viernes, 4 de marzo de 2016

google

     La verdadera aventura está en averiguar lo que no aparece en Google. Ese sí que es un viaje a ninguna parte. Algo así como adentrarse en un territorio donde no queda nada por explorar, ni resquicio que conduzca a cámaras secretas, a espacios exentos que no figuren en los mapas. Todo lo que uno pueda imaginarse está registrado en Google. O visualizado en YouTube. Siempre vamos a encontrarnos con la prueba de que alguien estuvo antes allí. La conclusión es desalentadora: no quedan islas, ni selvas, volcanes o ruinas por descubrir. Pero, ¿por qué no soñar con ciudades perdidas o tomadas por la jungla que esperan la llegada de los primeros exploradores? En la literatura y en la vida eso siempre ha existido. Un Titanic intacto, unas minas del rey Salomón, un templo camboyano en plena selva. Si damos por hecho que en Google está todo, ¿por qué no aceptar que también ha de haber espacios para lo inexplorado? No hay mayor tentación para el viajero, para el navegante de la red, que un territorio sin cartografiar. Aunque para no incurrir en lugares comunes, hay que descartar los destinos exóticos más previsibles. Por ejemplo, nada de parafilias y morbosidades. No perdamos el tiempo haciendo búsquedas a través de palabras como necrofilia, zoofilia, tabúes, violencia extrema. La red está saturada de todo eso. Quizá el secreto esté en buscar lo que aún no tiene nombre, lo innombrado. Y quizá sea ese también el único ámbito donde alguien pueda ocultarse o ponerse a salvo del Gran Hermano. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez dónde esconderse en caso de necesidad? Creo que lo mejor no sería buscar un espacio físico, un refugio, sino hacerse pasar por otro, 'convertirse' en otro. En Viviré con su nombre, morirá con el mío cuenta Jorge Semprún cómo salvó la vida gracias a que intercambió el nombre, la identidad, con un moribundo francés en el campo de concentración de Buchenwald. El sueño de todo fugitivo siempre ha sido crearse una identidad nueva, a la medida. Y desaparecer. El huidizo impostor y agente doble o triple Francisco Paesa hizo publicar la noticia de su muerte en julio de 1998, en Bangkok, a consecuencia de un infarto. Se informó de que el cadáver fue incinerado, y el propio gobierno tailandés emitió el certificado de defunción. El País publicó la esquela. Por si algo faltara, la hermana del difunto encargó y pagó a los monjes de San Pedro de Cardeña, en Burgos, treinta misas ¡gregorianas! por el eterno descanso de su alma. Años después, Paesa fue localizado en Luxemburgo, donde vivía con una sobrina (?) dedicado a oscuras operaciones de blanqueo de capitales. En fin. ¡Lo que yo daría por una larga conversación con la sobrina de Paesa! Quizá ella me aleccionara acerca de lo que no aparece en Google. Qué novelón de 500 páginas. O de 500 sombras.

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