en fértil los tres deseos primordiales escritos en la noche de San Juan. ¿Cómo explicarle todo esto a la policía en el caso de haberse acercado para decirnos: “Buenas noches. Disculpen, pero..., ¿qué están haciendo ustedes aquí?” Y yo tendría que empezar por el principio: “Pues, miren, señores agentes, la noche del pasado domingo, en el jardín fragante de la bella Raquel...”

viernes, 21 de junio de 2013

a los que hirió el amor

 El blog ha crecido últimamente, ha dado un estirón. Desde que publiqué elogio del matrimonio se han incrementado muy notablemente las visitas. De hecho, ese post se ha convertido en apenas unos días en el más visto de todos los publicados hasta ahora, y además a gran distancia del segundo. ¿Cómo interpretarlo? ¿El título es tan provocador que lo hace irresistible? ¿Mi matrimonio despierta morbo? ¿Rouco Varela está moviendo los hilos para arrimar el ascua a su cocina? No sé. Lo cierto es que las estadísticas de Blogspot son concluyentes. Lo que me corresponde ahora es conseguir eso tan difícil de ‘mantener la audiencia’. Para ello, no puedo olvidarme de nadie en cada nuevo post. Como en aquel anuncio de Coca Cola, habré de tener presente a todo el abanico, a toda la biodiversidad de lectoras y lectores que han entrado aquí en las últimas semanas, incluso a los que no lo han hecho aún pero son susceptibles de hacerlo: a los que entraron en silencio desde el primer día; a los que se han arrepentido algún viernes de haber entrado; a los que me lo pasan todo por alto y a los que no están dispuestos a pasarme ni una; a las que me gustaría conocer y no será posible; a los del Atleti, entrañables enemigos; a los secretos visitantes que entran, leen y callan; a los mirones de toda condición; a los que aman de madrugada a Billie Holiday; a las que alguna vez, durante un cuarto de hora o casi, me han amado o creyeron que yo era un tipo amable; a los que hirió el amor; a las que me hirieron con su risa hermosísima; a las que dieron la callada por respuesta; a las que hicieron una obra de arte de su voluptuoso silencio, sus no-cartas, su mirar hacia otro lado, su sonrisa salvaje, su juventud, sus andares... Lo cierto es que tengo tanta gente a la que dirigirme y dar las gracias... Pero hoy, 21 de junio, día de san Luis, pienso en los veraneantes de este blog. Madrid está bien para veranear. El matrimonio, mis amigos, mi mujer, mis hijos, el disco de Miguel Poveda que ahora está sonado, el concierto de Samuel Barber que acaba de sonar, el dúo de Alejandro Fernández y Cristina Aguilera (¡Sí, sí, sí!, no me mires con esa cara) que va a entrar a continuación; el vino de crianza que me tengo reservado... Todo eso forma parte de la vida de este blog. ¿Qué hago con ello? ¿Qué debe hacer un hombre medianamente honesto, ma non troppo, con esos seres que alguna vez lo leen, que le sonríen en ocasiones? Hoy es viernes y empieza el verano. 

