viernes, 25 de enero de 2013

¿hay alguien ahí?

No es fácil, conste que no es fácil dejar de ser quien has sido durante un largo tiempo para reaparecer siendo ya otro. Más de una vez me he preguntado cuántos individuos o personajes caben en en la vida un ser humano. ¿Y a lo largo de todo un día? Nunca se sabe. Como el Gregorio Samsa de Kafka, que por la noche se acuesta uno siendo un probo funcionario o un discreto padre de familia y, horas después, tras el sueño ingobernable, amanece convertido en un mal bicho o en un putón verbenero. Hay mañanas en que uno se pregunta, o debería preguntarse, ¿qué has hecho esta noche, y con quién, para despertarte así de otro? Y en un rapto de lucidez frente al espejo, descubres que la memoria es el vínculo que nos une al que fuimos ayer, y la semana pasada, y hace veinte años; pero también descubres que el olvido es lo que nos libera de ello, de esa pesada carga que consiste en tener que responder de nuestras acciones y omisiones ya prescritas. Es injusto. Es como verse uno en la obligación de heredar las deudas contraídas por un antepasado. ¿Por qué? Así las cosas, ¿tengo que hacerme cargo yo de todo lo escrito y cometido por un copy en crisis que ya no soy, que dejé de serlo hace tiempo? No. Me he puesto a salvo en este paraíso fiscal sin tratados de extradición. Aquí, mis antecedentes penales y de todo tipo son perfectamente opacos. Las huellas quedan borradas. Los números de cuenta, las opiniones comprometidas, las compañías de dudosa moralidad, han desaparecido de los archivos y registros como desaparecen los deseos inconfesables después de una noche de viento y de lluvia. No consta. No me consta. Mis supuestos crímenes han prescrito. Todo está en orden y en la más estricta observancia de la ley. Y además dispongo de inmunidad literaria para mirar donde quiera y  escribir cuanto quiera o me venga en gana. Vivimos tiempos difíciles, oscuros, en los que lo decente y casi obligado (aunque a veces heroico) es salir del armario y decir quiénes somos. Lo confieso: soy mirón. Lo miro todo, de arriba abajo, aunque solo sea por el mero placer de mirar. ¡Mirar! No hay mayor placer. O casi. Y lo mejor de todo es que cada día amanecen nuevos motivos para seguir mirando impunemente. Si tú me miras cuando yo te estoy mirando, y me sorprendes en pleno acto de mirarte..., guarda silencio, sonríe, y no le cuentes a nadie lo que ha habido entre nosotros durante tres o cuatro o veinticuatro palabras. Nos seguiremos mirando.

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