viernes, 24 de mayo de 2013

gatsby


 El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald, es sin duda una de las más grandes de la narrativa norteamericana del siglo XX. Nadie lo discute. Y además lo reúne todo para sacar de ella un peliculón de los que hacen época: la complejidad psicológica del protagonista; el espléndido narrador y testigo de la historia, Nick Carraway (un verdadero hallazgo de Fitzgerald); el lujo y la extravagancia de los locos años 20 en un Nueva York frenético y deslumbrante que se mueve al ritmo del jazz; la poética de un Jay Gatsby joven y multimillonario que confunde la realidad con el deseo, los sueños con la vida; la historia de amor (malogrado) del protagonista con la delicada y evanescente Daisy; la progresión de un relato que va de la fiesta perpetua y la alegría de vivir (en Long Island) hacia los sueños incumplidos, los juguetes rotos, la melancolía inevitable, las luces que se apagan... Todo eso y más, mucho más –la velocidad, el whisky, los gangsters, la belleza convulsa de aquel New York, la juerga que parecía interminable, el inicio y el fin de una época– está en la novela y constituye el sueño dorado de todo buen director de cine. Pues bien, el sábado pasado fuimos a ver El gran Gatsby. Yo iba advertido y no esperaba gran cosa de esta película, pero no puedo negar que me apetecía concederle cierto beneficio de la duda, aunque fuese remoto; mi mujer confiaba más en el destino, quizá esperando que el glamour de ese título se viera trasladado a la pantalla. Vale, de acuerdo, hasta aquí todo ha ido más o menos bien, pero la pregunta resulta inevitable: ¿Y? La verdad, preferiría no tener que responder a eso, aunque ya es tarde para hacerme el rajoy o mirar hacia otro lado. Al día siguiente le escribí un mail a una amiga en el que le hablaba de la película con estas palabras: “Es un spot de Freixenet de más de dos horas de duración: burbujas y más burbujas sin nada dentro (...) A los diez minutos ya lo has visto todo, y los movimientos de cámara ya te han mareado lo bastante como para decir ¡basta! y pedir Biodramina.” Creo que es suficiente, no voy a añadir más sobre esa película, aunque sí una frase acerca de su director, Baz Luhrmann (autor de éxitos como Moulin Rouge): queda claro que este hombre no da el perfil exigible para embarcarse en un proyecto así. Luhrmann es, o sería, un eficaz realizador de videoclips musicales, o de spots publicitarios de elevado presupuesto. Me atrevo a decir incluso que (con la ayuda inestimable de Mario Testino como operador y art director) Baz podría firmar un buen teaser para el próximo desfile de Victoria’s Secret. Cuidado, que nadie menosprecie ese trabajo y esa firma top: estamos hablando de los ángeles de VS; es decir, estamos hablando del paraíso. Se me acaba el tiempo y el espacio, pero un minuto antes vamos a imaginar un Gatsby dirigido por Sidney Pollack después de Memorias de África; o que Coppola, en lugar de arruinarse con la maravillosa pero imposible Corazonada, hubiese puesto todo su talento y su dinero en llevar a la pantalla The Great Gatsby; o que Scorsese, con su acreditada pericia, su temperamento narrativo y su amor al cine, hubiera levantado una versión feroz, aunque amable en apariencia, de ese mundo de ficción. ¡Qué tres películas! Ganas me dan de empezar a imaginar, a contar, cada una de ellas. 

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