viernes, 4 de octubre de 2013

el arte de mentir

Cada tarde de este amable otoño se produce un milagro en El Teatro Pavón de Madrid, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, es un prodigio y es una fiesta. Para no repetirme demasiado, he releído lo que escribí acerca de otra obra representada en esa misma sala –En la vida todo es verdad y todo mentira, de Calderón–, en un post que titulé “Puro teatro”. Como en aquella, y como en tantas otras, en esta comedia también se juega de continuo con los equívocos, las fabulaciones y los embustes más alambicados y brillantes que uno pueda imaginar. El protagonista de La verdad sospechosa, don García, es un virtuoso de la mentira, hasta el punto de que él mismo llega a creerse sus cada vez más logradas fabulaciones. Aquí casi lo de menos es la trama de las dos historias de amor que se entrecruzan de continuo, o los engaños del hijo al padre; lo importante, a mi juicio, es la capacidad suprema que tiene don García para alterar la realidad, para inventarla mediante el arte del ingenio, de la alquimia que transforma la fantasía en realidades admitidas, en hechos dados por buenos. Es como si el autor de la obra le cediese al personaje el talento y hasta la autoría, el privilegio de dar y de quitar, de decidir quién ríe y quién llora, quién ama a quién y cuándo y de qué modo. Durante casi toda la obra, el placer de mentir, de mentir bien (¿me repito, quizá?), es la verdadera estrella, la fuente de la que mana no solo todo el delicioso enredo sino esa fuerza mayor que nos mantiene con los ojos muy abiertos, la atención muy viva, la disposición cada vez más favorable a que triunfe el artificio y el ingenioso embuste obtenga su recompensa. No miente (con arte, claro está) quien quiere sino quien puede. Dice un personaje en algún momento: para mentir bien hay que tener dos cosas: mucho ingenio y buena memoria. Esta es una verdad incontestable. Lo cierto es que las malas mentiras empeoran la situación; las mentiras buenas y bien urdidas, además de dar esperanza, hacen posible la alegría, el mejor vivir, la capacidad de escapar al destino. Las buenas mentiras son un desacato a la resignación. De acuerdo que don García acaba bailando con la más fea –porque el autor y la época lo quieren así–, pero ¿quién nos dice que, transcurrido un tiempo de ‘penitencia’ por sus excesos verbales, nuestro hombre no vuelva a las andadas y empiece a recrear de nuevo la vida y hacer de su capa un sayo y de la necesidad virtud?  Nadie sabe  las cosas que pueden pasar en los márgenes de un texto, en la oscuridad de un teatro vacío.   

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