viernes, 14 de junio de 2013

verano

 Tercer día consecutivo de calor. Y con él todo cambia: se recuperan viejos hábitos que han permanecido ocultos u olvidados durante nueve meses. En la calle se produce un cambio de hemisferios y pasamos a la acera de sombra, a la zona de sombra. Todo se ve de otro modo desde esta perspectiva. En la casa, las persianas bajadas la mayor parte del día; el café, con hielo; el pantalón, corto y fresco; la camisa, liviana y amplia; las mantas, en lo alto del armario; la mejor hora, de siete a nueve, con la fresca. Y de igual modo que existe el tinto de verano (no para mí, por cierto, que eso me parece un contradiós), y el horario de verano, y el gazpacho, y las camisas de lino, etc, pues también existe una manera distinta de mirar, sin duda consecuencia del calor y de lo que eso conlleva. Sí, junto a la moda de verano está la mirada de verano. Y es en estos primeros días de calor cuando mejor se advierte su naturaleza hedonista, el modo en que la mirada se posa en un magnolio fresco, a primera hora de la mañana, o resbala espalda abajo por unas piernas cadenciosas, bien torneadas... En fin, esas cosas que nos salen al paso en estos días, y que tienen más relación con los milagros que con los solsticios. Los cambios de estación siempre son los más gratos, y la mirada, puesto que tiene memoria, se adapta con facilidad al veraneo incipiente. En días así, todo es ‘de estreno’ para los sentidos. Por fortuna, todavía no estamos en las torrideces de julio y agosto, esas noches que en Madrid y en otras ciudades no es cosa fácil conciliar el sueño, y procedente del patio de manzana nos llega el maullido encrespado de un gato/a insomne, acaso en celo. Y es que el calor hace estragos. Recuerdo ahora algunos versos de un poema humorístico que escribí hace..., no sé, muchos veranos: “Cuando se alcanzan los 40º a la sombra / y el sol aplasta y reblandece los tejidos de la gran ciudad... / los cuerpos se impacientan, / se desasosiega el ánimo / y no es cosa fácil mantener la calma.” Poco más adelante decía (cito de memoria): “A medida que la tarde avanza / va en aumento el riesgo de las perpetraciones: / es el tiempo de los peores crímenes y de los adulterios / mascados a conciencia. / Hay que ser pues precavidos / y no dar rienda suelta a los instintos.” Pero, tranquilos, que para llegar a eso faltan todavía algunas semanas y bastantes telediarios. Por el momento, disfrutemos de los mejores helados de tiramisú, leamos bellas páginas, quedemos a comer con una amiga/o interesante, concedamos el tiempo que se merece a elegir una camisa clara que nos siente bien, un pantalón fresco, un calzado cómodo, una palabra amable, una sonrisa acorde con este viernes, y con la sobremesa tan grata que aún no ha sucedido. Que así sea.

viernes, 7 de junio de 2013

elogio del matrimonio

 Siempre he sentido predilección por esas escenas de las películas americanas de la edad de oro del cine –años 30 y 40– en que el matrimonio se dispone a salir a cenar, habitualmente en Delmonico, en la 5ª Avenida, con otra pareja o grupo de amigos. El marido suele estar ya irreprochablemente vestido de etiqueta –si acaso a falta de hacerse el lazo de la pajarita–, y mientras ella se da los penúltimos toques ante el espejo, él se sirve un dry martini con mucho estilo, o un whisky con soda; más que nada, por hacer tiempo y entonarse un poco. Es entonces cuando ella, poniéndose un pendiente o examinándose el rímel y el rouge, le dice, en un tono entre casual y como distraído, eso que tanto me gusta: “Cariño, ¿me ayudas a subirme la cremallera?” Él acude solícito, claro está, pero sin apresuramientos, y ella, en un gesto maravillosamente femenino, se recoge el cabello en la nuca y le ofrece la espalda, con la cremallera del vestido subida solo a medias. El caballero se aplica a la tarea, pero, un segundo antes o inmediatamente después, ambos se miran en silencio a través del gran espejo que tienen delante. De esas miradas cruzadas, y del modo en que él suba la cremallera, va a depender la situación de la pareja, su estado sentimental, el devenir de la película. Así pues, el espectador ha de estar muy atento al detalle, al gesto, al ritmo...  En eso pensaba yo el otro día, desde el interior del probador de Zara –sección chicas– mientras mi mujer se probaba un vestido negro y ajustado, de verano, sin mangas, diez centímetros por encima de la rodilla, con cremallera a la espalda. El hecho en sí de entrar en la ‘zona mujer’ de probadores, tiene su aquel para un hombre, y más aún tratándose de un mirón declarado. Luego, ya en el pequeño receptáculo, tras la cortina, esos instantes íntimos en que ella se desviste para probarse el modelo elegido (¡qué decir del sonoro ‘fru-frú’ que produce el vestido sin estrenar al recibir el cuerpo de una mujer!); a continuación llega esa secuencia incomparable: observar el momento intransferible de ajustárselo ella a sus líneas y a sus curvas, a sus volúmenes; de hacer que todo esté en su sitio; de alisarlo con la palma de sus manos y observar el efecto en el espejo de arriba abajo... Eso es impagable: de las mejores cosas que tiene el matrimonio. “¿Qué tal me sienta? ¿Cómo me ves?”, te pregunta ella, examinándose. Tras un silencio valorativo, respondes: “Divina de la muerte.” Por momentos, el mundo está más que bien hecho, las expectativas son de ensueño y hay que elegir el día y el lugar para estrenar ese vestido y cenar en Delmonico. Por si algo faltara, ella te dice en voz baja, con ese brillo inequívoco en los ojos: “¡Y está genial de precio!” 

