viernes, 28 de febrero de 2014

la otra realidad

     Lo hago con frecuencia. Cuando estoy en una sala de espera o en la cola del súper, observo a la gente que tengo alrededor, y a cada uno le atribuyo una pequeña nota biográfica en función de su apariencia. Es una mera distracción, como quien rellena el crucigrama o la quiniela. Porque, si bien se mira, todos tenemos cara de algo. Hay caras de oveja o de carnero, ojos de antílope, piernas de cigüeña, pescuezos de novillo, andares de banderillero, manos de sacerdote, gestos de malhechor, parpadeos con pluma, rostros de panadería. Hay quien su dentadura parece postiza (sin serlo) y quien tiene ese tic tan asqueroso de relamerse los labios sin ningún motivo aparente. Si uno se fija, el autobús va lleno de tipos solitarios y pervertidos que podrían dirigirse a un casting de pedófilos o de sacamantecas. Algunos tienen toda la pinta de haber envenenado a su anciana madre, minutos antes de subirse al autobús y dar las buenas tardes. Otros, diríase que van camino del degolladero. Hay mujeres risueñas que no pueden ocultar su condición de recién casadas. Aunque también hay viajeros absortos que parecen atrapados en un problema irresoluble. Una pregunta pertinente en estos casos es: ¿de dónde viene cada uno? O adónde va. Está muy claro cuando alguien, en una escalera mecánica, 'viene' de cometer algo infame con toda impunidad. Y tampoco pasa desapercibido quien 'va' con intención resuelta de perpetrar nadie sabe qué. Hay quien no puede ocultar que trae la carta de despido en el bolsillo o que acaban de notificarle el desahucio. Aunque también se nota cuando un emprendedor se ha quitado la corbata y va camino de estrenar un adulterio mascado a conciencia. Hay cosas que se ven venir. Y personas que no pueden ocultarlo. Así, por ejemplo, he visto amas de casa haciendo la compra a las que se les pone una cara de viuda... que le entran a uno ganas de decir: "señora, dígale a su marido que no espere para hacerse un tac o un chequeo." Pero donde las dan las toman, y ayer mismo me sentí algo incómodo al saberme observado por un tipo borroso en el autobús. Le sorprendí mirándome dos veces, aunque yo estaba muy entretenido especulando acerca de la señora con cara de taquillera jubilada que iba frente a mí. Dos horas después, vuelvo a subirme al 21, ya de regreso. Encuentro un asiento libre. Abro el periódico y me pongo las gafas. A los pocos minutos, el asiento de al lado queda vacío. Inmediatamente, alguien lo ocupa. Descubro que es el mismo 'tipo borroso' del viaje de ida. Saca un libro de la cartera. Lo reconozco al punto: Juego y distracción, de James Salter, ¡la novela que acabé de leer anoche! Miro de reojo: va por la página 177. Tiene en la mano un pequeño lápiz de Ikea. Hace una marca en el margen. No puedo evitar leer las dos líneas que ha señalado: "...y, en un absoluto silencio británico, leen el menú como si fuera un contrato." Siento un escalofrío, porque esa misma frase la señalé yo ayer, y de igual modo. ¿Qué está pasando?, me pregunto. No esperé a más y me bajé en la siguiente parada. Al levantarme y decir "¿me permite?", el tipo pareció sorprendido, como si le extrañara mi salida prematura. Me dieron ganas de interpelarle: "¿Oye, quién eres tú y qué sabes de mí, hijo de puta?"  En fin, que basta con mirar un poco para ver toda esa otra realidad que anda por ahí.

