Mientras la Gran Guerra del 14 sacudía Europa, la burguesía
portuguesa tomaba las aguas en los apacibles balnearios de Curia y de Luso. En
uno de aquellos hoteles-balneario de la belle
époque hemos pasado unos días de agosto. El Grande Hotel da Curia fue
discretamente reformado en los primeros años 90, pero conservando todo su
aire de época, su imponente presencia de trasatlántico, sus salones modernistas con mobiliario art deco.
A nuestra llegada, al encontrarnos con aquel magnífico edificio varado en el
tiempo, comprendimos que habíamos viajado a la época de los Grandes Expresos
Europeos y los blancos hoteles des bains,
y que estábamos a punto de ingresar
en una novela que algún escritor viajero dejó inacabada allá por los años 30. Solo
faltaban media docena de Bugattis aparcados a la entrada. ¿Faltaban? Bueno, en
cierto modo seguían allí. Porque al espléndido decadentismo del Grande Hotel
contribuía no poco el hecho de que fuéramos en torno a docena y media de
huéspedes repartidos por sus tres plantas con casi noventa habitaciones de
medidas más que generosas, altos techos, luminosos ventanales, amplios cuartos de baño con suelo de mármol blanco... La biblioteca o sala de lectura era todo un club inglés años 20, con
aparadores, butacas, chimenea, vitrinas con celosía, piano, lámparas de un
modernismo cubista... todo ello en armoniosa convivencia con los galeones y motivos de caza inequívocamente
ingleses colgados en las paredes. La biblioteca, como casi todo lo demás,
siempre estaba desierta. Los salones, no: los salones habían quedado tal
que suspendidos tras la última fiesta, tras el último baile con orquestina y
fox lentos con los que se despedía, acaso sin saberlo, un mundo ido... o a
punto de irse. Pero ahora -cuando todos en el hotel dormían salvo el
recepcionista-, yo me dejaba llevar por la novelería. En mi fantasmal deambular
por la oscuridad de los salones de entreguerras, no me era
difícil cruzarme con sombras como las de Settembrini, Hans Castorp, Gustav von
Aschenbach; el barón de Charlus, Oriana y otros personajes pertenecientes al mundo
de Guermantes también salían a mi encuentro sin esfuerzo. Las lámparas se encendían a mi paso y cobraban vida las fragancias marchitas en los
búcaros, las conversaciones sotto voce
de entonces, las historias de amor que acaso no llegaron a ser, o lo fueron tan
solo en secreto, durante aquellos días de agosto... La lejana música, que apenas me llegaba desde
la recepción del hotel, se fundía en mi mente con algún disco de Pink Martini. Y de ahí
a los bailes glamourosos de los grandes trasatlánticos, a las pérgolas de la Riviera hasta
el amanecer color champagne, a las locas fiestas de los tiempos del gin y del
jazz en las mansiones de Long Island... no había más que un paso. En fin. El
Grande Hotel da Curia ha quedado unido para siempre en mi imaginario a nombres
tales como Karlovy Vary, Baden-Baden, Davos, Balbec, Marienbad...
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