viernes, 29 de enero de 2016

pura alegría

     En La juventud, esa hermosa película de Paolo Sorrentino, los dos viejos amigos que interpretan Michael Caine y Harvey Keitel solo se cuentan las cosas buenas de la vida, para de ese modo evitar que el otro se preocupe innecesariamente o pase un mal rato. Y bien mirado, no me parece mala idea, siempre y cuando, claro está, el remedio de la ocultación no sea peor que el dolor que se pretende evitar. Ya sé que esto no está demasiado bien visto, y seguramente sean mayoría quienes afirman que hay que decir siempre y en todo momento la verdad, aunque duela, y llamar al pan pan y al vino vino. Vale, de acuerdo, no digo que ese principio no sea moralmente irreprochable, lo es, pero quizá haríamos más agradable la vida de quienes nos rodean si les evitáramos esos malos ratos innecesarios que a nada conducen y con los que nada (bueno) se obtiene a cambio. Confieso no ser ni haber sido nunca partidario de la redención a través del dolor, ni he creído aquello de la letra con sangre entra, ni menos aún que quien bien te quiere te hará llorar. Por el contrario, aprecio tanto el alivio, la analgesia, los paliativos, el consuelo, las amabilidades... como las cosas mejores o más proteicas de este mundo: el esplendor, la plenitud, la exaltación, la belleza. Se trata, pienso yo, de hacer la existencia menos afligida en lo posible, más llevadera. Una vuelta de tuerca, o dos, a la ocultación de las penosas verdades cotidianas nos conduciría a aquel diálogo memorable de Johnny Guitar, cuando Sterling Hayden, borracho pero lúcido, le dice a Joan Crawford: "Miénteme, dime que me has estado esperando todos estos años." Y si lleváramos al extremo el recurso de las mentiras piadosas, llegaríamos a recrear una ficción como la de Good bye Lenin, donde el buen hijo hace lo imposible para que su madre, comunista insobornable, no descubra al despertar lo sucedido en la Alemania del Este (caída del muro y triunfo del capitalismo) durante los meses que ella ha permanecido en coma. ¿Adónde quiero llegar con todo esto? Supongo que lo que trato de decir es que la vida ya de por sí trae demasiadas penalidades, y que no parece razonable añadir dolor al dolor, renunciando a las leves narcosis, masajes, cuidados o atenciones que la propia vida nos depara para aliviar nuestros pesares. Y esos alivios pueden venir de unas manos o un cuerpo, sí, pero también de una voz como un río, de una canción simple o una mirada que nos acoge como una piscina de aguas termales. Parecer poca cosa, lo sé, pero suficiente para llenar de luz un instante y aferrarnos a ese desbordamiento sin parpadear siquiera, aunque se nos escape alguna lágrima de júbilo, de esa pura alegría que invade.

Simple Song #3 - Sumi Jo (Youth's Soundtrack) - La giovinezza (colonna sonora finale) - YouTube

viernes, 22 de enero de 2016

dice Vicente Verdú

     Dice Vicente Verdú en uno de sus pensamientos breves: "He notado, desde hace años, que cuando espero con anhelo una noticia buena llega una mala. Pero, también, cuando temo la mala, aparece la buena." Y añade: "Prueba del revés y los reveses de que se alimenta lo real. ¿Cierto? ¿Falso? ¿Retórica del deseo?" Certezas aparte, parece como si un principio invisible aplicara la ley del péndulo a las expectativas y a los temores. Da un poco de miedo hacer pronósticos optimistas o confiar en que habrá buenas noticias en relación con esto o aquello. Casi es mejor hacerse el distraído y mirar para otro lado como el que nada espera. O incluso ponerse fatalista y parecer cenizo. De lo contrario, diríase que va uno pidiendo guerra, desafiando a las potestades. Se trata de no ponernos estupendos y evitar así el llamar la atención de los dioses, siempre dispuestos a cortar de raíz la menor veleidad de los humanos. Quizá esto tenga que ver con lo de la mala salud de hierro y otras aparentes paradojas, pero también con los ciclos (siempre que llueve escampa), y con las leyes de la física (todo lo que sube baja), y con eso que rara vez sucede y que llamamos justicia poética (donde las dan las toman). Así las cosas, ¿quién se atreve a arriesgar un pronóstico alegre y confiado para la actual legislatura apenas estrenada? Con esa diabólica aritmética parlamentaria, ¿quién se anima a susurrar siquiera un deseo, a mostrar en público una ilusión razonable en favor del buen sentido que inspire al nuevo Gobierno, sea este el que sea? Conociendo las destrezas del infortunio, no me atrevo a hacerme ilusiones, por más que en algún momento pudiera parecer que, aunque remota, hay alguna posibilidad de no salir mal del todo. No. Es preferible temerse uno lo peor y esperar al telediario para que nos anuncie la mala nueva una vez más. Luego vendrán 'los mercados' a confirmar los peores augurios. A ver si de ese modo, con la cabeza agachada y la cerviz ofrecida al sacrificio, el fatum nos ve tan sumisos que se apiada de nosotros y nos concede una tregua, una dádiva. No olvidemos que las muestras de alegría son toda una provocación para el aciago demiurgo. Nunca lo admitiré de viva voz, pero confieso que, en los devaneos del duermevela, le doy tiza al taco, compongo la postura más barroca del billar y permito que la fantasía acaricie insospechadas carambolas de la aritmética parlamentaria y de la geometría variable. Aunque todo ello sucede al amparo de la noche ciega, allí donde es posible la impunidad de los secretos más inconfesables, y aun de los deseos más nobles y desacostumbrados. Pero, por favor, silencio, no despertemos a la fiera.

