viernes, 20 de septiembre de 2013

la tentación

Hay una tentación en el ambiente: la de no mirar, no leer el periódico, no despertarse con las noticias de la radio, no ver los informativos de televisión, no entrar en Internet. Eso es lo más tentador que hay ahora mismo: no enterarse uno de nada. Yo he cumplido cincuenta y tantos el sábado pasado y no recuerdo haber vivido una situación como esta. Recuerdo, sí, los últimos años de la prehistoria: la estúpida censura, los grises dando leña ‘de oficio’ (sabían que era inútil), la insostenible irrealidad oficial de los telediarios en blanco y negro. Pero aquello tenía el tufo inocultable de lo moribundo. La esperanza acechaba por todas partes. Hoy es otra cosa, en todos los sentidos. Sin embargo, hoy es imposible hablar con alguien que se sienta medianamente satisfecho (no digamos ya orgulloso) de lo que nos está pasando. En cuanto a la esperanza, ni está ni se la espera: hay que inventársela. Vayas donde vayas se oye o se desprende del silencio, de los silencios, la misma canción triste: ‘qué fraude, qué estafa, cuánta mentira, qué banda de corruptos, qué sinvergüenzas, la culpa es nuestra por...’ Mires donde mires –los médicos, los profesores, los investigadores, los jubilados, los jóvenes, los parados, los precarizados...– todo es lamento, o algo más. ¿Qué hacer ante semejante panorama? Mirar hacia otro lado es una salida, sí, pero, ¿hacia dónde? ¿Huir de la actualidad? Vale, de acuerdo, evito las noticias del periódico, los titulares de portada, los editoriales, y me limito a las páginas de cultura y espectáculos, pero resulta que el mundo del espectáculo está en un grito por malos tratos. Huyendo de la quema, me refugio en la columna apacible de un esteta presocrático, aunque me encuentro con esta desagradable sorpresa: “Un estado no puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él.” Intento nadar en las templadas aguas de la filosofía, pero me sale al paso esta inquietante reflexión orteguiana: “La realidad que se ignora acaba vengándose.” Por último, acudo a lugar seguro y alejado de toda contaminación: los proverbios orientales. Pero cuando más felices me las prometía con su saber intemporal, me doy de bruces con este malintencionado proverbio árabe: “La primera vez que se produce un engaño, la culpa es del que engaña; la segunda, del que se deja engañar.” Desalentado, arrojo la toalla y enciendo la televisión indiscriminadamente, confiando que entre los anuncios (que Dios guarde) y los deportes pueda librarme por esta vez del malestar general. Pero no es el caso, oh sorpresa: parece que, contra todo pronóstico, la cosa va bien, y que España remonta, y que el Gobierno cumple, y que los españoles empezamos a tomar conciencia de que hoy estamos mejor que ayer pero menos bien que mañana. Ahora me doy cuenta de mi torpeza: me había equivocado buscando sosiego en proverbios y filósofos; la solución a mi problema estaba mucho más cerca de lo que podía imaginar: en los telediarios de TVE. Qué tonto y qué ingrato he sido todo este tiempo. No aprende uno. ¡En ningún sitio como en la televisión de todos, para todos!   

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