viernes, 21 de febrero de 2014

errores y malentendidos

     Alguien se lleva por error algo que no es suyo. O se lo deja olvidado en la mesa de un bar o en un taxi. O cree haber visto equivocadamente a alguien en un punto concreto y a una hora precisa. O altera un dígito al anotar un número de teléfono. Así es como empiezan algunos malentendidos que dan lugar a situaciones en las que suceden cosas que ni por asomo entraban en nuestros cálculos. Dos errores consecutivos no se suman, se multiplican. Los escenarios que abre un simple gesto en el momento más inoportuno son  imprevisibles. Y si no que se lo digan a Cary Grant en Con la muerte en los talones, que se convirtió en el fantasmal 'señor Kaplan' sin saberlo ni quererlo. La cuestión está en imaginar adónde puede llevarnos un mínimo error, o una coincidencia no buscada, o el llegar cinco minutos antes o después de lo convenido. De pronto, en mitad de la reunión hay un vaso que cae al suelo y se hace pedazos y deja una conversación interrumpida... para siempre. Cambiando de tema, aunque no del todo: ¿qué ocurre cuando alguien se parece tanto a alguien que nadie los distinguiría en una rueda de reconocimiento? ¡Y hay parecidos tan indistinguibles! ¿A quién no le han tomado alguna vez por otro? A veces lo pienso: si tuviera un hermano gemelo idéntico a mí, ¿qué actos no estaría yo dispuesto a cometer nunca en su nombre? Pocos, me temo. En cuanto a sus novias o amantes... ese sería un espinoso asunto del que mejor no hablar. A cambio, yo acudiría de buen grado a cubrir su puesto de trabajo en esos días en que los hombres no estamos para nada. Y puesto que mi caligrafía sería idéntica a la suya, escribiría en su nombre de mi puño y letra las más hermosas cartas de amor. Aunque donde las dan las toman. ¿Qué perpetraciones no habría cometido él haciéndose pasar por mí? ¿Hasta qué punto mi reputación sería del todo mía? ¿Doble vida, doble identidad? De seguir por este camino, me temo que él acabaría siendo mi particular 'retrato de Dorian Gray', y yo el suyo. Pero no era este el tema. Pretendía hablar aquí de ese endiablado enigma que es el azar, la arbitraria ley que rige nuestras vidas. Ese dígito 'bailado' al marcar un número de teléfono altera por completo el curso de los acontecimientos. Suspender un viaje en el último minuto (o no emprenderlo a causa de un descuido o de un mínimo retraso) puede resultar a la postre el mayor acierto de nuestra existencia. Si supiéramos las veces que hemos estado a un tris de morir atropellados, o de tener un gravísimo accidente, o de ganar 'un sueldo para toda la vida' con Nescafé. Voy más allá: ¿Qué lamentable desacierto, qué tonto error evitó que yo coincidiera cara a cara con Marion Cotillard una mañana luminosa, la última vez que ella visitó Madrid? De haberse producido ese encuentro casual, no cabe descartar que mi familia y yo pasáramos ahora largas temporadas en París, que Carmen y Marion fuesen ya íntimas amigas, que su novio Guillaume Canet y yo saliéramos de copas algunas noches por Montmartre, por la rive gauche... ¡Y qué maravillosos desayunos tendríamos los cuatro!

viernes, 14 de febrero de 2014

un paraguas

     Caras de invierno, apresurados andares, bonitos paraguas, bufandas diversas, gorros de lluvia. Eran las doce menos cinco del pasado sábado 8 de febrero. Un minuto antes había dejado de llover en el centro de Valladolid. Para todo buen mirón son irrenunciables esos veinte o treinta segundos que transcurren desde que se pliega el primer paraguas hasta que lo hace el último. Lo tengo muy observado: se trata de una coreografía insuperable, tanto de ritmo como de color, de plásticidad, de movimiento. Diríase que cada caso responde a un plan diseñado a conciencia, a las instrucciones marcadas por un meticuloso director de escena. Dejar de llover así de bien...  no ocurre casualmente. Tiene que haber un guion. Es cierto que la lluvia en Sevilla es una maravilla, pero también lo es que el cierre de paraguas puede llegar a ser un milagro al mediodía. De pronto, algo ha sucedido, o ha dejado de suceder. Es entonces cuando tiene lugar ese gesto repetido de caras que miran con desconfianza al cielo, caminantes que se detienen un momento o aminoran el paso para cerciorarse de que, en efecto, ya no llueve. Y todo eso sucede durante unos pocos metros, mientras una idea viene, nos toca la frente y se va... con el primero que llega. Plegados los paraguas y restablecido el orden, surge un nuevo escenario: la normalidad se apodera de la calle y fluye. Sin embargo, como quien sigue instrucciones del director de escena, una mujer esbelta de unos cuarenta y pocos años con gabardina de un rojo apagado sale en ese momento de una tienda de moda y, sin dudarlo, abre un precioso paraguas gris fuerte que contrasta de maravilla con la gabardina y entona casi que musicalmente con  sus zapatos caros, que ahora observo. Ver abrir en ese instante ese paraguas, con esa mezcla de naturalidad y determinación, verlo irrumpir así, como quien se presenta en sociedad y toma posesión del aire y del espacio, fue una sorpresa tan grata, tan insospechada, una de esas visiones que retrasan varios segundos el parpadeo. ¿Cuántos? ¿Cinco, diez segundos? Poco después teoricé (fantaseé, más bien) acerca de lo irrenunciable que puede llegar a ser lo superfluo..., ese lujo, este aroma del café que ahora me llega y me llama desde la cocina... ¿De qué sirvió en aquellos instantes ese hermoso paraguas recién estrenado en mitad de la calle sin lluvia? Vale, de acuerdo, servir, lo que se dice servir, no sirvió, pero alegrar la vida a la mirada, sorprender al mediodía, detener unos segundos el reloj del Ayuntamiento (allí enfrente)... Todo eso sucedió, sí, doy fe de ello, pero en igual medida que pudo no haber sucedido. Tras la apertura de aquel paraguas grande y gris, la calle quedó protegida, como si un pararrayos se hubiese instalado allí mismo, en el mediodía del sábado 8, cinco minutos antes de que sonaran las 12. Llegué puntual.

