¿Quién no ha
soñado alguna vez tener un admirador del que nadie conoce su existencia? Tener
un admirador/a es como quien tiene un amante en un lugar remoto y a la vez muy
próximo. Y quien dice un ‘admirador’ dice un ‘seguidor’. Pues bien, a día de
hoy puedo afirmar que tengo un seguidor/a en Ucrania. Así, tal cual. Todas las
semanas, tras publicar aquí el post de los viernes, veo en las estadísticas
servidas por Blogspot que se ha producido en este blog una discreta, silenciosa
visita desde algún lugar de Ucrania. Quién
será él o ella, me pregunto; cuál será su nombre, su edad, su profesión;
cómo será su voz, el movimiento de sus manos, su mirada; qué habrá visto en
este rincón para entrar en él semanalmente. ¿Será uno de los 18 ucranianos que
entraron aquella mañana del miércoles, 20 de julio de 2011 (¡qué memoria la
mía!), en mi blog de entonces, diario de
un copy en crisis? Yo escribí que podían ser 18 ucranianos distintos, pero
también uno solo que valiera por docena y media y se hiciera pasar por los 17
restantes. Sea él o ella quién sea, lo cierto es que la visita semanal
procedente de Ucrania –gran potencia agrícola,
como ya expliqué en aquel post– me llena de secreto
orgullo y de curiosidad infinita. ¿Cuál será su lengua materna? ¿Cómo llegó
hasta aquí? ¿Cuántos metros cuadrados tiene su apartamento? ¿Qué ve por la
ventana? ¿Es consciente de que cuando me está leyendo... yo (mirón) le estoy/la
estoy mirando? Observar a alguien leyéndote en la intimidad es algo semejante a
mirarlo a escondidas, y ver (sin ser visto) cómo te mira por el ojo de la cerradura.
¿Mirar... o ser mirado... mirando? ¿Mirar... o ser mirada? Ay de mí. Te estoy
mirando mirándome y no te veo, hombre o mujer invisible, pero sé que estás ahí, en Ucrania, gran potencia cerealística, país de gente alta, guapa y rubia.
PD: En agosto nos concedemos una tregua para descansar la mirada hasta septiembre, que es el tiempo de la vendimia y de volver a empezar, ya con los frutos recogidos, y con la luz del membrillo posada en nuestros párpados, acariciándonos las yemas de los dedos.
viernes, 26 de julio de 2013
viernes, 19 de julio de 2013
me siento rejuvenecer
Ya tengo las gafas nuevas. Gafas de ver, como suele decirse.
Con ellas lo veo y lo leo todo mejor, mucho mejor que con las antiguas. Quizá a
partir de ahora empiece a ver las cosas de otro modo. Porque si cambia la
percepción visual, lo lógico será que ello modifique, aunque sea mínimamente,
la interpretación de lo que vemos o leemos. Voy a hacer una prueba: releer, ya
con las nuevas gafas, libros o páginas que leí sin ellas. A ver que pasa. Es
posible que al mejorar la visión mejore también la reflexión a que nos lleva la
mirada y lo mirado. Ese leve desenfoque que percibía a menudo con las viejas
gafas, estoy seguro de que condicionaba mi percepción de lo visto y leído.
Presiento que de ahora en adelante voy a tener más claridad de ideas, mayor
lucidez, mejor recepción de todo aquello que entra por los ojos en las
distancias cortas. Y no olvidemos que “en las distancias cortas es donde un
hombre... se la juega”. Brummel. Así
pues, mi calidad de vida va a mejorar a ojos vista, y mi prima de riesgo caerá
a niveles comparables a la de los tiempos en que no conocía más gafas
que las de sol. Me siento rejuvenecer, como Cary Grant en aquella película. Desconozco cómo se lo tomará mi Ginger Rogers cuando compruebe que, en efecto, de un
tiempo a esta parte su marido parece otro. ‘No sé...’, le dirá ella a alguna amiga
de toda confianza, ‘está como... como más joven, de verdad te lo digo, y eso
hasta me asusta un poco, porque de seguir así... va a parecer más joven que yo,
¡imaginate, Almu!’ Bueno, si veo que la cosa va a más, y el proceso rejuvenecedor es
imparable, trataré de disimularlo en la medida de lo posible. Cuando empiecen
los comentarios elogiosos (particularmente los femeninos) y las muestras de
asombro ante mi... notoria mejoría, trataré de rebajarlo con expresiones
tales como ‘¡Uy, qué va, qué va! Se me olvida todo. Me pesa el cuerpo. Estoy
lento. A la más mínima, me quedo dormido...’ Y todo ello para no levantar
suspicacias ni hacer de menos a nadie. Pero lo cierto es que, de seguir así las cosas, será como regresar al futuro de los años 80, disfrutar de una nueva movida madrileña, volver a
Malasaña, Huertas, renovadas copas en el Cock, películas aún no estrenadas en los Alphaville, un nuevo Agustín García Calvo filosofando de viva voz en el Café de Manuela o en La Aurora, amores de verano, grandes esperanzas... Aunque, visto lo visto,
¿no será más bien que estas coquetas gafas han sido objeto de algún
encantamiento óptico que me hace ver maravillas y que vuelva a creer en los
milagros? Queridos míos, si todo se pone feo muy feo a nuestro alrededor,
acudid a una buena óptica, haced que os gradúen la vista y elegid unas gafas
que de verdad os gusten y os sienten divinamente bien. O en su defecto, buscad
el poema aquel de Raúl González Tuñón: “Eche veinte centavos en la ranura /
si quiere ver la vida color de rosa.” O escuchad la canción que os regalo aquí mismo.
