viernes, 28 de noviembre de 2014

todos para uno

     Cuando me arreglo para ir al teatro o a una exposición soy alguien distinto a cuando lo hago para ir a comer con una amiga. Cada mañana, cuando me calzo las deportivas y salgo a caminar, no me parezco en nada a cuando voy al médico o a la cita con los amigos los sábados al mediodía. Dependiendo de cómo me vista, del lugar al que acuda y de la hora o la estación del año, actúo de diferentes maneras. Supongo que eso le ocurre a todo el mundo. Me pregunto cuántas variaciones, combinaciones, permutaciones son posibles en un mismo individuo. Quizá tantas como indumentarias permite su guardarropa. Tiendo a creer que cada hombre, mujer o anfibio constituye unas obras completas, un festival de cine. El problema surge cuando creemos haber elegido el trayecto adecuado y de pronto advertimos que vamos en dirección contraria a los deseos, y en lugar de estar viajando con destino a Chamartín -pongamos por caso- resulta que vamos camino de la estación de Atocha. O cuando en un arrebato de imprudencia temeraria creemos estar llamando a alguien del pasado y, tras unos segundos de emocionada espera, nos enteramos de que ese número no existe. Qué problema cuando nos cambian los tiempos o la numeración, cuando vamos camino de algo o de alguien y descubrimos de pronto que esa cita era para ayer a esta misma hora. O para el viernes de la semana que viene. Y en ese caso, llegado el momento, lo mejor será volver a vestirse uno exactamente igual que hoy, y repetirlo todo de igual manera, tratando de ser el mismo que fuimos hace una semana, aunque sea haciéndole trampas al solitario. Lo cierto es que tratamos de aparentar seguir siendo el de siempre, y a veces la simulación sale bastante bien. Nos imitamos a nosotros mismos, nos plagiamos incluso, para convencernos de que somos el que decimos ser, y no volvernos locos de remate. Pero en el fondo sabemos que el que despierta cada mañana ya es otro diferente del que apagó la luz anoche. La oscuridad, el sueño, los sueños... nos han transformado. Quizá por ese temor a ser otro, lo primero que hacemos al levantarnos es entrar en el cuarto de baño y mirarnos al espejo, no sin cierta desconfianza. Hacemos como si todo estuviera en orden y nada hubiera sucedido a lo largo de la noche, pero sabemos que el que se acostó ayer no es el que ha amanecido hoy en su lugar. Eso sí: la memoria pasa de uno a otro íntegramente. O casi. Cada uno se sucede a sí mismo día a día, pero ya siendo otro distinto al de la víspera. "Presentes sucesiones de difunto", escribió Quevedo en un soneto célebre. ¿Quién, tras varias semanas o días sin ver a la persona amada, no ha tenido la sensación en el reencuentro como de estar mirando o abrazando a otra persona, a alguien que se le parece mucho, sí, muchísimo, pero ya otra, otro? Es una sensación de extrañeza muy excitante. Quizá por ello -en parte al menos- los reencuentros suelen ser fogosos, festivos, pasionales, y tienen siempre un algo inaugural, así como de estreno, como de expectación ante una entrega de premios... Hoy he quedado a las 12 en el jardín del museo Thyssen. ¿Cómo habré de vestirme? ¿Quién quiero ser esta vez?



