Siempre he sentido predilección por esas escenas de las
películas americanas de la edad de oro del cine –años 30 y 40– en que el matrimonio se
dispone a salir a cenar, habitualmente en Delmonico,
en la 5ª Avenida, con otra pareja o grupo de amigos. El marido
suele estar ya irreprochablemente vestido de etiqueta –si acaso a falta de
hacerse el lazo de la pajarita–, y mientras ella se da los penúltimos toques
ante el espejo, él se sirve un dry martini con mucho estilo, o un whisky
con soda; más que nada, por hacer tiempo y entonarse un poco. Es entonces
cuando ella, poniéndose un pendiente o examinándose el rímel y el rouge, le dice, en un tono entre casual y
como distraído, eso que tanto me gusta: “Cariño, ¿me ayudas a subirme la
cremallera?” Él acude solícito, claro está, pero sin apresuramientos, y ella,
en un gesto maravillosamente femenino, se recoge el cabello en la nuca y le ofrece
la espalda, con la cremallera del vestido subida solo a medias. El caballero se
aplica a la tarea, pero, un segundo antes o inmediatamente después, ambos se
miran en silencio a través del gran espejo que tienen delante. De esas miradas
cruzadas, y del modo en que él suba la cremallera, va a depender la situación
de la pareja, su estado sentimental, el devenir de la película. Así pues, el espectador ha de estar muy
atento al detalle, al gesto, al ritmo... En eso pensaba yo el otro día, desde el
interior del probador de Zara –sección chicas– mientras mi mujer se probaba un
vestido negro y ajustado, de verano, sin mangas, diez centímetros por encima de
la rodilla, con cremallera a la espalda. El hecho en sí de entrar en la ‘zona
mujer’ de probadores, tiene su aquel para un hombre, y más aún tratándose de un
mirón declarado. Luego, ya en el pequeño receptáculo, tras la cortina, esos instantes íntimos en que ella se desviste para probarse el modelo elegido (¡qué decir
del sonoro ‘fru-frú’ que produce el vestido sin estrenar al recibir el cuerpo
de una mujer!); a continuación llega esa secuencia incomparable: observar el momento
intransferible de ajustárselo ella a sus líneas y a sus curvas, a sus volúmenes; de hacer que todo esté en su sitio; de alisarlo con la palma de sus manos y observar el efecto en el espejo de arriba
abajo... Eso es impagable: de las mejores cosas que tiene el
matrimonio. “¿Qué tal me sienta? ¿Cómo me ves?”, te pregunta ella, examinándose.
Tras un silencio valorativo, respondes: “Divina de la muerte.” Por momentos, el
mundo está más que bien hecho, las expectativas son de ensueño y hay que elegir
el día y el lugar para estrenar ese vestido y cenar en Delmonico. Por si algo faltara, ella te dice en voz baja, con ese
brillo inequívoco en los ojos: “¡Y está genial de precio!”
Excelente.
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