viernes, 12 de julio de 2013
hoy no
Hoy no hay.
Hoy no estoy.
Hoy no.
Hoy me niego.
.
Y cuando digo ‘no’
es que no.
¿Que por qué?
Porque no.
Porque estoy de no.
Y no tengo nada más que decir.
jueves, 4 de julio de 2013
ritos de verano
Un hombre solo en casa en verano tiene mucho peligro: se
está demasiado bien. Yo siempre paso el mes de julio así, tal que un anacoreta.
Como es lógico, uno va creando sus propios ritos. Para librarme en lo posible
del calor de Madrid, las persianas permanecen bajadas casi por entero la mayor
parte del día. Tras la caminata matutina,
el café con hielo no puede faltar
sobre la mesa de trabajo, a la derecha del ordenador. Durante casi toda la
mañana hay en la casa un silencio navegable, solo interrumpido por alguna
llamada de teléfono o por “el cartero del banco”, que toca el timbre desde la
calle para que le abra y pueda hacer su trabajo. Bueno, a veces pasa la
furgoneta del tapicero con su megafonía bien audible. A media mañana, aprovecho
un viaje a la cocina para regar las plantas. Por cierto, yo no hablo con ellas:
bastante tengo ya con lo que hablo conmigo mismo de viva voz. Pero no todo es
silencio y ascetismo: a eso de la una y cuarto, suena el primer vinilo del día
–los vinilos son para el verano–, a menudo mi canción favorita de todos los
veranos: Felicità, de Lucio Dalla, en
aquel long play que grabó con Gianni Morandi. “¡Aaaah, felicidad!, sobre qué
tren en esta noche viajarás...” Aunque tampoco es raro que suene esa
maravillosa invitación al viaje que es Vailima,
del viejo Aute: “También pudiera ser / que huyéramos hacia el azul / con rumbo
a un atolón / perdido en los mares des sur...” Pero eso ya sucede con una lata bien fría
de Mahou cinco estrellas al alcance de la mano. No lo niego, a veces me echo un
bailecito y todo, desplazándome por el salón como un Fred Astaire de pacotilla.
Pero, ¿y lo a gusto que se queda uno? Por supuesto que, tras la comida, la
siesta es irrenunciable, y si hay suerte y va acompañada de alguna fantasía..., pues mejor que mejor. La tarde tiene ya otro ritmo. Son las horas de mayor
calor. Más café con hielo (ahora descafeinado). Más cerrada la penumbra. Luego,
si la cosa funciona y he escrito algo decente, ¿qué tal un gintónic bien
servido, con ese escalofrío que sienten los hielos al recibir la visita de la
reina ginebra? Y ahora sí, ladies & gentlemen, la bruja Joplin se desmelena y la casa se pone estupenda con la llegada de nada menos que Me and Bobby McGee. Y aquí sí que no
queda otra que subir el volumen y celebrar la vida, qué coño. Después, ya más
sosegado, es posible que uno piense en los años vividos y se ponga algo
melancólico por un rato. Es el momento de buscar el elepé Between the lines, de la
otra Janis, Janis Ian, y dejarse uno acariciar por aquella canción: At seventeen.
Sé que no debo escucharla, no me hace bien. ¿Para qué la escucho, entonces? Para qué va a ser.
Como diría Juan Ramón, “para darme tristeza”, y a continuación llamar a la
novia y decirle que la quiero. En
fin. Como habéis tenido el detalle de llegar hasta aquí, os voy a hacer un
pequeño regalo, una rara joyita: Janis Joplin y Tom Jones en un directo
insuperable. Qué manera de cantar. Y qué manera de moverse (ella). Así eran las cosas
por entonces. Pero, ojo, en este blog está prohibida la nostalgia. Tan solo se permite tener nostalgia del futuro.
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