viernes, 17 de abril de 2015

dime cómo andas...

     Los andares son la caligrafía del cuerpo. Dicho de otro modo, una manera de andar implica una manera de ser. Me gusta observar cómo camina cada uno: con timidez o despreocupación, con pesimismo, arrogancia, inseguridad, premura. Hay quien camina como volviendo la cabeza -sin volverla- por si alguien le estuviera siguiendo los pasos; también los hay que pasean tal que silbando por la vereda y dejándose ver muy a gusto; otros avanzan como si llevaran años cabalgando por el lejano Oeste, con los codos hacia fuera y las manos listas para desenfundar el colt 45. Padres que caminan como abuelos; madres como hijas; camareros como meteorólogos de televisión ante las cámaras. A veces me cruzo con individuos que parecen caminar como si pretendieran pasar desapercibidos, y así no levantar sospechas ni ser tomados por evasores fiscales. De ello se desprende la pregunta: ¿caminamos como somos... o como queremos hacer creer que somos? Hace unos días, concretamente el miércoles 8 de abril, a las 14.15, en el parking del Museo Reina Sofía, vi a un tipo que se dirigía hacia su coche con la determinación y el gesto inequívoco de un psicópata. Esta misma mañana, a la puerta del colegio de mi hijo, he visto a la madre de un alumno (se supone que era la madre) regresar sin prisa, con la cabeza levantada, los párpados con sueño y los andares de una cortesana de Shanghai hacia 1930. Qué maravilla. Sí, es verdad que hay andares que matan, como los de aquella Dragon Lady, en Bélver Yin, que "indolente caminaba entre toda la canalla de zapatos finos." Y qué decir de quienes van por la vida así como meciéndose del puente a la alameda, encantados de haberse conocido. Claro que también están quienes por su forma de moverse, de colocarse siempre de perfil, diríase que aspiran a convertirse en invisibles. En el extremo opuesto se sitúan los que lucen andares de banderillero legítimo, y también quienes caminan como influidos por la Pasarela Cibeles, sintiéndose el centro de todas las miradas. Ver andar a algunas mujeres, verlas venir, es quizá el mayor espectáculo del mundo, y ello -su musicalidad, sus maneras fluyentes- tiene alguna secreta relación con el vaivén de las olas y con el compás de las habaneras. En el vestíbulo de un hotel de Madrid -junto a la Plaza de Santa Ana- hay una pantalla de plasma donde una silueta de mujer camina incesantemente hacia el observador, pero sin dirigirse a ninguna parte, solo por el placer de dejarse mirar. Cada vez que paso por allí no puedo evitar detenerme un minuto -a veces dos- para darme el gusto de contemplar esa imagen en movimiento tan adictiva. Y mientras me dejo llevar por sus andares, me pregunto de quién habrá tomado el videoartista esa silueta que fluye como tocada por la gracia de un arcángel. No sé, quizá el Paraíso fuera eso: sentarse a la sombra del manzano y ver venir a Eva caminando... como la silueta de esa mujer en la pantalla de plasma.





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