viernes, 20 de marzo de 2015

¿cuándo apetece llorar?

     Apetece llorar cuando el aeroplano sobrevuela el desierto y el viento esparce o desordena el cabello de Kristin Scott Thomas. Apetece llorar -aunque ya sea un tópico- al final de Los puentes de Madison, cuando, tras una eternidad de espera mirando por el retrovisor, el semáforo en rojo da paso al verde, y con ello la vida continúa y se desvanecen todas nuestras esperanzas. Dan ganas de llorar muy a gusto, junto al whisky, cuando suena alguna canción de Billie Holiday, como esta que ahora está sonando, por ejemplo. También apetecía entonces, cuando llevábamos toda la tarde esperándolo y se hacía de noche, y el teléfono, lejos de sonar, daba la callada por respuesta. Apetece llorar en silencio y en calma tras repasar de memoria algún poema bien irónico, triste, de Jaime Gil de Biedma. La belleza irrebatible de Ava Gardner, ya madura, en ciertas escenas de La noche de la iguana, me emociona sin remedio. Cuando me río mucho con Cary Grant y Katharine Hepburn en La fiera de mi niña... acabo casi llorando de risa. También me sucedió eso mismo en algunas páginas de La vida exagerada de Martín Romaña. Ver cada mañana cómo se hace mayor mi hijo el pequeño... me obliga a un serio esfuerzo para no decirle: 'te prohíbo que sigas creciendo'. Escuchar At seventeen (Janin Ian) o Vincent (Don Mclean), o incluso la almibarada Honey  (Bobby Goldsboro), o Para vivir (Milanés), me pone un brillo líquido en los ojos. En La edad de la inocencia hay una escena que más que hacerme llorar me rompe el corazón: es cuando, treinta años después, Archer viaja de Nueva York a París para reencontrarse al fin con el amor imposible de su juventud, la maravillosa Ellen Olenska (Michelle Pfeiffer); todo va perfecto hasta que en el momento decisivo, el momento con el que ha estado soñando durante más de media vida, Archer se queda mirando desde la calle la ventana iluminada de madame Olenska y..., finalmente, renuncia a subir. Me mata esa escena. Entiendo a Archer -claro que lo entiendo-, pero no le perdonaré nunca esa renuncia. Llegados a este punto, quizá habría que distinguir entre lo que nos hace llorar y lo que hace que nos apetezca llorar, que no es exactamente lo mismo. Pero no voy a enredarme ahora en ese asunto: no dispongo aquí del espacio necesario, ni quizá de la necesaria finezza, para adentrarme en semejantes floristerías. A cambio, siempre tengo a mano recursos de tahúr con oficio, como pueda ser la memoria de viejas canciones. Probemos a ver si esta funciona: "...como un ladrón / te acechan detrás de la puerta, / te tienen tan / a su merced / como a hojas muertas / que el viento arrastra allá o aquí, / que nos sonríen triste y / nos hacen que... / lloremos cuando nadie nos ve." Vale, bien, aceptemos que a veces una pequeña lágrima es la única alternativa a la tristeza.

Billie Holiday - I'm a Fool to Want You (subtítulos en español) - YouTube

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