viernes, 21 de noviembre de 2014

por vos tengo la vida

      "Yo no nací sino para quereros", escribió Garcilaso en un soneto memorable, y ello me da pie a confesar que tampoco yo nací para otras proezas que no sean amar y ser amado, jugar, reír, soñar,  pasarlo bien en esta vida. No es por presumir, pero difícilmente encontraréis a alguien con mejor disposición para el ocio y los placeres. Si por mí fuera, aquí no habría obligaciones ni estrictas monogamias -tampoco monoandrias, qué bobada-, ni pecados ni penitencias; si de mí dependiera, esto sería un falansterio jubiloso, una fiesta continua o biblioteca de Alejandría abierta a todas horas, una juerga interminable en la que no habría lugar para el dolor ni la tristeza. Lo confieso, yo no nací sino para la broma y el juego y la verbena juvenil, los fuegos de artificio, los amores de verano, el vino rico y abundoso, en tributo a mi señor el dios Dionisos. Así las cosas, no es casual que cuando veo una película o escucho una canción en las que la felicidad o el placer parecen instalarse en el recorrido, me exalto, me dejo llevar por un fugaz arrebato y exclamo para mis adentros: '¡viva la vida loca y el martini rosso! Aun a sabiendas de que la canción dará paso al silencio, y es probable que la película no acabe tan bien como sería de desear. Pero mientras duran la canción feliz y las escenas más hermosas, el mundo está bien hecho por momentos. Y es en este punto cuando paso del Renacimiento al día de hoy. Aunque no es fácil pasar de los endecasílabos armoniosos a la fealdad definitiva que se ha instalado en el presente. ¿Cómo abandonar la Égloga III para ingresar en la primera página de los periódicos sin una buena dosis de analgésicos y tranquilizantes? Se habitúa uno a disfrutar de los placeres que nos depara la belleza, la elegancia, el swing, la mera contemplación de unos andares cadenciosos como el agua que fluye. Se habitúa uno a ello, sí, pese a que es un error en las actuales circunstancias, pues a la salida de los placeres no estamos en condiciones de hacer frente a la cochambrosa realidad. Pero la pregunta surge inevitable: ¿qué hacemos aquí y ahora con toda esta banda de estafadores y chulánganos que se han forrado impunemente, en buena medida favorecidos por nuestra pasividad o escasa beligerancia? ¿Qué hacemos con ello, frente a ellos? Visto lo visto, lo que ahora me apetece más que nada es dar un buen golpe y hallar refugio -como James Mason al final de Operación Cicerone- en algún país remoto sin tratado de extradición. Pero también pervive en mí algo antiguo y fuera de lugar que me incita a plantar cara a todo eso. Qué despropósito. Aunque quiero creer que los laboratorios suizos -¡en los que tengo tanta fe!- conseguirán sintetizar el principio activo que favorezca los estados de ánimo más proclives a la belleza y los placeres, a disfrutar del buen vivir, y hasta de un dulce buen morir, soñando con la película o mujer o endecasílabo que cada cual prefiera. Para entonces, dentro de muchísimos años y canciones, ya hablaremos de los mejores finales de película, y de esas miradas que por sí mismas indultan una vida, o invitan a empezar de nuevo. Miradas que cuando surgen hacen que suene Fly me too the moon, o algo así, para empezar la fiesta.    O para despedirla.    

Frank Sinatra - Fly Me To The Moon (Live 1964) - YouTube

viernes, 14 de noviembre de 2014

los objetos

     Los hay que casi no nos atrevemos ni a tocarlos. Son esos objetos que por algún motivo han ido adquiriendo la categoría de poco menos que sagrados. Puede ser un Omega de oro, heredado, que solo me he puesto una vez, en una boda en Venecia, o una cubertería de plata muy antigua que descansa desde siempre en el silencio de una caja de seguridad, en el banco, y que ni mis hermanos ni yo recordamos haber visto nunca. Aunque no hace falta ir tan lejos. En el armario alto del pasillo cuelga el pantalón negro incomparable que compré sin dudarlo un anochecer de invierno, hace 22 años, en una tienda de la calle Mayor de Madrid. Ese pantalón es tan perfecto y cálido, tan hecho a mi medida, con un tacto tan especial... que no me lo he puesto más de media docena de veces. En ocasiones, de tarde en tarde, abro ese armario y compruebo que sigue colgado ahí, vertical, irreprochable, de una pieza. Creo que llevo veinte años sin engordar ni perder cintura solo para seguir mereciendo ese pantalón. Cada uno se las arregla como puede. Pero también están esos otros objetos... intangibles, digamos. No necesito hacer memoria para estar viendo ahora, casi rozar con la yema de los dedos, el oro dormido en aquel vientre plano en la piscina -era el verano del 1980-, o la luz que se filtraba como una ensoñación entre los muslos de una bañista esbelta, o la mirada verde y deslumbrante de por vida que me miró entonces, cuando empezó todo. El temor a perder la memoria es equiparable al que pueda sentir el muy supersticioso ante la pérdida de su talismán; o mejor aún, al miedo del coleccionista que atesora valiosos relojes, plumas estilográficas, monedas antiguas... Cada uno de esos objetos de culto que todos conservamos tiene algo como de fuego robado a los dioses. Qué responsabilidad la nuestra: estamos obligados a que esos fuegos no se apaguen ni de día ni de noche. Porque, si se nos apagaran, además del frío que vendría, estaríamos perdidos en la oscuridad. Hay que permanecer pues alerta, y no consentir que los ladrones o el olvido se lleven la luz o el brillo de las cosas. En fin, dejemos eso ahora. Pero no hay tahúr que no se guarde un as en la manga para sacarlo al final de la partida. Allá va. En el mismo armario donde cuelga mi mejor pantalón descansa 'el chaleco de Espronceda': negro azabache parecido al terciopelo, romántico como el estuche del collar de una zarina, o como una pistola con cachas de nácar azuladas. Así es mi chaleco de Espronceda: 27 años de vida. Lo compré una mañana de sábado en una tienda del Barrio de Salamanca, junto con una gabardina amplia y desestructurada, así como de pintor años 30 en Montmartre. No sé qué fue de ella. Como tampoco sé qué fue de tantas otras cosas o momentos desaparecidos. ¿Adónde fueron? No me consuela el vacío que dejaron.Todo lo que fue, y lo que se fue, tiene que estar en algún sitio. O debería estarlo. Mira que es lástima. Nunca sabremos en qué momento se echaron a perder algunas cosas buenas o queridas.

