El gran Gatsby, la
novela de Scott Fitzgerald, es sin duda una de las más grandes de la narrativa
norteamericana del siglo XX. Nadie lo
discute. Y además lo reúne todo para sacar de ella un peliculón de los que
hacen época: la complejidad psicológica del protagonista; el espléndido
narrador y testigo de la historia, Nick Carraway (un verdadero hallazgo de
Fitzgerald); el lujo y la extravagancia de los locos años 20 en un Nueva York
frenético y deslumbrante que se mueve al ritmo del jazz; la poética de un Jay Gatsby
joven y multimillonario que confunde la realidad con el deseo,
los sueños con la vida; la historia de amor (malogrado) del protagonista con la
delicada y evanescente Daisy; la
progresión de un relato que va de la fiesta perpetua y la alegría de vivir (en
Long Island) hacia los sueños incumplidos, los juguetes rotos, la melancolía
inevitable, las luces que se apagan... Todo eso y más, mucho más –la velocidad,
el whisky, los gangsters, la belleza convulsa de aquel New York, la juerga que parecía interminable, el inicio
y el fin de una época– está en la novela y constituye el sueño dorado de todo buen director de cine.
Pues bien, el sábado pasado fuimos a ver El
gran Gatsby. Yo iba advertido y no
esperaba gran cosa de esta película, pero no puedo negar que me apetecía concederle cierto beneficio
de la duda, aunque fuese remoto; mi mujer confiaba más en el
destino, quizá esperando que el glamour de ese título se viera trasladado a la
pantalla. Vale, de acuerdo, hasta aquí todo ha ido más o menos bien, pero la pregunta resulta inevitable: ¿Y? La verdad, preferiría
no tener que responder a eso, aunque ya es tarde para hacerme el rajoy o mirar
hacia otro lado. Al día siguiente le escribí un mail a una amiga
en el que le hablaba de la película con estas palabras: “Es un spot de
Freixenet de más de dos horas de duración: burbujas y más burbujas sin nada
dentro (...) A los diez minutos ya lo has visto todo, y los movimientos de
cámara ya te han mareado lo bastante como para decir ¡basta! y pedir
Biodramina.” Creo que es suficiente, no voy a añadir más sobre esa película,
aunque sí una frase acerca de su director, Baz Luhrmann (autor de éxitos como Moulin Rouge): queda claro que este hombre no da el
perfil exigible para embarcarse en un
proyecto así. Luhrmann es, o sería, un eficaz realizador de videoclips
musicales, o de spots publicitarios de elevado presupuesto. Me atrevo a decir incluso que (con la ayuda
inestimable de Mario Testino como operador y art director) Baz podría firmar un
buen teaser para el próximo desfile
de Victoria’s Secret. Cuidado, que nadie menosprecie ese trabajo y esa firma
top: estamos hablando de los ángeles de VS; es decir, estamos hablando del
paraíso. Se me acaba el tiempo y el espacio, pero un minuto antes vamos a imaginar un Gatsby dirigido por Sidney Pollack después de Memorias de
África; o que Coppola, en lugar de arruinarse con la
maravillosa pero imposible Corazonada,
hubiese puesto todo su talento y su dinero en llevar a la pantalla The Great Gatsby; o que Scorsese,
con su acreditada pericia, su temperamento narrativo y su amor al cine, hubiera levantado
una versión feroz, aunque amable en apariencia, de ese mundo de ficción. ¡Qué
tres películas! Ganas me dan de empezar a imaginar, a
contar, cada una de ellas.
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