Siempre que voy a una estación de trenes o autobuses, a un
aeropuerto, no puedo evitar fijarme en las despedidas a los pasajeros de sus
seres queridos. Y especialmente las de las parejas que se separan con dolor,
cuando uno de los dos tiene que irse sin remedio. Qué distintos esos abrazos a
los que se producen en los reencuentros, en los recibimientos. Es tremendo el
modo en que se manifiesta el dolor en los rostros ante la separación inminente.
A mí siempre me conmueve contemplar esas despedidas. Y hay casos en los que
duele a los ojos comprobar la pena infinita, el desconsuelo de una muchacha
enamorada. Qué pronto -me digo entonces, casi desaprobándolo- da comienzo el
aprendizaje del dolor. Y cuántas despedidas a todas horas, en todos los
aeropuertos o andenes del mundo, rompen los corazones de media humanidad. Lo
sé, me estoy poniendo blando, bizcochón, y pido disculpas por ello. Imagino un
relato en el que el protagonista se dedica a regalar abrazos en los aeropuertos
y en las estaciones a quien los necesita. Alguien que se ha especializado en
abrazos. Pero la tensión dramática del relato es creciente, porque nuestro
hombre no puede fallar en el abrazo preciso que ha de dar a
cada persona, en cada momento. Porque, como es sabido, hay abrazos de muy
distinta naturaleza. Abrazos para llenar el vacío que deja el abandono. O para
combatir esa cosa heladora que a
veces se mete en los huesos. Abrazos como de escena de película bajo la lluvia.
Abrazos de ‘los que levantan los pies del suelo’. Abrazos que abrasan. Que
cortan la respiración. Que devuelven la vida... a quien se la habían
arrebatado. Hay abrazos también de difícil diagnóstico, de resolución compleja,
en los que el menor error de cálculo en el modo, el tiempo, la presión... lo
echaría todo a perder. El protagonista de nuestro relato, pese a su dominio de la
materia, vive con el temor de equivocarse y dar un abrazo inadecuado a la
persona indebida. Con cada abrazo bien dado, respira hondo, porque sabe que
prolonga una vida, un párrafo de alegría, una página. Pero si falla... el
relato desaparece, y el libro no llegará a existir. Todo esto viene a cuento (o
a relato breve) porque hace unos días, una amiga mía, de paso por Madrid, me
dijo una de las mentiras más hermosas que alguien pueda escuchar: “¡Qué bien
abrazas!”
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ResponderEliminarLuis Ángel