Hay una tentación en el ambiente: la de no mirar, no leer el
periódico, no despertarse con las noticias de la radio, no ver los informativos
de televisión, no entrar en Internet. Eso es lo más tentador que hay ahora
mismo: no enterarse uno de nada. Yo he cumplido cincuenta y tantos el sábado
pasado y no recuerdo haber vivido una situación como esta. Recuerdo, sí, los
últimos años de la prehistoria: la estúpida censura, los grises dando leña ‘de
oficio’ (sabían que era inútil), la insostenible irrealidad oficial de los
telediarios en blanco y negro. Pero aquello tenía el tufo inocultable de lo
moribundo. La esperanza acechaba por todas partes. Hoy es otra cosa, en todos
los sentidos. Sin embargo, hoy es imposible hablar con alguien que se sienta medianamente
satisfecho (no digamos ya orgulloso) de lo que nos está pasando. En cuanto a la
esperanza, ni está ni se la espera: hay que inventársela. Vayas donde vayas se
oye o se desprende del silencio, de los silencios, la misma canción triste: ‘qué
fraude, qué estafa, cuánta mentira, qué banda de corruptos, qué sinvergüenzas,
la culpa es nuestra por...’ Mires donde mires –los médicos, los profesores,
los investigadores, los jubilados, los jóvenes, los parados, los precarizados...–
todo es lamento, o algo más. ¿Qué hacer ante semejante panorama? Mirar hacia
otro lado es una salida, sí, pero, ¿hacia dónde? ¿Huir de la actualidad? Vale,
de acuerdo, evito las noticias del periódico, los titulares de portada, los
editoriales, y me limito a las páginas de cultura y espectáculos, pero resulta
que el mundo del espectáculo está en un grito por malos tratos. Huyendo de la quema, me refugio en la columna apacible de un esteta
presocrático, aunque me encuentro con esta desagradable sorpresa: “Un estado no
puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a
él.” Intento nadar en las templadas aguas de la filosofía, pero me sale al paso
esta inquietante reflexión orteguiana: “La realidad que se ignora acaba vengándose.”
Por último, acudo a lugar seguro y alejado de toda contaminación: los
proverbios orientales. Pero cuando más felices me las prometía con su saber
intemporal, me doy de bruces con este malintencionado proverbio árabe: “La
primera vez que se produce un engaño, la culpa es del que engaña; la segunda,
del que se deja engañar.” Desalentado, arrojo la toalla y enciendo la
televisión indiscriminadamente, confiando que entre los anuncios (que Dios
guarde) y los deportes pueda librarme
por esta vez del malestar general. Pero no es el caso, oh sorpresa: parece que,
contra todo pronóstico, la cosa va bien, y que España remonta, y que el
Gobierno cumple, y que los españoles empezamos a tomar conciencia de que hoy
estamos mejor que ayer pero menos bien que mañana. Ahora me doy cuenta de mi
torpeza: me había equivocado buscando sosiego en proverbios y filósofos; la
solución a mi problema estaba mucho más cerca de lo que podía imaginar: en los
telediarios de TVE. Qué tonto y qué ingrato he sido todo este tiempo. No aprende
uno. ¡En ningún sitio como en la televisión de todos, para todos!
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