Cada tarde de este amable otoño se produce un milagro en El
Teatro Pavón de Madrid, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La verdad
sospechosa, de Ruiz de Alarcón, es un prodigio y es una fiesta. Para no
repetirme demasiado, he releído lo que escribí acerca de otra obra representada
en esa misma sala –En la vida todo es
verdad y todo mentira, de
Calderón–, en un post que titulé “Puro teatro”. Como en aquella, y como en
tantas otras, en esta comedia también se juega de continuo con los equívocos,
las fabulaciones y los embustes más alambicados y brillantes que uno pueda
imaginar. El protagonista de La verdad
sospechosa, don García, es un
virtuoso de la mentira, hasta el punto de que él mismo llega a creerse sus cada
vez más logradas fabulaciones. Aquí casi lo de menos es la trama de las dos historias
de amor que se entrecruzan de continuo, o los engaños del hijo al padre; lo
importante, a mi juicio, es la capacidad suprema que tiene don García para alterar
la realidad, para inventarla mediante el arte del ingenio, de la alquimia que
transforma la fantasía en realidades admitidas, en hechos dados por buenos. Es
como si el autor de la obra le cediese al personaje el talento y hasta la
autoría, el privilegio de dar y de quitar, de decidir quién ríe y quién llora,
quién ama a quién y cuándo y de qué modo. Durante casi toda la obra, el placer
de mentir, de mentir bien (¿me repito, quizá?), es la verdadera estrella, la
fuente de la que mana no solo todo el delicioso enredo sino esa fuerza mayor
que nos mantiene con los ojos muy abiertos, la atención muy viva, la
disposición cada vez más favorable a que triunfe el artificio y el ingenioso
embuste obtenga su recompensa. No miente (con arte, claro está) quien quiere
sino quien puede. Dice un personaje en algún momento: para mentir bien hay que
tener dos cosas: mucho ingenio y buena memoria. Esta es una verdad
incontestable. Lo cierto es que las malas mentiras empeoran la situación; las
mentiras buenas y bien urdidas, además de dar esperanza, hacen posible la
alegría, el mejor vivir, la capacidad de escapar al destino. Las buenas
mentiras son un desacato a la resignación. De acuerdo que don García acaba
bailando con la más fea –porque el autor y la época lo quieren así–, pero
¿quién nos dice que, transcurrido un tiempo de ‘penitencia’ por sus excesos
verbales, nuestro hombre no vuelva a las andadas y empiece a recrear de nuevo
la vida y hacer de su capa un sayo y de la necesidad virtud? Nadie sabe las cosas que pueden pasar en los márgenes de
un texto, en la oscuridad de un teatro vacío.
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