Ni siquiera es hablar por no
callar. No, lo que hacen muchos de nuestros gobernantes es hablar para ocultar.
Ese es el fin último de toda esa hojarasca que lanzan al aire a la menor
ocasión. Algunos de ellos han depurado hasta extremos de auténtico virtuosismo el arte de hablar sin
decir nada. O decir lo contrario de lo que la realidad revela. Lo que oímos un
telediario sí y otro también en boca de ministros y dirigentes diversos no son
meros eufemismos, ni vaselina retórica, ni siquiera las recurrentes mentiras
piadosas (tan necesarias a veces). Es algo mucho más ambicioso: el intento de
negar la realidad y suplantarla por otra más amable y acorde con sus intereses.
El arte de birlibirloque: nada por aquí, nada por allá, y de pronto... ¡zas!, la
chistera ha desaparecido con el conejo dentro. Lo cual tiene su mérito, nadie
lo discute. Por ejemplo, ¿cómo acabar con el drama insufrible de los
desahucios? Muy sencillo: retirando de la circulación la palabra ‘desahucio’,
como se ha hecho en Castilla-La Mancha. Es solo un ejemplo. Recientemente, en
un reportaje publicado en El País, se asombraba Soledad Puértolas al ver cómo
algunos niegan la evidencia “con una rotundidad que te quedas perpleja", dice, "porque
quieren que no veamos lo que vemos.” Esa es la cuestión: que no veamos lo que
vemos. Y que veamos lo que no hay. Siempre recuerdo lo que decía un compañero mío de trabajo, en una mezcla
de cinismo y desfachatez: “A mi me pilla in fraganti mi mujer con otra en la cama...
y le digo sin pestañear que está viendo visiones, que allí no hay nadie, que está
tan obsesionada... que eso le hace ver lo que no pasa más que en su
imaginación.” Y dicho esto, añadía: “¿Qué vas a hacer? ¡Pues negarlo! ¡No te
queda otra!” La anécdota es bastante chusca, sí, pero ilustra a las mil
maravillas ese afán de suplantar la realidad mediante la perversión del
lenguaje. Y cuando esa práctica se generaliza y se repite una y mil veces por
todos los medios (y son muchos los medios), nos encontramos ante una realidad
paralela que pretende hacerse pasar por
la genuina realidad, y como nos descuidemos un poco, nos dan el cambiazo sin
que nos demos cuenta. Aunque la inquietud (o algo más) que nos suscita esa suplantación...
se desvanece por momentos ante hallazgos tan insuperables como el ya histórico:
“La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido. Y como fue
una indemnización en diferido, en forma efectivamente de simulación...” El gran
Mario Moreno, Cantinflas, no lo
hubiera hecho mejor.
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