viernes, 7 de febrero de 2014

las frutas, las sílabas, las flores

Hay palabras que lo dicen todo: 'membrillo' es una de ellas. 'Membrillo' es muy carnal y brilla con luz propia; posee una gran sensualidad, y la prueba está en que con solo pronunciar 'membrillo' se te llena la boca de agua dulce. En ese sentido, también 'albaricoque', 'frambuesa' y 'chirimoya' se las traen. Una macedonia de frutas con esas palabras es toda una orgía de fonemas muy jugosos. Cada una de ellas tiene su propia música y fragancia. 'Frambuesa' ostenta una voluptuosidad como de siesta en la penumbra a mediados de agosto. Otro tanto podría decirse de 'albaricoque', pero este con un punto guarachero, como de maracas candongas en el bohío cubano. 'Aguacate' no tiene la densidad de la 'papaya' ni la esponjosa sexualidad de eso que llamamos 'chirimoya', pero su liquidez se escurre entre los labios como un licor ligero. 'Maracuyá' se sale del cesto de frutas para ingresar de lleno en el campo semántico de los ritmos calientes; se trata de un sonido bailable y untuoso. 'Cereza', sin embargo, es discreta y algo melancólica, aunque dulce en su madurez. Y si pasamos de los frutos a las flores, ¿qué decir de 'magnolia'? Ella es fragante y suculenta, apetecible como pocas, deseada por el 'muérdago', repleta de luz de luna y miel. 'Magnolia' es Ava Gardner en flor. ¿Y de 'hortensia'? 'Hortensia' es amplia, redonda y azul con vistas al mar; una palabra bien madura y apacible, como para quedarse a veranear en ella; 'hortensia' vive y respira en Santillana y en Zaráuz, en el Museo de Indianos de Colombres, en la caliente y perezosa Antofagasta. En el extremo opuesto del diccionario nos encontramos con 'nenúfar'. Apenas un haiku, un pensamiento silencioso de diecisiete sílabas. 'Nenúfar' se ruboriza por poco más que nada: es la flor más tímida que respira en el jardín callado de Kioto. Aunque también hay una planta de color casi añil que responde al nombre de 'alhucema'. Un lecho de alhucemas es el lugar soñado por Dionisos para yacer con Artemisia en el Olimpo; o el de alguna princesa rusa para que el príncipe Yusupov le vierta vodka en los labios, lágrimas de maracuyá en el sexo, martinis en la Riviera hacia 1920. No sé. Las palabras lo son todo. La música, las ensoñaciones, el placer de perder el tiempo... Desgrano las sílabas, las letras una a una de 'Estambul'... y varios sultanes me invitan a visitar la Serenísima República de Venecia bajo pasaporte diplomático del Imperio Otomano. Hoy es viernes 7 de febrero sin remedio. Sonrío de mil amores. Pienso en palabras mujeres. Me gustan. Pero es verdad que las palabras nos pierden, los nombres nos delatan. ¿Habrá mejor final feliz de frase o de libro para un hombre que morir de amor en labios de mujer?