       

viernes, 15 de enero de 2016

pentimento

     "La antigua pintura al óleo, al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto. A esto se le llama 'pentimento' porque el pintor se arrepintió, cambió de idea." Con estas palabras tan sugerentes comienza la novela de Lillian Hellman titulada precisamente así: PentimentoPero eso no sólo sucede en la antigua pintura al óleo. Al correr del tiempo, sí, la memoria trasluce olvidos, deja ver cosas que se nos habían despintado. Y en efecto, a través del vestido de una mujer aparece algo, alguien, quizá la propia mujer. O tal vez otra. La memoria tiene muchas veladuras, y hay recuerdos que con los años se difuminan hasta desvanecerse en ese mar abierto. Es un vaivén que lleva de la memoria al olvido, y del olvido a no se sabe dónde, y de ese desconocido más allá al más acá de nuevo, regresado, pero ya no es lo mismo, no, aunque tampoco enteramente otro. Lo que le ocurre al recuerdo en ese viaje de ida y vuelta es un misterio. La memoria trabaja mucho por su cuenta, y hay cosas de las que se arrepiente y abandona; a cambio incorpora otras dudosamente ciertas que recoge al pasar. Pero arrepentirse forma parte del juego, incluso diría que en el vivir de cada uno hay siempre un cupo destinado al arrepentimiento. Y quizá eso constituya una forma de soltar lastre y mantener un cierto equilibrio interior. Aunque no tengo claro si el hecho en sí de arrepentirse limpia o envenena. Es posible que haya un fondo de masoquismo en ello, en el dolor que nos infligimos al arrepentirnos de algo. Y qué decir de esos pentimenti que aparecen antes incluso de cometer el fatídico acto; o al contrario, los que se producen por no intervenir a su debido tiempo, por rehusar o abstenerse uno. Estos últimos son los peores, los que más atormentan. Si fuésemos más sabios, más estoicos, no practicaríamos el ejercicio del arrepentimiento: nos entregaríamos a la fatalidad de los hechos, a la indolencia ante lo inevitable de lo acontecido. Seríamos cínicos y elegantes. ¿Estaremos aún a tiempo de rectificar? Demasiado tarde, creo yo. Y además, ¿cómo hacerlo? ¿Arrepintiéndonos de habernos arrepentido? ¿O no arrepintiéndonos ni siquiera de nuestros más penosos o innecesarios arrepentimientos? Complicado asunto. Voy a dejarlo aquí, antes de que me arrepienta de haberme metido en este jardín, y eso me lleve a borrar todo lo escrito y empezar de nuevo. Sería el cuento de nunca acabar.  

viernes, 8 de enero de 2016

publicidad, felicidad...

     Como es costumbre en esta época del año, durante las últimas semanas los anuncios de perfumes han desbordado los espacios publicitarios de las televisiones. Loewe, Armani, D&G, Marc Jacobs, Calvin Klein, Hugo Boss, Chanel, Carolina Herrera, Ives Saint Laurent... En mayor o menor medida, todos prometen lo mismo: suscitar el deseo (tanto en el hombre como en la mujer) y alcanzar el éxtasis. Un deseo avasallador, ingobernable, y un éxtasis que alcance el nivel 10 en la escala Richter de los orgasmos más allá de Orión. Y frente a esa promesa -incluso como hipótesis o mera fantasía- nada se puede hacer para neutralizar su devastadora capacidad de sugestión. ¿Quién puede sustraerse al efecto aspiracional de, por ejemplo, el anuncio de Dolce & Gabbana de estas navidades? Ni queriendo puede uno renunciar del todo a rozar ese paraíso de párpados caídos, labios anhelantes, estremecidos vientres... Ya sabemos que la felicidad no es eso, no es eso, sino algo mucho más apacible y duradero, pero ¿qué pueden hacer la razón o el buen sentido frente a la mera posibilidad (aunque sea remota, una entre mil) de ese goteo de oro candente en las entrañas, ese placer tan abrasivo que intuimos en el relato publicitario, cada vez más explícito? La universalización del acceso al porno a través de Internet nos ha educado mucho la mirada a todos -mirones o no- y ha desencadenado un imaginario erótico de altísimas prestaciones para todos los públicos. Ello ha contribuido no poco a que la familia unida pueda contemplar sin el menor empacho ni rubor media docena de spots consecutivos donde tiene lugar la promesa de los más cegadores orgasmos. Hace apenas tres décadas esto hubiera resultado ciertamente incómodo en la sobremesa navideña de casi cualquier familia. Pero es un hecho cierto que aquí ya nadie se conforma con un polvo normal y corriente, doméstico, de clase media. No. Ahora, por mor de las fragancias y las ensoñaciones, todos aspiramos a ascender a los cielos del placer con la diosa Charlize Theron, como D'ior manda. Pero la idea ya ha sido asumida, y la sociedad está madura para hacer realidad (virtual, claro) esa fantasía. A no mucho tardar, entraremos en una cabina, nos acomodaremos en una butaca muy ergonómica, nos pondrán un casco y gafas con sensores y elegiremos entre todos los perfumes aquel que deseamos aspirar, sentir, gozar. Una experiencia memorable de marca con Charlize o con Scarlett, o con David Gandy, el modelazo del anuncio, y su fabulosa chica en el spot de D&G Light blue. Claro que, para los más codiciosos, también estará disponible la versión orgiástica del tótum revolútum. Y todo ello con solo destapar el frasco de las esencias que el deseo nos pida. De la cabina saldremos extenuados, sí, pero con la expresión inefable de quien, por unos minutos, ha robado el fuego sagrado a los dioses. ¿Alguien cree que exagero? Para demostrar que no es así, aquí os dejo este regalo de Reyes.

Emporio Armani Rapture for women on Vimeo (mejor, véase a toda pantalla)