viernes, 22 de febrero de 2013
la lentitud
El pasado domingo leí en El País un artículo de Jordi Soler titulado así, La lentitud. Acababa
diciendo: "Conversar sin prisa de manera arborescente, contar historias
alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se
mueve la hoja del árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba, porque
ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el misterio del
mundo." Creo que hoy la lentitud es un artículo de primera necesidad, y creo
también que la conquista de la lentitud tiene una relación directa con la
conquista de la felicidad. La lentitud es una reacción frente al nerviosismo,
frente al vértigo, que en pequeñas dosis es excitante y estimula la creación o el placer, pero que vivido de continuo nos saca de quicio (o sea, nos desquicia)
y nos priva de demasiadas cosas. Las llamadas 'ciudades lentas', slow cities, son solo un gesto
voluntarista, pero muy elocuente, de lo que echamos en falta, de lo que hemos
perdido. Hay que hacer cuentas y ver lo que hemos ganado a cambio de esas pérdidas. Tras el balance, ¿qué tal si nos proponemos ganar el derecho a
perder el tiempo? Siempre ha sido un verdadero
lujo il dolce far niente, una exquisitez solo al alcance de espíritus refinados; aunque para llegar
a ese estado del alma no basta con quedarse uno quieto y que sea lo que Dios
quiera, no, no es eso: ello requiere dedicación y esfuerzo. Pero, volviendo a la
lentitud, los más cool, los más
sibaritas, deben saber que su recuperación –esa conquista– requiere un
laborioso aprendizaje. Por un lado, desprenderse de viejos hábitos o vicios adquiridos, tales como comer a toda prisa, follar contra reloj, hablar sin decir nada a gran
velocidad... Por otra parte, exige
reaprender a disfrutar con la elaboración del juego, los tempos de
adagio, andante, lento..., la sintaxis no sincopada que favorece la extensión
del paisaje, el pensamiento libre, las oraciones subordinadas que
encajan con naturalidad, como afluentes, en el discurso primordial. A veces,
como mero ejercicio de placer, leo o releo de viva voz casi cualquier cosa de
Rafael Sánchez Ferlosio. Me pasma. Nunca tiene prisa por llegar a la resolución
de aquello que va formulando entre comas, con ricas palabras y una respiración
natural, no forzada, que se estudiará, supongo, en las escuelas de arte dramático. Y si es verdad que una larga secuencia favorece (casi que obliga) un pensamiento
extenso y matizado, la idea que discurra en su interior ha de ser fecunda y
serena, como el Duero a su paso por Tordesillas, camino hacia la mar. Tengo 57
años (¡aunque no los aparento, ni mucho menos!), y a esta edad he aprendido, sí, que...
para qué las prisas, que donde esté un buen crianza a su temperatura idónea, su color corinto, la curva de su copa en el hueco de la mano..., que se quiten los veloces licores destilados
y la comida rápida y los amores y las historias express. Tiempo al tiempo.
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