viernes, 31 de mayo de 2013

enredo

El capo de una red de corrupción masiva. El tesorero multimillonario y evasor profesional de un partido político vinculado a la trama. Una ministra que no se enteraba de que algunos de sus viajes privados -Suiza, Laponia, EuroDisney-, así como fiestas de cumpleaños o facturas de primeras comuniones corrían por cuenta de alguien que no era ella ni su marido. O ex marido. Un presidente de diputación, encausado por prevaricador, al que le tocaba el gordo de la lotería una y otra vez. Un miembro de la Primera Familia del país que se había forrado con sus manejos de una fundación ‘sin ánimo de lucro’. Un presidente de la patronal que acabaría en chirona por tremendo chorizo. Un largo listado de banqueros (o cosa semejante) que habían amasado fortunas fabulosas gracias a su capacidad para llevar a la ruina a las entidades que dirigían y hundir en la miseria a miles y miles de pequeños ahorradores. Un precioso Jaguar que de pronto aparece aparcado en el garaje del chalet de la despistada ministra, sin que ella se sorprenda ni pregunte el porqué de tal aparición. Un consejero de Sanidad que defiende con fervor que se cambie la ley para permitir el consumo de tabaco en los casinos que un magnate del juego (y todo lo que ello conlleva: mafias, droga, prostitución) va a poner en marcha en la corte de los milagros... Y esto no es más que una pequeña muestra. Si a ello le ponemos la música de la inolvidable serie Enredo, ya tenemos todos los capítulos de la primera temporada listos para ser grabados y emitidos en prime time. ¿Qué sorpresas nos depararán los nuevos episodios que los guionistas están preparando para la siguiente temporada? ¿Quién entrará en la cárcel y quién saldrá bajo fianza millonaria o indultado por quien puede hacerlo? ¿Se sentará finalmente en el Consejo de Ministros el representante de los obispos, sin derecho a voto pero con derecho a veto? ¿Qué oscuro fondo de inversiones se quedará definitivamente con la joya de la corona: la Sanidad Pública Privatizada? ¿Se condecorará en solemne acto privado a quienes generosamente se hayan acogido a la amnistía fiscal? ¿Qué grupo de presión se llevará el gato al agua y logrará que los programas El Intermedio y/o Salvados sean retirados de la parrilla televisiva? Veremos. Hoy, todo es posible en España. 

