viernes, 13 de noviembre de 2015

un poco de nada

     Hay días que no tiene uno el ánimo para pronunciamientos, y lo que de veras apetece, aunque tampoco mucho, es dar la callada por respuesta. No tengo claro si es más desgana que desdén o lo contrario, ni tampoco si ello es debido a la falta de fe o a "la falta de hierro" que aquejó a Curro El Palmo, pero es un hecho cierto que existen esos días en los que desde primera hora uno levantaría bandera blanca y la dejaría ahí hasta nueva orden; aunque quizá vendría mejor al caso la bandera amarilla de los apestados, como en  El amor en los tiempos del cólera. Y que no sonara el teléfono, ni llamara abajo el cartero del banco, ni nadie nos hiciera preguntas, más allá de las recompensadas de Nicequest. Días de silencio, sí, pero de un silencio al que uno se acoge, como en las películas americanas de tribunales en que el acusado ejerce su derecho de acogerse a la Quinta Enmienda. En este post de hoy me gustaría no decir nada. Pero hay tantas maneras de no decir, tantos silencios y tan distintos unos de otros. Cada silencio guarda un secreto. Y al revés: cada secreto requiere un silencio único, irrepetible, hecho a medida. 'Callar la boca' es un pleonasmo de una diversidad sin límites. ¿Cuántos silencios caben en un día? ¿Y en un espacio en blanco? Un secreto no es otra cosa que un pacto de silencio. Pero yo no pretendía aquí un pacto de silencio, sino más bien un pacto con el silencio que me permitiera sacar este post de la nada... sin decir nada. "Escribir también es no hablar, es callarse", dice Margueritte Duras. De acuerdo, escribir, pero escribir ¿qué? El compositor John Cage -el creador de la célebre 'pieza silenciosa'- escribió: "No tengo nada que decir y lo estoy diciendo, y eso es poesía." Mucho más modestamente, no es que yo quiera decir callando: lo que quiero es callar diciendo. (...) Y así estaban las cosas ayer a estas horas. Me había quedado mudo de escritura, tal que flotando en la nada, con la mirara perdida y la mente en blanco, como quien se queda dormido con los ojos abiertos. Pero algo sucedió a poco más de un metro de distancia, a mi izquierda... Todo empezó hace ya cinco semanas, cuando abrí la gaveta de la cómoda y descubrí que no estaba el monedero: negro, de piel, con forma de herradura, de los de toda la vida. Rara vez lo sacaba de allí. Tras buscarlo infructuosamente por todas partes -incluso pregunté en el súper y en la tienda de los chinos- lo di por perdido, no sin gran pesar y mala conciencia. Tan es así que durante estas semanas lo he mantenido en secreto. Pero ayer, a la salida de ese viaje al limbo, con la mirada todavía desenfocada, percibo que algo cobra nitidez entre los cachivaches de la estantería: es negro, de piel, tiene forma de herradura. No dije nada. Ni siquiera hice intención de alargar el brazo y tocarlo con los dedos. Tan sólo me quedé mirándolo en silencio. Luego cerré los ojos y sonreí hacia dentro, rendido a la evidencia. 

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