viernes, 7 de noviembre de 2014

los abrazos

     Una amiga me cuenta que ha asistido a un concierto envidiable para solo 20 personas, aunque, eso sí, de mucha espiritualidad. Pero mi amiga me deslumbra con una revelación insospechada: uno de esos devotos melómanos imparte al parecer 'cursos sobre milagros'. Y es ahí donde se me han encendido todas las velas, todas las lámparas. Hay momentos de miedo y momentos de vuelo. Para poder volar es preciso vencer el miedo. Pero el miedo está por todas partes, nos acompaña como la propia sombra. Necesitamos que suceda un milagro para desprendernos de él durante unas horas o días, alguna vez semanas enteras. Al final de la película Hook, hay una frase reveladora: "Garfio tiene miedo al tiempo, al tiempo que se va." Es ahí  donde debe aparecer el milagro. Pero, mientras aparece o no aparece, ¿qué? Para responder a esa cuestión central, cada uno se las arregla como puede: hay quien recurre a Dios bendito, o al estudio de la Metafísica, al subidón de adrenalina en deportes de alto riesgo, o bien directamente a la botella de bourbon de Kentucky. Láudano, morfina, cocaína, opio, absenta, drogas de diseño, éxtasis... Casi todo está justificado (perdonado) frente al miedo. Y lo sabemos, aunque ya sea un poco tarde para algunas cosas. Está bien, seamos realistas por una vez y rebajemos el nivel de exigencia: pasemos pues de los milagros a los prodigios, y de los prodigios a los abrazos. A los meros abrazos: algo tan simple, tan elemental, como es el estrecharse con alguien cuerpo a cuerpo y cerrar los ojos. Son esos momentos en que la temperatura de uno pasa al otro, y viceversa, y el miedo de Garfio se interrumpe, se suspende, queda neutralizado. Pero, claro, si echamos cuentas, ¿cuántos abrazos se requieren para combatir el frío de una noche entera, o un despertar desapacible? Y luego está la variedad, la diversidad. ¿Cuántas maneras de abrazarnos o de ser abrazados? Vale, demos por bueno que cada hombre y mujer tienen su propia letra y firma, y también su manera de andar y sus huellas dactilares. Así las cosas, doy por hecho que los abrazos dados o recibidos han tenido siempre un estilo propio, un sello personal, son y fueron alivio para el desasosiego. Porque es verdad que los abrazos nos alivian de algo. Aunque los hay que abrasan; y también lo hay que al deshacerse duelen de por vida. Yo no sé. El desconsuelo requiere un abrazo muy concreto. Y el desamparo, también. Llegar a la amanecida, tras dos o más horas desvelado, está pidiendo a gritos mudos un abrazo de pies a cabeza. Quedarse uno dormido abrazado a un cuerpo cálido y fragante de mujer es un regalo de Afrodita, no siempre merecido. Todo cuanto sucede sin remedio, el tiempo que nos lleva, el brillo de un instante, la belleza que nos sale al paso y nos deja temblando... Toda esa calamidad solo se alivia mientras dura el abrazo. Es  hermosa la vida, no hay duda, casi un milagro. Pero, sí, es cierto: a veces Garfio tiene miedo, y necesita que lo abracen.