viernes, 24 de mayo de 2013

gatsby


 El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald, es sin duda una de las más grandes de la narrativa norteamericana del siglo XX. Nadie lo discute. Y además lo reúne todo para sacar de ella un peliculón de los que hacen época: la complejidad psicológica del protagonista; el espléndido narrador y testigo de la historia, Nick Carraway (un verdadero hallazgo de Fitzgerald); el lujo y la extravagancia de los locos años 20 en un Nueva York frenético y deslumbrante que se mueve al ritmo del jazz; la poética de un Jay Gatsby joven y multimillonario que confunde la realidad con el deseo, los sueños con la vida; la historia de amor (malogrado) del protagonista con la delicada y evanescente Daisy; la progresión de un relato que va de la fiesta perpetua y la alegría de vivir (en Long Island) hacia los sueños incumplidos, los juguetes rotos, la melancolía inevitable, las luces que se apagan... Todo eso y más, mucho más –la velocidad, el whisky, los gangsters, la belleza convulsa de aquel New York, la juerga que parecía interminable, el inicio y el fin de una época– está en la novela y constituye el sueño dorado de todo buen director de cine. Pues bien, el sábado pasado fuimos a ver El gran Gatsby. Yo iba advertido y no esperaba gran cosa de esta película, pero no puedo negar que me apetecía concederle cierto beneficio de la duda, aunque fuese remoto; mi mujer confiaba más en el destino, quizá esperando que el glamour de ese título se viera trasladado a la pantalla. Vale, de acuerdo, hasta aquí todo ha ido más o menos bien, pero la pregunta resulta inevitable: ¿Y? La verdad, preferiría no tener que responder a eso, aunque ya es tarde para hacerme el rajoy o mirar hacia otro lado. Al día siguiente le escribí un mail a una amiga en el que le hablaba de la película con estas palabras: “Es un spot de Freixenet de más de dos horas de duración: burbujas y más burbujas sin nada dentro (...) A los diez minutos ya lo has visto todo, y los movimientos de cámara ya te han mareado lo bastante como para decir ¡basta! y pedir Biodramina.” Creo que es suficiente, no voy a añadir más sobre esa película, aunque sí una frase acerca de su director, Baz Luhrmann (autor de éxitos como Moulin Rouge): queda claro que este hombre no da el perfil exigible para embarcarse en un proyecto así. Luhrmann es, o sería, un eficaz realizador de videoclips musicales, o de spots publicitarios de elevado presupuesto. Me atrevo a decir incluso que (con la ayuda inestimable de Mario Testino como operador y art director) Baz podría firmar un buen teaser para el próximo desfile de Victoria’s Secret. Cuidado, que nadie menosprecie ese trabajo y esa firma top: estamos hablando de los ángeles de VS; es decir, estamos hablando del paraíso. Se me acaba el tiempo y el espacio, pero un minuto antes vamos a imaginar un Gatsby dirigido por Sidney Pollack después de Memorias de África; o que Coppola, en lugar de arruinarse con la maravillosa pero imposible Corazonada, hubiese puesto todo su talento y su dinero en llevar a la pantalla The Great Gatsby; o que Scorsese, con su acreditada pericia, su temperamento narrativo y su amor al cine, hubiera levantado una versión feroz, aunque amable en apariencia, de ese mundo de ficción. ¡Qué tres películas! Ganas me dan de empezar a imaginar, a contar, cada una de ellas. 

viernes, 17 de mayo de 2013

no digas 'eufemismos', di 'formulaciones alternativas'

Hace dos meses publiqué aquí un post que aludía al intento de suplantar la realidad mediante el lenguaje por otra más amable y conveniente a los intereses de los suplantadores. Su título: hablar para ocultar. Es un tema que me apasiona: ¿Se puede crear realidad a través de las palabras? ¿Se puede generar una especie de realidad transgénica mediante la manipulación del lenguaje?  Desde luego, una apariencia de realidad sí que puede conseguirse, al menos por un tiempo. La mecánica es compleja pero sencilla: primero se crea un embrión de neolengua (véase Orwell) a base de  eufemismos que suavicen y embellezcan la cruda realidad; acto seguido, mediante el servicio de transferencias de residuos sólidos, se retira de la circulación los términos originales caídos en desgracia; a partir de ahí da comienzo una fase de implantación extensiva de la nueva realidad triunfante. En efecto, avisado lector, estoy haciendo una parodia, pero partiendo de algo que ya forma parte del paisaje. Siguiendo esa línea, me pregunto si existirá realmente un laboratorio de eufemismos –¿dónde, en qué centro de poder, en qué planta noble o sótano sombrío?– que esté ahora mismo elaborando conceptos y denominaciones de nuevo cuño, un departamento constituido por acreditados lingüistas, sociolingüistas, lexicógrafos, creativos publicitarios, ilusionistas expertos en hacer aparecer y desaparecer objetos y palabras de curso legal... No tengo pruebas de que exista físicamente ese laboratorio de ideas o boutique creativa (llámese think tank si se quiere), pero intuyo que, de un modo u otro, tiene que existir. De lo contrario, ¿quién iba a crear hallazgos tan irreprochables como ‘cambio de ponderación’ para nombrar lo que es una pura subida de impuestos, o llamar ‘movilidad exterior’ a la penosa fuga de cerebros, o ‘desindexación’ a la pérdida de poder adquisitivo o empobrecimiento? No digamos ya nada del virtuosismo semántico que algunos han exhibido para escamotear ‘amnistía fiscal’. Lo de ‘crecimiento negativo’ para no decir recesión ya queda tan antiguo como el cine mudo frente al 3D. Ahora estamos en una fase mucho más sofisticada y ultraliberal: se trata de convencer al votante televidente de lo que podríamos llamar ‘la evidencia del oxímoron’ –ya se sabe: ‘hielo abrasador’, ‘amoroso tormento’, ‘caída hacia lo alto’–, el cual no deja de ser, dentro de esta lógica perversa y sumamente creativa, una forma de pleonasmo: ‘las mata bien muertas’, por ejemplo. Llegados a este punto, debo admitir que soy o he sido durante treinta años creativo de publicidad, copy, para más señas, que en mi currículo aparece un poema titulado me anuncio por palabras, y que me ofrezco a ese Laboratorio de Eufemismos (perdón: de Formulaciones Alternativas) para aportar mi grafito de avena. Y hablando de juegos y equívocos: había una postal muy chula en Chueca hace unos pocos años –coincidiendo quizá con el 30º aniversario de la Constitución– en la que aparecía un bello travelo putón, con su hermosa melena pelirroja, la boca entreabierta y bien dibujada, una pose de lo más  sugerente y una pistola en la liga. Ella, en la postal,  solo pronunciaba una palabra: “Constitúyeme”. Yo estoy dispuesto a constituirme o dejarme constituir, no por un plato de lentejas transgénicas, eso no, pero sí por una bandeja de cigalas clase extra, un reserva de 100 euros (qué menos), un viaje a Orlando para toda la familia y una Seguridad Social garantizada de por vida para mí y para mis nietos. Con eso me conformo. Y a ese precio vendo mi alma al diablo y mi cuerpo a la ciencia. Se admiten ofertas.

