Confieso que a mí las esencias patrióticas y
los valores eternos de la nación, de las naciones, pues... ni frío ni calor. Me
pasa con ello lo mismo que a Savater con la religión cuando escribió aquel
artículo titulado A mí la fe, ni fu ni fa. Con las banderas, con los símbolos, me ocurre
algo parecido: están bien en los grandes partidos internacionales para dar
vistosidad al estadio y animar a los nuestros, pero poco más. Cuando los
símbolos se llevan a otros terrenos, se convierten en otra cosa y pierden la gracia. Es bien sabido que en España tenemos una cierta tendencia –o mejor,
una acusada tendencia– al exceso, y con
esto de los símbolos y de las patrias, más aún: hay gente aquí (y no solo aquí) que se pone tremenda por un quítame allá esa bandera, ese himno, esa ofensa
intolerable a la Nación. Siempre encontramos motivos –nos sobran los motivos– para sentirnos ofendidos. Y el que no los
encuentra es porque no quiere. Ahora resulta que, para algunos, para no pocos,
el mundo, el COI, ha ofendido a Madrid, y por extensión a toda España, con la
eliminación para organizar los Juegos Olímpicos de 2020.
¿Y qué decir de las seculares humillaciones de ‘Madrid’ a lo más
sagrado, al alma de Catalunya, y viceversa, el rencor separatista de los catalanes hacia
la Patria común e indivisible de todos los españoles? Confieso, no obstante,
que soy eso que podríamos llamar un español de molde: tengo casi todos los
defectos tradicionalmente atribuidos al español (y algunos más de mi propia
cosecha), pero no ese, el de participar en la airada dialéctica del ofensor y
el ofendido. Confieso también que a mí los nacionalismos, todos los
nacionalismos –y particularmente el español, quizá porque lo conozco más de
cerca–, además de estar fundados en una idea de ‘destino’ común (o peor aún, de
‘predestinación’) que no tiene un pase, además de eso, digo, los encuentro a
todos, en mayor o menor medida, estrafalarios, ruidosos y de una retórica
estomagante. El nacionalista patriota cuando está de buenas es o acaba siendo
un plasta, y si además se ha tomado unas copas, siempre termina cantando himnos
o canciones de fervor patriótico. Pero cuando está de malas, el patriota es un
peligro. Y con copas, peor. Confieso, en fin, que, frente a esos ardorosos
tenores de cualquier nacionalismo, prefiero a los hedonistas, los escépticos,
los relativistas, los discretos, los que no dan voces, los que no tienen mal
vino, los que ríen o sonríen, los que aman la vida por encima de las banderas, de
los himnos, de las patrias y los patriotismos... Por cierto, hay una idea de
patria(un poco antigua, es cierto) que sí comparto; la expresó Cicerón en
cuatro palabras: Ubi bene, ibi patria.
Algo así como: allí donde te sientas a gusto, allí está la patria. Más o
menos.
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