Para los eruditos que buscan siempre bibliografía, aporto aquí un enlace no del todo innecesario. http://elpais.com/elpais/2012/04/26/opinion/1335442116_849344.html

viernes, 10 de mayo de 2013

¿desfachatez o alevosía*?



Creo que nos pasa a todos: a veces parece que alguien nos leyera el pensamiento y lo pusiera por escrito, como para decirnos ‘no te creas tan original; lo mismo que piensas tú acerca de ese asunto también lo hemos pensado otros’. Digo esto porque el domingo pasado leí un artículo de Maruja Torres: Publicidad con alevosía. Copio algunas frases: “Tomemos, por ejemplo, el caso de la publicidad de los bancos.” (...) “Los bancos deberían saber que cualquier publicidad que emanen es contraproducente, sobre todo los que han recibido dinero público.” (...) “No es de extrañar que cuando aparece en los cines el anuncio de Bankia de empezar por los principios...” [se produzca en la sala] “un abucheo sin precedentes. Yo ya lo hago solita,  pero con todas mis fuerzas -confiesa MT-, cuando lo escucho por la radio.” A mí me ocurre otro tanto. Y además todas las mañanas. Dicha cuña de radio a veces entra casi inmediatamente después de alguna noticia relacionada o muy próxima a ese banco que ahora se pone estupendo, desvergonzadamente estupendo. Viene a decir algo así como: ‘vale, bien, es cierto que hemos sido un poco malos, je-jé, pero ahora vamos a ser muuuuuuy buenos, OK? Así que, lo pasado pasado, y pelillos a la mar’. Cada vez que lo escucho no puedo evitar el imaginarme a ese copy del departamento creativo que le ha tocado escribir la cuña diciéndose a sí mismo: ‘vaya papelón que voy a tener que hacer’. Y qué decir del cachondeo perfectamente imaginable en el estudio de grabación, donde, entre toma y toma, los sarcasmos habrán circulado del técnico de sonido al locutor, y de este al ejecutivo de la cuenta, del ejecutivo al creativo... y así sucesivamente. Desde luego, hace falta valor, y una desfachatez a toda prueba, para programar la inserción de esa cuña de radio (y de otras igualmente provocativas, dadas las circunstancias) en los espacios publicitarios de un informativo. Yo no quiero ser malpensado, y no lo soy, pero el ‘recochineo’ –en  expresión de Maruja Torres– que se desprende de las campañas de algunos bancos y de algún gobierno... parece que respondiera a una provocación perfectamente programada. Es como si con ello se buscara que algún damnificado perdiera los nervios (que sería lo único que le quedara por perder) y tuviese una reacción violenta, irracional, del todo reprobable; y convertir así, con la ayuda de los muchos medios y del ‘equipo médico habitual’, a las víctimas en verdugos, y viceversa. Pero no, no puede ser. Las cosas no siempre son lo que parecen. Estoy casi seguro de que esas campañas responden a criterios y buscan objetivos mucho más previsibles y vulgares: lavar la cara, hacer (o simular) un pequeño descargo de conciencia, engatusar de nuevo, recuperar en lo posible su cartera de clientes...  Después de todo, no son más que eso: carteristas. Conspiraciones y fantasías diabólicas escapan a su idiosincrasia. Al menos eso es lo que  yo creo. O quiero creer.

(*) alevosía: 1. f. Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente. Es circunstancia agravante de la responsabilidad criminal.  (DRAE) 

lunes, 6 de mayo de 2013

sono tutto quello che vedo


 Este podría ser perfectamente el eslogan de un buen mirón, ‘soy todo lo que veo’, y ganas me dan de dejarlo puesto ahí como cita permanente en este blog. En realidad, es el título de una exposición de la artista italiana Veronica Botticelli que en estos días puede verse en una galería romana. Poco más de 48 horas en Roma han sido suficientes para regresar con la mirada repleta de imágenes. Si toda gran ciudad es una fiesta para el observador, Roma es una auténtica orgía: ‘donde estés y a la hora que estés’, mires donde mires, tienes garantizado el espectáculo. Todo aquello que entra por los ojos –las piedras, las plazas, las fuentes, los palacios, las setecientas iglesias, las tiendas de moda y sus escaparates, una cierta dejadez o elegante abandono muy romano, el tráfico razonablemente anárquico, los espectaculares sacerdotes de diseño que aparecen por toda la ciudad como modelos de Armani o Valentino, la belleza irreductible por todos los rincones, la explosión de mayo en los jardines, en los patios con yedra y palmeras, en los andares fluyentes de los bellos cuerpos jóvenes...–, todo aquello que entra por los ojos, digo, es de tal exuberancia que exige al mirón detenerse de vez en cuando para sentarse a la sombra, medio entornar los párpados y saborear un gelato. Roma es todo lo que se dice o se ha dicho de ella, sí, pero también todo lo que te pasa por la memoria o la imaginación en cada momento, en cada terraza, a la vuelta de cada esquina. Yo no soy muy original: veo venir a un tipo delgado con gafas de concha, pelo negro, gesto serio, marcados pómulos... y estoy viendo venir a Pasolini; aparece una Vespa (las hay a cientos) por alguna calle estrecha, cerca de Piazza di Spagna, y en ella vienen sin remedio Gregory Peck y Audrey Hepburn. Y así sucesivamente. Dos imágenes: esperando el autobús, a un paso del Vaticano, un cura enjuto y octogenario, puede que irlandés, lee un libro de oraciones, o de Giovanni Papini; al punto aparece una monja de parecida edad y hábito blanco. Fantaseo: quizá se conocieron siendo muy jóvenes, no lejos de aquí, acaso en la entronización de Juan XXIII. ¿Hubo entre ellos una..., cómo decirlo, una intensa comunión espiritual? ¿Se escribieron (en latín) apasionadas cartas de amor divino? La vida y las misiones los alejó. Ahora, más de 50 años después, con la elección de Francisco, han vuelto a coincidir en Roma. Pero ellos (en el instante en que tomamos la foto) todavía no lo saben. Esa es solo una de las posibles historias: hay tantas como miradas de quienes esperan el autobús y observan la escena. La otra imagen tiene lugar en Via del Corso a media mañana: un motocarro azulón repleto de flores (más propio de La Habana Vieja) lleva la exultante primavera de un lado a otro de la ciudad. ¿Quién escribe el guión? ¿Quién es el art director de todo ese espectáculo?



viernes, 26 de abril de 2013

sentados o de pie


Sentados o de pie, 9 poetas en su sitio es un hermoso libro de pastas duras en color almagre recientemente publicado en Valladolid por la Fundación Jorge Guillén. Se trata de una selección de poemas pertenecientes a un grupo de poetas más o menos vallisoletanos y aproximadamente de la misma generación. Yo soy uno de ellos, debo admitirlo, y entre nosotros hay tantas afinidades como diferencias. Incluso me atrevo a decir que, cada uno, en su poesía (como en su vida) tiene no pocas diferencias consigo mismo. Sin embargo, eso no evita que nos llevemos bien. El día que nos hicimos la foto de familia, unos sentados y otros de pie, a medida en que se enlazaban las bromas y las conversaciones, ya en el restaurante, y pedíamos más ribera y la risa saltaba de un extremo a otro de la mesa en viaje de ida y vuelta.... empecé a acariciar la peregrina idea de que ese grupo bien podría emprender un gira por España, como hacen las bandas de rock, o como hacían en otros tiempos las compañías de teatro. Ahora lo veo con toda claridad. Bastaría con un microbús bien acondicionado –dotado de buena música y mueble bar incluido–, un chofer de confianza, un itinerario estudiado y un programa de actuaciones razonable. Llegaríamos a las ciudades –tal como se habría anunciado en la radio y demás medios locales– a la caída de la tarde, en eso que llaman los operadores y cineastas ‘la hora bruja’. Sería cosa de vernos bajar del microbús a los nueve, con nuestro representante o apoderado a la cabeza, y lo haríamos como los jugadores del Madrid o del Barça cuando llegan entre las ovaciones de los aficionados a tal o cual ciudad. La poesía goza de una gran simpatía popular, y de un halo entre romántico y bohemio que facilita los encuentros y consiente ciertas liberalidades... por un día. O por una noche. Así pues, entre unas cosas y otras, no cabe descartar que tuviéramos nuestras propias groupies, jóvenes entusiastas de la poesía... y de los poetas de mediana edad. Las ‘actuaciones’ del grupo tendrían lugar, ya en horario nocturno, en clubs de jazz, en pasarelas de moda súper pijas, galerías de arte conceptual, minicines reconvertidos, palacetes del XIX abandonados por sus dueños y tomados pacíficamente por la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) y por las brigadas poéticas de la ciudad. También habría una sesión golfa y semiclandestina (opcional), a celebrar de madrugada en garitos inconfesables y clubs de carretera. Ahí algunos brillaríamos con luz propia, aunque fuera prestada (como la dentadura de Vargas Llosa). Veo que me falta espacio. Quizá el próximo viernes este post tenga un continuará. Por el momento, solo declarar aquí los nueve nombres del grupo por su orden de fotografía. Sentados, y de izquierda a derecha: Carlos Medrano, Mario Pérez Antolín, Eduardo Fraile y Luis Ángel Lobato. De pie: Luis del Álamo, Luis Díaz, Luis Santana, Javier Dámaso y yo mismo. Ah, el apoderado y responsable de la edición responde al nombre de Antonio Piedra, personaje de la noche sobradamente conocido en garitos, universidades y comisarías. 

viernes, 19 de abril de 2013

el paraíso perdido


Oigo la noticia de que, tras conocerse la sentencia condenatoria, Isabel Pantoja ha sido ‘retirada’ del Museo de Cera. Y, la verdad, no sé qué es peor para una celebrity si la retirada del pasaporte o esto. De paso me entero de que con Urdangarín ocurrió algo semejante, aunque a este se le dio un trato, digamos, preferencial: su figura fue apartada del espacio destinado a la Familia Real española, sí, pero la trasladaron, dentro del mismo museo, al lugar donde conviven los grandes deportistas. De modo que lo que se pierde por un lado se gana por otro. Lo de Isabel es peor: por si hubiera tenido poco con esa salida tumultuosa del juzgado, esa sentencia (en la que se libra de la cárcel por los pelos), ese millón y pico de euros que va a tener que pagar... pues resulta que, además, tiene que soportar la humillación de ser retirada con más pena que gloria del museo más visitado de Madrid, después del Prado. Desde que oí la noticia, le he dado algunas vueltas al asunto. Creo que todo personaje público debería tener su réplica de cera en un súper museo de enormes dimensiones. En sus múltiples salas y espacios tendría lugar una gran movilidad, en función de los acontecimientos, sentencias, méritos, miserias, golazos, desvergüenzas... Ese museo sería una especie de adaptación a nuestro tiempo y país de La Divina Comedia de Dante Alighieri, con su Inferno, su Purgatorio y su Paradiso, y cada uno con sus nueve círculos o grandes salas en las que se catalogaría a las figuras del museo: desde lo más infame a lo más sublime. Pero, ya digo, no serían espacios estancos sino que habría una gran movilidad entre ellos. A veces, del Paraíso al Infierno se puede pasar por un simple mal día, un exceso de codicia, un polvo equivocado. O muy equivocado. Y viceversa, claro, aunque estos casos son los menos. Desde nuestro ordenador personal, cada uno de nosotros tendría acceso directo a la web del museo, y podría votar y proponer desplazamientos, premios y castigos, en función del acontecer diario. Un ejemplo: José María Pou –por su adaptación e interpretación en el Teatro Español de la obra A cielo abierto, de David Hare–, ascendería a lo más alto del Olimpo, en el Paraíso. Otro ejemplo: María Dolores de Cospedal sería arrojada del espacio que ocupase en este momento para ingresar por méritos propios en el Círculo de los Cínicos y los Desvergonzados. Aunque estoy seguro de que, a poco que se esmerase, podría mejorar sus propias marcas. Pero..., lo admito, no puedo evitarlo: cómo no concederle a alguien tan... tan “ya es primavera en El Corte Inglés” la posibilidad de salir de ese círculo vicioso –‘miento para desmentir anteriores mentiras descubiertas’– y ascender, sin pasar por ningún purgatorio, al Círculo de las Virtuosas Damas y de los Claros Varones Sin Mácula. Solo son ejemplos, ya digo.

viernes, 12 de abril de 2013

la mejor risa del mundo


Huyendo de toda esa viscosidad pringosa que se adhiere al día a día, el viernes pasado decidí que basta ya, que durante una temporada no iba a concederle ni un solo post al camión de la basura. Bastante hago con tener que oír, ver o leer la ración diaria de inmundicia con que nos obsequian los medios desde primera hora. Qué necesidad de limpiarme la mirada y salir a campo abierto, ahora que ya es primavera. El lunes murió Sara Montiel, y, pese a la pena, y al recuerdo de algunos momentos estelares de nuestra incomparable Sara, encontré en ella el motivo y el asunto de este post. Lo tenía ya medio pensado en la cabeza. El punto de partida iba a ser este: una mujer a la que han amado –además de sus maridos Pepe Tous y Anthony Mann, nada menos– hombres tales como Indalecio Prieto y Severo Ochoa, o como Pablo Neruda, Gary Cooper, León Felipe..., incluso (aunque de otro modo, claro) el joven y guapo James Dean. Una mujer así no es para despacharla de un plumazo y cuatro tópicos. Todo iba bien hasta que anteayer, miércoles, va Esperanza Ortega y publica en su artículo semanal de Las cosas como son, en El Norte de Castilla, La emperatriz de las violetas. A medida que iba leyéndolo, me decía: “Adiós, ríos; adiós, fontes, / adiós, regatos pequenos...” O dicho de otro modo: mi gozo en un pozo. Se lo perdono a EO por ser quien es; de lo contario..., rencor eterno. Únicamente –por salvar los muebles–, salió una foto en El País del martes, 9, que, además de desconocida para mí, es reveladora. Deduzco que esa foto fue tomada en Los Ángeles durante el verano de 1955: Sara y James Dean ríen a carcajada limpia en una instantánea (literalmente) irrepetible. En el estallido de esa risa entera y verdadera de ella está, creo yo, el secreto de toda la belleza, la alegría repentina, las ganas de vivir de una mujer libre que enamoró al mundo. Me pregunto qué fue, qué broma desató aquella risa loca de dos seres jóvenes y bellos, seguro que divertidos, con una amistad entre ambos que nadie hubiera puesto en duda. Puto Porsche deportivo 550 Spyder, un 30 de septiembre. Tengo que averiguar si dos almas gemelas como Sara y Ava Gardner se conocieron. De ser así, ¡qué noche de copas en Chicote! ¡Qué obra de teatro en el Español!